Respecto de la Biblia y del mensaje cristiano surgieron diversas interpretaciones, siendo la actitud adoptada frente a la pobreza una consecuencia de aquéllas. Podemos sintetizar las actitudes predominantes en el catolicismo y en el protestantismo, sin dejar de advertir que puede incurrirse en errores debido a los múltiples sectores que abarcan las dos principales ramas del cristianismo.
El hombre, para sentirse independiente de los demás, y de lo material, adopta dos posturas extremas; puede elegir una vida con mínimas necesidades y poco dinero, o bien opta por intentar lograrlo en cantidad suficiente para poder “comprar su propia libertad”. Tales decisiones constituyen una especie de sistema de seguridad adicional que debe ayudarnos a lograr un nivel aceptable de felicidad. La primera tendencia es más cercana al catolicismo mientras que la restante lo está respecto del protestantismo.
La pobreza voluntaria está ejemplificada por la vida de San Francisco de Asís, quien rechaza tanto una vida acomodada como la propia riqueza familiar optando por una vida extremadamente austera. Con ello habrá de disponer de la libertad necesaria para lograr una vida virtuosa. Podemos decir que da un paso desde la riqueza a la pobreza considerando que de esa forma habrá de elevar su nivel de felicidad.
Es posible considerar a esta decisión como un salto evolutivo en el proceso de adaptación cultural al orden natural, ya que con su ejemplo muestra que es posible llevar una vida plena aun bajo condiciones materiales severas. Si bien la pobreza no resulta deseable para nadie, es una realidad que puede observarse en gran parte del planeta; de ahí la importancia que adquiere tal posibilidad, al menos mientras las personas vayan saliendo de su precaria situación. Donald Spoto escribe sobre el santo:
“A diferencia de los cátaros, los valdenses y otros, Francisco no pretendía imponer a los demás su pobreza radical ni su estilo de vida, a menos que alguien manifestase expresamente su deseo de ingresar a la fraternidad. Pensaba que cada persona debía decidir por sí misma las circunstancias de su fidelidad personal al Evangelio”. “La gente se percató de inmediato de la diferencia entre Francisco y otros predicadores ambulantes. En la Europa medieval, los sermones públicos trataban sobre todo del juicio final, la penitencia y el riesgo de la condenación eterna, y Roma explotó al máximo el miedo al infierno para mantener a raya a sus creyentes. En casi todos los tímpanos, arquivoltas y chapiteles de las catedrales medievales aparecen demonios torturando a los condenados” (De “Francisco de Asís”-Ediciones B-Barcelona 2004).
Es posible que el origen de la actitud católica respecto de la pobreza provenga esencialmente del santo mencionado, y no de una premeditada y perversa acción ideológica de las “clases dominantes” orientada a engañar a los pobres de manera de explorarlos sin que protesten, como generalmente aduce el marxismo. Mariano Grondona escribió: “Marx llamó a la religión (publicana) «el opio de los pueblos» porque, entreteniendo a los perdedores con promesas de ultratumba, adormecía en ellos la pasión revolucionaria contra el orden establecido por los ganadores”.
Resulta aceptable considerar a la pobreza como una situación indeseable que debe erradicarse con el tiempo, mientras que, cuando se la asocia a cierta virtud, necesariamente se deberán asociar defectos al sector rico, lo que no necesariamente resulta justo en una sociedad real. La etapa siguiente, la de culpar a los ricos por la situación de los pobres, lleva a la postura básica del marxismo, cuya “solución propuesta” le costó a la humanidad varias decenas de millones de victimas.
En el caso del protestantismo, la valoración de la pobreza resulta diferente. Existe un texto de Mariano Grondona que hace un paralelo entre las actitudes católica y protestante: “A lo largo de la historia, la religión ha sido la fuente más rica de valores. Fue sin duda Max Weber quien identificó el protestantismo, en especial la rama calvinista, como raíz del capitalismo. En otras palabras, lo que inició el desarrollo económico fue una revolución religiosa, una revolución en la que el tratamiento de los ganadores (los ricos) y los perdedores (los pobres) de la vida era muy importante. Weber calificó a la corriente religiosa (esencialmente católica romana) que mostraba preferencia por los pobres sobre los ricos «publicana», y a la que prefería a los ricos y exitosos (esencialmente protestante) «farisaica»”.
“Allí donde predomina la religión publicana, el desarrollo económico será difícil porque los pobres se sentirán justificados en su pobreza y los ricos estarán incómodos porque se verán como pecadores. Por el contrario, los ricos, en las religiones farisaicas, celebran su éxito como prueba de la gracia de Dios, y los pobres contemplan su condición como condena divina. Tanto ricos como pobres tienen un fuerte incentivo para mejorar su condición mediante la acumulación y la inversión”. “En el contexto de esta tipología, las religiones publicanas promueven valores que se oponen al desarrollo económico, mientras que las religiones farisaicas promueven valores que lo favorecen” (De “La cultura es lo que importa” de S. P. Huntington y L. E. Harrison-Grupo Editorial Planeta SAIC-Buenos Aires 2001).
El auge del capitalismo se debió esencialmente a la actitud del rico que, sin una necesidad imperante, seguía produciendo e invirtiendo, es decir, acumulando capital, que es el factor esencial de la producción y de la riqueza. Max Weber escribió respecto de la actitud protestante:
“El hombre es tan sólo un administrador de los bienes que la gracia divina se ha dignado concederle y, como el criado de la Biblia, ha de rendir cuenta de cada céntimo que se le confía, y por lo menos es arriesgado gastarlo en algo cuyo fin no es la gloria de Dios, sino el propio goce. Basta tener los ojos abiertos para encontrar, incluso en la actualidad, representantes de esta mentalidad. El hombre que está dominado por la idea de la propiedad como obligación o función cuyo cumplimiento se le encomienda, a la que se supedita como administrador y, más aún, como «máquina adquisitiva», tiene su vida bajo el peso de esta fría presión que ahoga en él todo posible goce vital. Y cuanto mayor es la riqueza, tanto más fuerte es el sentimiento de la responsabilidad por su conservación incólume ad gloriam Dei [a la gloria de Dios] y el deseo de aumentarla por medio del trabajo incesante. A no dudarlo, la génesis de este estilo vital tiene alguna de sus raíces (como tantos otros elementos del moderno espíritu capitalista) en la Edad Media; pero sólo en la ética del protestantismo ascético halló su más consecuente fundamentación; con lo que se ve de modo claro su alcance para el desenvolvimiento del capitalismo”.
“El ascetismo laico del protestantismo actuaba con la máxima pujanza contra el goce despreocupado de la riqueza y estrangulaba el consumo, singularmente el de los artículos de lujo; pero, en cambio, en sus efectos psicológicos, destruía todos los frenos que la ética tradicional ponía a la aspiración a la riqueza, rompía las cadenas del afán de lucro desde el momento que no sólo legalizaba, sino que lo consideraba como precepto divino (en el sentido expuesto). La lucha contra la sensualidad y el amor a las riquezas no era una lucha contra el lucro racional, sino contra el uso irracional de aquéllas”. “Por uso irracional de la riqueza se entendía, sobre todo, el aprecio de las formas ostentosas del lujo –condenable como idolatría- de las que tanto gustó el feudalismo, en lugar de la utilización racional y utilitaria querida por Dios, para los fines vitales del individuo y de la colectividad. No se pedía «mortificación» al rico, sino que usase sus bienes para cosas necesarias y prácticamente útiles” (De “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”-Alba Libros SL-Madrid 1998).
Es oportuno citar un caso comparativo, que ocurre dentro de un mismo país, para observar los distintos efectos que puede producir una misma decisión en sectores protestantes y católicos. Mariano Grondona escribió: “Empeñado en aumentar la productividad de sus trabajadores, un industrial alemán que poseía fábricas tanto en la protestante Prusia como en la católica Baviera, decidió pagarles más por hora. Muchos de los que trabajaban en Prusia multiplicaron a partir de ahí sus horas de trabajo, con la idea de acumular un sobrante gracias al cual años después habrían de convertirse ellos mismos en empresarios. Pero en Baviera, la mayoría optó por trabajar menos horas que antes gracias al mayor ingreso promedio, con el objeto de pasar más tiempo con sus amigos y su familia. La misma regla sirvió para aumentar la producción en Prusia y para disminuirla en Baviera, porque fue recibida en dos opuestos contextos culturales; uno moderno, el otro tradicional” (De “Las condiciones culturales del desarrollo económico”-Editorial Planeta Argentina SAIC-Buenos Aires 1999).
Pocas veces se escucha decir que sectores protestantes se opongan a la economía de mercado, mientras que es bastante frecuente la divulgación de opiniones de sectores de la Iglesia Católica en contra de tal sistema, que es el más adecuado para combatir la pobreza. P.A. Mendoza, C.A. Montaner y A. Vargas Llosa escribieron: “Lo trágico de esta obstinada resistencia de los obispos católicos a admitir la realidad en materia económica –fielmente reproducida por órdenes como la Compañía de Jesús- le hace un terrible daño a los pobres latinoamericanos, porque contribuye a perpetuar políticas públicas contrarias al desarrollo intensivo de nuestros pueblos”. “Es como si estos ilustres purpurados no pudieran darse cuenta que los veinte países más prósperos y felices del planeta son, precisamente, democracias políticas en las que impera la economía de mercado”.
“No se trata de un problema de fe o de teología. No es un cisma. Es, simplemente, un debate de carácter intelectual con unos señores secularmente anclados en el error, la incomprensión y el desprecio por la razón. Si los obispos no son capaces de entender el enorme peso ético que hay tras la libertad económica y lo que eso significa como responsabilidad individual; si no comprenden el mercado como expresión de la soberanía del individuo; si no son capaces de valorar la importancia de la competencia y no entienden el carácter ineludible del afán de lucro; si pretenden que una burocracia, generalmente ineficiente y corrupta, fije «precios justos» a la infinita variedad de bienes y servicios que circulan en la sociedad; si permanecen ciegos ante el único mecanismo racional que tienen los seres humanos para la satisfacción de sus necesidades materiales; si continúan empeñados en acercarse a los fenómenos económicos blandiendo la utopía de crear «hombres nuevos» que no conozcan la ambición y disfruten con el aguijón de la pobreza; si insisten en condenar a los ricos porque poseen lo superfluo y consumen «codiciosamente»; si yerran al pedir niveles dignos de consumo para los pobres, sin aclarar qué es superfluo y qué es esencial; si persisten en desconocer que las necesidades humanas son infinitas e imprecisables en número y variedad; entonces lo mejor es ignorar totalmente a estos santos varones, por lo menos en los asuntos que tan poco conocen, y –de paso- perdonarlos porque, francamente, no saben lo que hacen. Ni lo que dicen” (De “Fabricantes de miseria”-Plaza & Janés Editores SA-Barcelona 1998).
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