Por Henry Hazlitt
Cualquier intento de igualar la riqueza o la renta mediante la distribución imperativa sólo tenderá a destruir ambas. Históricamente, lo más que los sedicentes niveladores han conseguido es igualar hacia abajo. Incluso se ha afirmado, cáusticamente, que ésa era su intención. “Vuestros igualitarios –decía Samuel Johnson a mediados del siglo XVIII- quieren poner a todo el mundo a su bajo nivel, pero no soportan que alguien se eleve sobre ellos”. Y en nuestros días vemos a un liberal tan eminente como el difunto magistrado Homes escribir: “No siento el menor respeto por la pasión igualitaria, que me parece simple envidia idealizada”.
No cabe duda de que muchos igualitarios están motivados, al menos parcialmente, por la envidia, mientras que el motivo de otros no es tanto la propia envidia como el temor a lo que puedan suscitar en los demás, y el deseo de acallarla o satisfacerla.
Pero este esfuerzo siempre será inútil. Casi nadie está plenamente satisfecho de su lugar relativo en la sociedad. El ansia de ascenso social del envidioso resulta insaciable. Apenas ha subido un peldaño en la escala social, sus ojos ya están fijos en el siguiente. Envidian a cuantos se encuentran por encima de ellos, poco o mucho; pero es más probable que envidien a sus vecinos y conocidos que viven un poco mejor, que a celebridades o millonarios de quienes les separa un abismo. La situación de estos parece inalcanzable, pero del prójimo que les lleva una mínima ventaja se sienten tentados a pensar: “¿Porqué él y no yo?”.
Por otra parte, el envidioso suele disfrutar más si ve a otro privado de algo que si lo consigue para sí. Lo que les alborota no es tanto lo que a ellos les falta como lo que tienen los demás. Los envidiosos no se satisfacen con la igualdad; lo que secretamente anhelan es la superioridad y el desquite. Se cuenta que en la revolución francesa de 1848, una repartidora de carbón decía a una dama ricamente ataviada: “Sí, señora; ahora todos vamos a ser iguales; yo vestiré de seda y usted tendrá que acarrear carbón”.
La envidia es impecable. Las concesiones sólo consiguen abrirle el apetito. Como escribe Schoeck, “la envidia humana alcanza su máxima intensidad cuando todos son casi iguales; sus clamores de que se reparta se hacen más fuertes cuando virtualmente no hay más que repartir”. (Debemos, naturalmente, distinguir siempre entre esta envidia puramente negativa, codiciosa del bien ajeno, y la ambición positiva que lleva al hombre a la emulación, la competencia y el esfuerzo creador).
Pero la acusación de envidia, o incluso de miedo a la envidia ajena, como motivo dominante de toda propuesta de redistribución es algo muy grave y muy difícil, si no imposible, de probar. Además, los motivos de una propuesta, aunque nos sean conocidos, tienen poco que ver con las ventajas de lo que se propone.
Podemos, no obstante, aplicar ciertos tests objetivos. A veces, el propósito de aplacar la envidia ajena es confesada abiertamente. Hay socialistas que se expresan a menudo como si cualquier forma de miseria para todos fuese preferible a una abundancia “mal repartida”. Una renta nacional que crece sin tregua en términos absolutos y prácticamente para todos se juzgará deplorable porque hace más ricos a los ricos. Uno de los principios tácitos, y a veces confesados, del partido laborista británico después de la última guerra era el de que “nadie debe tener lo que no pueden tener todos”.
Pero el principal test objetivo de una medida social no consiste sólo en saber si pone mayor acento en la igualdad que en la abundancia, sino si va más allá, y se propone obtener aquélla a expensas de ésta. El objetivo primordial de esa medida, ¿es ayudar a los pobres o castigar a los ricos? Y ¿castigaría a los ricos a costa de perjudicar a los demás?.
Este es el efecto real de los impuestos sobre la renta acusadamente progresivos y los impuestos confiscatorios sobre la herencia. Tales gravámenes no sólo son contraproducentes desde el punto de vista fiscal (al conseguir menor recaudación por los tipos más altos de la que se obtendría con tipos más bajos), sino que desalientan o confiscan la acumulación e inversión de capital, que hubiese incrementado la productividad nacional y los salarios reales. Muchos de los fondos así confiscados son después disipados por el gobierno en gastos consuntivos corrientes. A largo plazo, el efecto de tales tipos impositivos es, por supuesto, dejar a los trabajadores pobres en peor situación de la que ya estaba a su alcance.
Hay economistas que, aun admitiendo todo cuanto acabamos de decir, replicarán que, políticamente, es necesario imponer tales gravámenes casi confiscatorios, o dictar otras medidas redistributivas del mismo jaez, a fin de aplacar a los descontentos y envidiosos: en realidad, para evitar una revolución. Tal argumento no puede ser más especioso. Lo que se consigue al tratar de aplacar la envidia es provocarla aún mayor.
La teoría más común acerca de la revolución francesa es que se produjo porque las condiciones económicas de las masas empeoraban sin cesar, mientras el rey y la aristocracia permanecían ciegos a la realidad. Pero Tocqueville, uno de los más agudos observadores sociales de su época, y aun de todas las épocas, dio una explicación exactamente opuesta. Permítaseme exponerla primero tal como la resumió en 1899 un eminente comentarista francés:
“He aquí la teoría inventada por Tocqueville…Cuanto más ligero es un yugo, más insoportable resulta: lo que exaspera no es el peso, sino la traba que supone; lo que inspira la rebeldía no es la opresión, sino la humillación. Los franceses de 1789 estaban irritados contra los nobles porque eran casi sus iguales. Son estas pequeñas diferencias las que se nos hacen presentes y, por tanto, las que cuentan. La clase media del siglo XVIII era rica. Su posición le permitía ocupar la mayoría de los cargos, y era casi tan poderosa como la nobleza. Fue este casi lo que la exasperó, y su estímulo la cercanía de la meta, pues son siempre los últimos trancos los que provocan la impaciencia”.
He citado este pasaje porque no encuentro la teoría expresada en forma tan adecuada por el propio Tocqueville. Pero tal es en esencia el tema de su obra L’Ancien Régime et la Révolution, donde ofrece convincente documentación en su apoyo. He aquí un fragmento típico: “A medida que se desarrolla en Francia la prosperidad que acabo de describir, los espíritus parecen, sin embargo, más intranquilos, más inquietos; el descontento público se va agriando cada vez más; el odio a las antiguas instituciones va en aumento. La Nación marcha visiblemente hacia una revolución”.
“Es más, las zonas de Francia que habían de ser el foco principal de esta revolución son precisamente aquellas en que los progresos son más notorios…Extrañará tal espectáculo, pero la historia está llena de otros semejantes. No es siempre yendo de mal en peor como se cae en la revolución. Ocurre con mucha frecuencia que un pueblo que ha soportado sin quejarse, como si no las sintiera, las leyes más abrumadoras, las rechaza violentamente en cuanto su peso se aligera. El régimen que una revolución destruye es casi siempre mejor que el que lo ha precedido inmediatamente, y la experiencia nos enseña que el momento más peligroso para un mal gobierno es generalmente aquel en que empieza a reformarse. Solamente un gran talento puede salvar a un príncipe que emprende la tarea de aliviar a sus súbditos tras una prolongada opresión. El mal que se sufría pacientemente como inevitable resulta insoportable en cuanto concibe la idea de sustraerse a él. Los abusos que entonces se eliminan parecen dejar más al descubierto los que quedan, y la desazón que causan se hace más punzante: el mal se ha reducido, es cierto, pero la sensibilidad se ha avivado…”.
“En 1790 nadie pretende ya que Francia esté en decadencia; se diría, por el contrario, que no hay en aquel momento límites a sus progresos. Es entonces cuando surge la teoría de la perfectibilidad continua del hombre. Veinte años antes, no se esperaba nada del porvenir; ahora nada se teme de él. La imaginación, apoderándose por adelantado de esta felicidad próxima e inaudita, hace a los hombres insensibles a los bienes que ya tienen y los precipita hacia cosas nuevas”.
Las expresiones de simpatía de la clase privilegiada sólo sirvieron para agravar la situación: “Las gentes que tenían más que temer de la cólera del pueblo conversaban en alta voz en su presencia sobre las crueles injusticias de que siempre había sido víctima; se indicaban unos a otros los vicios monstruosos que encerraban las instituciones que más pesadas resultaban para el pueblo: empleaban su elocuencia para describir las miserias y el trabajo mal recompensado de éste; y al esforzarse de este modo para aliviarlo, lo que conseguían era llenarlo de furor”.
Tocqueville sigue citando largamente las recriminaciones en las que el monarca, los nobles y el parlamento se culpaban mutuamente de las desgracias del pueblo. Al leerlas, tenemos la pavorosa impresión de hallarnos ante un plagio de la retórica de nuestros obreristas de salón.
Todo esto no significa que debamos vacilar en adoptar cualquier medida realmente adecuada para aliviar las penalidades y disminuir la pobreza. Lo que afirmo es que nunca ha de actuarse con el simple propósito de calmar a los envidiosos o apaciguar a los agitadores, o de evitar una revolución. Tales medidas, que denotan debilidad o mala conciencia, sólo conducen a exigencias mayores e incluso desastrosas. El gobierno que cede ante el chantaje sólo conseguirá precipitar las mismas consecuencias que teme.
(Extractos del libro “La Conquista de la Pobreza”–Unión Editorial SA–Madrid 1974)
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