domingo, 28 de marzo de 2021

Marx y Santa Teresa (II)

Por el R. P. Columbiano Gutiérrez de la Berdura

Teresa de Ávila

Nace Santa Teresa de Ávila en 1515. El sol resplandesciente y limpio de Castilla ilumina sus ojos, hasta que éstos se cierran en 1582. Nacida y crecida en un hogar cristiano de amor, llena de vitalidad, de entusiasmo y de alegría, marcha por los caminos que ella misma elige, siempre entusiasta, triunfante y arrolladora.

Problema existencial humano y soluciones filosóficas

Aunque el tono vivencial y psicológico de Santa Teresa –serena y limpia, siempre triunfadora y feliz- sea muy diferente del de Marx –vicioso y desordenado, entre fracasos y amarguras- ambos, desde jóvenes, coinciden en el problema existencial que se presenta, más o menos agudamente, según la inteligencia y sensibilidad de cada uno, a todo hombre que viene a este mundo.
Nos encontramos en la vida de repente, sin saber de dónde venimos ni a donde vamos.
Es posible que la mayoría no sienta el problema con la fuerza e instancia que lo vivieron tanto Marx como Teresa de Ahumada. Y aquí encontramos ya la primera coincidencia entre estas dos personas, que estamos analizando.
El problema tiene dos fases o vertientes: la primera es el propio yo, y la otra son los demás; diremos mejor: es la relación conmigo mismo y la relación con los otros, con el “yo” y con el “no-yo”, para hablar en términos filosóficos. Permitidme recordar otra vez a Hegel, aunque nos repitamos, que en él nos encontramos con Marx y nos encontramos también con Santa Teresa.
La conciencia del “yo”, de mi existencia, suscita el instinto de la supervivencia eterna. Yo no puedo admitir mi muerte y la vuelta a la nada. He de buscar a alguien, un ser que me garantice mi eternidad: es Dios, el Absoluto, el Eterno.
Puede ser el Dios de los judíos y cristianos, el Dios de los paganos, o puede ser el Dios de la filosofía, concretamente el Dios de Kant.
Pero Dios será siempre “el otro”, el “no-yo”. Y si para supervivir me integro en Él, no habré conseguido mi intento; para ser “el otro”, habré dejado de ser “yo”.
Esto tiene una palabra que se ha hecho famosísima en el lenguaje moderno, aun vulgar, y que la usamos venga o no venga a cuento. La palabra es: ALIENACIÓN. Quien pretende ser lo que no es, se deshace a sí mismo, se aliena; tanto si la alienación es solamente ideológica o es real.
Hegel ha encontrado una solución genial. Nada del Dios de los judíos o cristianos cuya adoración nos aliena, ni tampoco el Dios de Kant. Dios es el Espíritu Universal que subyace a todo lo existente, y yo no soy más que una manifestación del Espíritu. La materia que perece y desaparece en el individuo no afecta a la eternidad del Espíritu. El Espíritu permanece eternamente en las Instituciones: la Sociedad, el Estado, la Nación, el Ejército, la Universidad, etc., son diferentes vivencias del Espíritu. Fusionándome yo en algunas de ellas o en varias, vivo en mí mismo permanentemente, aunque mi cuerpo –la materia- desaparezca.
De aquí nació el Estado totalitario –nazi, fascista, comunista, etc.-, el concepto de Sociedad como valor absoluto: el individuo, la persona, como ser transitorio y mortal, es para la Sociedad, no la sociedad para la persona; más todavía: la persona no se desarrolla sino en cuanto se integra en la Sociedad. Y siguen las consecuencias que no es necesario enumerar.
Marx, que aceptó esta ideología, la abandonó más tarde, como dijimos, bajo el influjo de Feuerbach. Perderse en la Sociedad o en el Espíritu de la Sociedad, es una alienación, más desastrosa todavía que la de Kant, con un Dios que es “el otro”.
Rechazado el Dios de los judíos o de los cristianos, porque es ateo; negado el Dios de Kant por alienante; no admitido el Espíritu de Hegel por lo mismo, Marx se ha encerrado en un callejón sin salida, se ha convertido a sí mismo en un repugnante animal que come, bebe y muere. “Epicuri de grege porcus”, dirían los antiguos.
Pero también Marx es genial, y encontrará la solución: un Dios que no sea alienante: él mismo será Dios. Como él en sí mismo es mortal, creará una Sociedad inmortal, que no será la Sociedad de Hegel, sino la Sociedad socialista, justa, libre, progresiva, donde se integrarán todos los hombres en hermandad universal. Integrándose en ella no se alienará, no saldrá de sí mismo, porque es creación suya. Y lo mismo les ocurrirá a todos los demás, pues cada uno es creador de su sociedad socialista.
La verdad es que ni Marx consiguió ser Dios ni son eternas ninguna de sus creaciones. Huyendo de la alienación cayó en la ilusión, tomando por realidad el más ridículo de los sueños.

Solución teresiana

Santa Teresa rechaza por de pronto el Dios de los filósofos, que ya se conocía mucho antes de que Kant existiera; y prescinde del Dios de los judíos. Para ella Dios es Cristo Jesús, el hijo de la Virgen María, quien le habla del Padre y del Espíritu. Cree en Jesús, Dios-Hombre, le adora, le ama y confía vivir en Él eternamente, salvándose así de la muerte.
Pero se le presenta, como a Marx y a los maestros de Marx, mucho antes de que ellos nacieran, el problema de la ALIENACIÓN. Jesús-Dios es “el otro”. Si ella va hacia Él, se integra en Él. Teresa desaparece y la salvación que busca quedará frustrada.
La solución no podemos decir que la haya encontrado Santa Teresa; la solución es del Evangelio. El mérito de Teresa está en que la aplicó y vivió con sorprendente intensidad.
San Juan de la Cruz, compañero siempre de Santa Teresa en sus experiencias místicas, presenta el Evangelio como la búsqueda de Dios, de un Dios que está escondido. A impulsos del amor, el cristiano sale de sí mismo y, vagando por montes y riberas, pasando fuertes y fronteras, pregunta por Dios…

Conclusión

Una constante de la historia humana es el “idealismo”. Fascinado por el poder de su inteligencia, el hombre crea mitos, fantasmas, espíritus y dioses, a los que echa a volar fuera de sí, y luego corre, salta, vuela, sale de sí en pos de sus propias creaciones. Cuando las ha alcanzado, se abraza a ellas, hasta que descubre desilusionado que no ha salido de sí mismo, y es a sí mismo a quien, como un sempiterno Narciso, abraza para morir en la esterilidad.
Marx renuncia a todo idealismo; pero al no querer salir fuera de la materia, no tuvo más remedio, para librarse de la podredumbre y de la muerte, que constituirse Dios a sí mismo. Y al no sentirse convencido ni satisfecho consigo mismo, crea una sociedad conforme a sus propias ideas, una sociedad de justicia, de libertad, de igualdad, cayendo así en la alienación del idealismo, el escollo que con todas sus fuerzas y con toda su rabia quiso evitar. Rechazó todo idealismo para adherirse a la materia: no existe más que materia. Y acto seguido convirtió a la materia en idea. Su materialismo le hizo la burla más despiadada convirtiéndolo todas sus obras en mitos y fantasmas.

(Extractos de “Marx y Santa Teresa”-Revista de la Universidad Católica de La Plata-Año I-Nº 3-Enero/Marzo 1980-La Plata-Provincia de Buenos Aires)

Comentario: En la actualidad se acepta que todo lo existente está constituido por una substancia única, llamada materia, energía o como se la prefiera denominar. De ahí que las críticas al marxismo deben orientarse hacia el odio promovido y la mentira profesada, tanto como a los resultados que el socialismo produce.
Lo importante, desde el punto de vista individual, implica adoptar la mejor actitud, tanto emocional como cognitiva, ya que ello resulta accesible a nuestras decisiones. Si existe, o no, una vida posterior, no depende de cada uno de nosotros esa existencia.
El autor del escrito no exagera cuando dice que “Marx se convierte a sí mismo en Dios”. Si se tiene en cuenta que en la URSS surge el “homo sovieticus”, que transmitiría por herencia sus atributos socialistas adquiridos (posibilidad incompatible con la genética), con el tiempo tal especie reemplazaría al hombre derivado de la evolución biológica y cultural que busca adaptarse al orden natural. De esa manera, se lo hizo competir a Marx con el orden natural (o Dios creador) y, por lo tanto, se hizo evidente que Marx jugó a ser Dios. El colmo del ateo implica querer ubicarse en el lugar del Dios en el que no cree.

P. Zigrino

viernes, 26 de marzo de 2021

Marx y Santa Teresa (I)

Los problemas humanos, asociados al comportamiento individual y social, son por lo general bastante complejos, por lo que pocos son los que se conforman con el conocimiento adquirido hasta cierta etapa de su vida. De la misma manera en que el científico vuelve sobre sus pasos para fortalecer sus conocimientos, el científico social busca una comprensión adicional leyendo textos de autores que, a veces, pueden ser poco afines a su postura filosófica o religiosa.

En este caso se transcribe una interesante conferencia dictada por un sacerdote, que puede aclarar aspectos importantes asociados a las motivaciones que orientan a las diversas personas en el tránsito por la vida.

MARX Y SANTA TERESA

Por el R. P. Columbiano Gutiérrez de la Berdura

Significado de un título

Pido perdón por hablar de Marx a jóvenes pletóricos de vida y alegría que buscan marchar por caminos de luz, de belleza y de amor, hacia horizontes infinitos de felicidad. Porque Marx y su sistema es una de las cosas más tristes que existen sobre la tierra, propio más bien para viejos y desengañados. Nadie destruye al mundo si no tiene destruido su propio ser.
Cuando leo a Marx siento que el espíritu se me deprime, como si se desintegrara en el vacío; rápidamente acudo a Santa Teresa, a cualquiera de sus escritos, y al momento me vuelve la luz y la vida. Como Dante subía del infierno “a vedere il sole e l’altre stelle”.
Quizás por esto, el título un tanto extraño y chocante de mi disertación pueda tener un significado de fondo un tanto visceral. Juntar a Marx con Santa Teresa casi sonará a blasfemia. Pero también en el contraste de dos contrarios se perciben mejor las cualidades de cada uno. Resalta más el brillo de los contrarios estando juntos. Lo decían ya los antiguos: opposita iuxta se posita, magis elucescunt.
Sin embargo, yo pretendo buscar las coincidencias y afinidades entre estos dos personajes, famosos los dos por su actividad y sus escritos, y que han dejado profundamente marcadas sus huellas en la historia. Afinidades sorprendentes y también antagonismos irreductibles.
A primera vista parecen dos polos opuestos. Marx es materialista, práctico y ateo. Teresa idealista, religiosa y alejada de la vida terrena, como si viviera en un mundo distante. Pero veremos cómo Santa Teresa es materialista, humana y escandalosamente realista. Mientras Marx es idealista, religioso y que se pierde en alienaciones fantasiosas y enfermizas.

Delimitación del tema

Quiero delimitar más el tema de mi exposición. Ni Santa Teresa ni Marx aparecen como árboles de especie desconocida que brotaran y crecieran en un campo solitario por generación espontánea.
Marx es una síntesis, más o menos exacta, de la llamada “Filosofía alemana” (Kant, Hegel, Feuerbach…) con elementos de la Revolución Francesa, amasado todo con doctrina cristiana, incompleta y deformada.
Santa Teresa es un exponente, quizá el más sublime que se conoce, en su vida y en sus escritos del Evangelio de Jesús.
Platón creó el mito del “Demiurgo”, una especie de divinidad que organiza y reconstruye el mundo, transformando y perfeccionando lo que Dios creara confuso y desordenado.
La característica sobresaliente de Marx es la de un “Demiurgo” que escribe y lucha para transformar el mundo, quedando así él mismo transformado y perfeccionado. Dice una de sus tesis: “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversas maneras; lo que importa es transformarlo”.
Santa Teresa tituló uno de sus libros más significativos: “Camino de perfección”. Y el afán de toda su vida fue transformarse perfeccionándose. A Marx le interesa perfeccionar el mundo y de ese modo se perfecciona él mismo. A Santa Teresa perfeccionarse ella misma y así comenzará a perfeccionar el mundo.

Figura de Marx

Lo que después y en la actualidad se llama “marxismo” desborda ampliamente la persona y la figura de Marx. Si Marx volviera a la vida no reconocería la mayoría de las teorías y sistemas que se apropian su inspiración o su nombre. Sin embargo, fue Marx, sin discusión, quien encendió la mecha del explosivo que ha explotado en revoluciones sociales, económicas y hasta religiosas que convulsionaron y siguen convulsionando al mundo entero.
Nació Karl Marx en una ciudad de Tréveris, de la Renania alemana, en 1818 y murió en 1883.
Ya desde joven aparece inteligente, inquieto, ambicioso y revolucionario. Es juerguista y entregado al vicio: orgulloso, inadaptado, hambriento de dinero, de fama y de poder. Aspira a la grandeza y se avergüenza de sus mismos hermanos porque no se presentan con el alto rango social al que él aspira. Exige imperiosamente a su padre más dinero del que su padre puede darle. Sueña con grandeza y buscando honores y poder escribe poesías que no tienen aceptación; funda publicaciones que fracasan; crea instituciones revolucionarias que no prosperan. Se siente perseguido, fracasado y sin dinero.
Esta experiencia de insatisfacción y fracaso le lanza a la acción revolucionaria para construir un mundo mejor donde él sea rey y señor, dominador de todo, con mucho dinero y placeres sin límites. Es el dinero, el placer, el poder y la fama lo que perseguirá durante toda su vida, aspiraciones que no conseguirá nunca.

Los escritos de Marx

Pocos son los que han leído a Marx; menos los que lo han estudiado; y todavía menos los que lo han entendido. Quizás ni él se entendió a sí mismo. Sus escritos componen un conjunto de teorías, elucubraciones filosóficas, sociales, políticas y económicas; a todo lo cual convierte, sin pretenderlo, en un sistema mental y religioso. Sistema y religión que después se llamó “Marxismo”.
Su filosofía –oscura, contradictoria, plagiaria-, queriendo ser realista y materialista, se convierte en un idealismo sin comprobación alguna.
Su economía, donde quisieron aplicarla, ha constituido un fracaso; queriendo repartir los bienes con igualdad y justicia, no ha repartido más que empobrecimiento, miseria e inmoralidad.
Su política y sociología que se presenta como democrática y liberadora, ha implantado en los países que la imponen, la tiranía y esclavitud más denigrante que se conoce en toda la historia. Parodiando al famoso político inglés Churchill, podemos decir: el marxismo no ofrece más que “fango, dolor y sangre”.

Difusión del marxismo

¿A qué se debe el éxito del marxismo? Difícilmente encontraremos en cualquier época otra ideología que se haya propagado con tanta amplitud y rapidez. Se la ha comparado en este sentido, y con razón, al mahometismo, impuesto con fervor fanático, y con las armas, a media cristiandad de siglos pasados.
La ideología marxista y sus esquemas y postulados han infectado, como la peste –una pandemia-, la mente y el corazón de millones de hombres educados en el cristianismo. Es interesante notar que no enraíza en las sociedades no cristianas, y raramente en la mujer.
Encontráis expresiones y prácticas marxistas en el economista que hace profesión de liberal; en el político que se dice conservador y demócrata; en el escritor y científico y publicista que es conocido por su independencia de criterio, y, a lo que parece, por su originalidad y antidogmatismo; hasta en el teólogo y sacerdote catequista cuando enseña la más pura doctrina evangélica, no se da cuenta que a veces su lenguaje, y por el lenguaje sus ideas son marxistas. Y, para terminar, está el joven burgués, con tres coches, dos pisos, una estancia, una renta de millones y la espera de cierta herencia paterna de más millones, que gasta y derrocha sin limitación, que paga sueldos de miseria a sus servidores, y no ayuda ni con cinco centavos al vecino que vive en la miseria…y este joven millonario hace alarde de sus convicciones marxistas.

La ideología ambiental

La ideología de Marx es, ya lo dijimos, repetición de la oscura, abstrusa filosofía de Kant, de Hegel, de Feuerbach (cito sólo los principales, los “tres grandes” de la filosofía moderna), cuyas teorías han ido modelando, poco a poco, desde hace tres siglos, la mentalidad ambiental del mundo. ¿Quién no tiene actualmente, en algún rincón de su cerebro, incrustadas las Categorías de Kant, la Lógica de Hegel y el Materialismo de Feuerbach?
Marx tuvo el mérito –si queremos llamarlo mérito- de haber hecho asequibles, deformándolas desde luego, al vulgo y a los pseudointelectuales, aquellas tesis filosóficas que solamente unos pocos creían entender. Marx supo traducirlas al lenguaje popular y presentarlas con matiz práctico, imponiéndolas con espíritu revolucionario. Transformó en normas de vida las más elevadas abstracciones mentales.
Necesitaba el impulso revolucionario y para ello le bastó acudir a las más bajas y universales pasiones humanas: envidia, ambición de poder, de fama y de riquezas; odio, violencia, hambre de placer sensual, soberbia de la mente.

Fundamentos antropológicos

Freud nos explicaría, caso por caso, las motivaciones profundas del marxismo en cada uno de los millones que siguen dicha ideología o sistema. Freud no gusta a muchos, y no precisamente porque gran parte de sus teorías no tienen base científica ni son originales; sino por los métodos que, rompiendo la barrera del subconsciente, donde encerramos instintos, tendencias, frustraciones, represiones, complejos y otros demonios íntimos, descubre la causa y el origen, frecuentemente vergonzosos, de nuestra conducta que solemos cubrir con vestidos y colores deslumbrantes.
Dejemos al famoso y discutido médico vienés y su psicoanálisis, para recordar dos relatos más amenos y significativos que encontramos en la Sagrada Escritura. Podemos entender estos relatos como históricos, y también como mitos, parábolas o imágenes literarias que explican e ilustran con más precisión que un tratado de psicología moderna el origen de las grandes corrientes del pensamiento y de la conductade los hombres.
Adán, padre de la humanidad, tuvo dos hijos: Caín y Abel. Caín labraba la tierra, que era toda suya. Abel pastoreaba animales domésticos por los campos que Caín no había ocupado por no ser aptos para la labranza. Sucedió que Abel se enriqueció multiplicando sus rebaños, mientras Caín no consiguió que la tierra produjera todo cuanto él ambicionaba. Envidioso Caín de su hermano lo mató, y seguramente se apoderaría de sus ganados.
Caín, arrepentido del crimen, quiso morir; pero Dios prohibió que mataran a Caín. Por eso, Caín es eterno, vivirá en la tierra mientras la humanidad exista.
Después nació Set, que seguía la línea de conducta de Abel. Para entonces los cainitas se habían multiplicado, construyeron ciudades y caminos y se extendieron por toda la tierra. No desaparecerán nunca porque Dios prohibió su extinción.
El segundo relato refiere un acontecimiento que tuvo lugar no en la tierra sino en los cielos, entre las Legiones de los Ángeles.
Muchos ángeles, capitaneados por uno de ellos llamado Luzbel, se sublevaron contra Dios, pretendiendo destronarle para constituirse en Dioses. Otros, dirigidos por Miguel, resisten a los revolucionarios. Se entabla una batalla de dimensiones cósmicas, en la que destruyen estrellas y planetas. Vencieron los partidarios de Dios, y los rebeldes, los que pretendían ser Dioses, fueron arrojados a la tierra estrepitosamente. Como son inmortales, por ser Ángeles, aquí los tendremos con nosotros mientras el mundo exista.
En estos dos relatos encontramos la explicación del marxismo. Juntemos a Caín envidioso y ambicioso de la prosperidad de su hermano, con Luzbel, que es soberbio y quiere destruir a Dios para proclamarse Dios él mismo, y habremos comprendido el porqué del marxismo, su naturaleza y su fuerza persuasiva y difusiva.

Los tipos de marxista más frecuentes

Permitidme traer aquí varios ejemplos de marxistas que he conocido:

- Uno buscaba dinero, poder y fama y fracasó en sus intentos.
- El estudiante que ni estudia ni aprende y quiere aprobar; o que aprobó y no consigue el empleo que corresponde a sus esfuerzos.
- Ambicionaba un puesto en la sociedad –profesor, catedrático, ministro, Jefe de Estado- y no pudo conseguirlo según las estructuras y las leyes vigentes.
- Fracasó totalmente en su matrimonio que con tanta ilusión contrajo, y ahora busca la separación o el divorcio.
- Ya desde niño no ha encontrado, ni en el hogar ni en ninguna otra parte, comprensión, cariño y amor.
- Es un escritor, un artista, un profesional que no consigue más que fracasos.
- Quiso ocupar un puesto que le pertenecía en la Sociedad, pero lo encontró ya ocupado.
- Era un sacerdote que pretendía ser Obispo, o Papa, o…¡que se yo! y al que pesaba además el celibato.
- Y una monjita que tenía problemas con la obediencia y con la convivencia.
- Por fin, se aprovecha ganando mucho dinero propagando el marxismo, aunque no lo entienda.

En cuanto hurgáis un poquito en la psicología de todos ellos, encontraréis las huellas inconfundibles de Caín y Luzbel: ambiciones, fracasos, envidias, odios y soberbia. Y como consecuencia el desahogo de la violencia destructiva.
Por ello el marxismo es tan viejo como el mundo y subsistirá mientras haya hombres sobre la tierra. Pasará Marx que durante una época dio nombre a un fenómeno social o conducta humana anterior a él. (De hecho, ya está pasando; en los últimos años, ahora mismo, los que ayer se llamaban marxistas, tratan de despersonalizar el sistema, prescindiendo de Marx y de sus dogmas y doctrinas, y le llaman socialismo, comunismo y de otras maneras).
No obstante, Caín y Luzbel permanecerán siempre en el corazón de numerosos hijos de Adán. Para hacerse visibles, necesitan solamente que alguien, al estilo de Marx, infunda espíritu de ideología a los instintos del subconsciente.

Marxismo y cristianismo

A pesar de su importancia, y de cuanto hemos dicho, los inconfesables instintos humanos no bastan para explicar totalmente el fenómeno social que llamamos marxismo. Aquellos ingredientes o causantes han de completarse con otro elemento esencial en nuestro caso: el cristianismo. Ya observé, y es importante notarlo, que el marxismo solamente encuentra aceptación dentro de la cultura cristiana. ¿Será el marxismo complemento, sustituto o superación del cristianismo? Todas estas cosas se han afirmado.
Recuerdo a un eminente catedrático judío que, haciéndose eco de aquellas palabras de Jesús: “la salvación viene de los judíos” (Juan 4,22), comentaba, haciendo de salvación sinónimo de civilización:

“El primer civilizador fue Moisés, judío, con su famosísimo Decálogo, resumen de sus enseñanzas. Por debajo del Decálogo, la barbarie”.
“Siglos más tarde aparece otro judío, Jesús de Nazareth, muy superior a Moisés, y extiende a toda la humanidad las normas de Moisés, que forman la esencia cultural y la organización del pueblo israelita”.
“Pasan 18 siglos y nace Marx, también judío, más grande que Moisés y que Cristo; los principios ideológicos y normas prácticas que habían creado y divulgado los anteriores, Marx los materializa en un sistema social, político y económico que elevará en muchos grados el estado de la civilización. Habrá que esperar ahora no sabemos si milenios de años o de siglos para que un nuevo judío, superior a los anteriores, impulse la humanidad a metas más altas de felicidad”.

Por de pronto esta síntesis que he escuchado después otras veces, como si se tratara de un disco grabado en ciertos ambientes, no solamente peca de simplista, sino que revela la más grave confusión de ideas y de los hechos históricos, y un desconocimiento total de Moisés, de Marx y de Cristo.
Hace 1980 años apareció en la tierra un hombre llamado Jesús, a quien sus amigos también llamaron Cristo, que significa “el elegido de Dios”. Él mismo se proclamó Hijo de Dios, Dios hecho hombre. Se constituyó así hermano de todos los hombres, a los que de esta manera convirtió en Hijos de Dios, en Dioses.
Si los hombres son hijos de Dios, todos serán hermanos entre sí –hermandad universal- Y, por lo tanto, iguales, con los mismos derechos, y libres con libertad divina. En cuanto hermanos, se amarán y ayudarán unos a otros, sin engaños ni mentiras, sin opresión ni explotación. Iluminados, dirigidos, llevados de la mano por el mismo Dios, su Padre, irán por caminos de justicia, de comprensión, de tolerancia, de libertad y de amor; sin luchas, sin guerras, sin envidias, hacia metas cada vez más elevadas de felicidad y desarrollo.

La dialéctica de Marx

Marx siguió al principio las ideas de Hegel, que elimina a un Dios diferente del hombre y de la naturaleza y crea un Espíritu Universal y eterno en el cual se integra el hombre; el cuerpo, la materia no es sino la manifestación del Espíritu. Hay que evitar la alienación del hombre buscando a un Dios que está fuera, que es “el otro”. El individuo que es limitado y mortal se hará infinito y eterno si es Espíritu.
Es el momento en que Marx, aburrido de sus estudios de Derecho –el Derecho es algo concreto, determinado, positivo-, se lanza en alas de su temperamento por las alturas de la poesía, del romanticismo y de la filosofía. El Espíritu que Hegel creara le fascina. Ese Espíritu lo encuentra en la Sociedad, en el Estado, y en él está la inmortalidad. Marx se siente satisfecho con la síntesis ideológica que acaba de descubrir.
Pero ahí se relaciona con Feuerbach, quien le convence que no existe el Espíritu de Hegel, manifestado en la naturaleza, en el individuo y en la materia. Todo es materia; no existe más que la materia.
Marx se adhiere a esta filosofía con todas sus fuerzas: todo es materia.
Feuerbach es consecuente con sus ideas: es un burgués adinerado, y convierte sus ideas en su estilo de vida: “comamos y bebamos, que mañana moriremos”.
Marx podrá darse el lujo de morir; no de comer y beber a satisfacción. Anda necesitado, y además de hambre de placeres, tiene ansias irresistibles de fama y poder. Otra vez, quizás sin darse cuenta, vuelve a Hegel; pero en vez del Espíritu Universal crea la Sociedad inmortal y eterna.
Se da cuenta –Marx no es tonto- de que él morirá, y en ese punto decide encarnarse en la Sociedad creada por él y que él mismo gobernará.
Habrá que establecer las estructuras de esta Sociedad, y aquí aparece la inconsecuencia, la humillante inconsecuencia de Marx.
Marx, materialista hasta la repugnancia, forma a su sociedad con componentes de alta espiritualidad: la justicia, la libertad, la igualdad, la democracia, la hermandad universal. Y para el establecimiento y desarrollo de esta Sociedad exige el idealismo y fanatismo religiosos: la violencia, la revolución, la lucha hasta la destrucción y muerte del enemigo. Como un nuevo Mahoma. Como los fautores de todas las religiones, con excepción de Cristo que elige morir Él para que se salven sus asesinos.
Y precisamente en esta inconsecuencia de Marx está la clave de su éxito. Ha construido un sistema materialista interpretando con idealismo filosófico los elementos que ha robado al cristianismo. Justicia, libertad, igualdad, hermandad universal… son, todas ellas, palabras evangélicas que encuentran resonancia en el corazón de millones de cristianos; las que, después de veinte siglos de cultura cristiana, han penetrado con su sustancia hasta el subconsciente del hombre civilizado, cuando ya civilización es lo mismo que Evangelio. Muchos creyentes pensaron que Marx repetía las enseñanzas de Cristo.
¿Se concluye de lo antedicho que el marxismo es cristiano, como algunos han dicho; o que puede cristianizarse, como otros con sospechoso interés pretenden? Nada más absurdo. El marxismo, con su dialéctica achatada y grosera, no solamente rechaza la existencia de un Dios trascendente, sino que hace imposible toda dimensión ultraterrena del hombre.
El famoso poeta clásico latino, Horacio, en su “Epistola ad Pissones” –Humano capiti cervicem pictor equinam- nos cuenta de un pintor que quiso dibujar la figura más hermosa que nadie imaginara. Le puso cara de mujer bellísima; cuello de caballo; cuerpo de batracio; la llenó de plumas por todas partes, y la completó con una cola de horroroso dragón. El poeta nos invita después a reírnos un rato ante el ridículo esperpento.
Así podríamos calificar al marxismo, pese a los ingredientes evangélicos que presenta, y precisamente por eso: un monstruo horroroso y ridículo.
¿Qué ese monstruo consigue atraer adoradores? Mejor que asombrarse del monstruo, nos asombraremos de la calidad de tales adoradores.

(Extractos de “Marx y Santa Teresa”-Revista de la Universidad Católica de La Plata-Año I-Nº 3-Enero/Marzo 1980-La Plata-Provincia de Buenos Aires)

domingo, 21 de marzo de 2021

Yo inventé lo de los treinta mil desaparecidos en Argentina

El mercado no distribuye; sino que permite intercambios

La palabra "distribución", en economía, nos conduce a una imagen en la cual alguien, desde el Estado, le quita parte de la producción a un empresario y se la brinda a alguien que no trabaja, quedando por el camino algo para el distribuidor de bienes ajenos. En oposición a este proceso se tiene el intercambio entre dos individuos, consistente en bienes o servicios a cambio de dinero o de trabajo productivo. De ahí que la palabra "intercambio" se adapte mejor a la realidad de los mercados, si bien existe, por supuesto, una distribución de riqueza pero a través de dicho intercambio previo.

El liberalismo presupone que todo individuo es igualmente apto para la producción de bienes y servicios, proponiendo la economía de mercado para que pueda desarrollar su potencialidad productiva. Sin embargo, como en toda actividad humana, ya sea laboral, cultural, deportiva, artística, científica, o lo que sea, se advierte que aquella supuesta igualdad no se ajusta a la realidad apareciendo en cada actividad personas aptas, menos aptas, negligentes, hasta llegar a las ineptas. Estas aptitudes se refieren a una actividad determinada, pudiendo cambiar la calificación para otras tareas o actividades.

Algo menos optimista es la postura socialdemócrata, ya que presupone cierta desigualdad potencial para las actividades económicas y propone una redistribución, vía Estado, desde los más aptos o los menos aptos, y hasta los dominados por la vagancia extrema, para compensar las desigualdades que inevitablemente surgirán. El parásito social es una consecuencia promovida por esta tendencia, abarcando un porcentaje importante de la población. Cuando se habla de marginación social, debemos pensar en el parásito social creado por las ideas y decisiones de tipo socialista.

Mientras el liberalismo se parece un tanto al padre exigente que trata por todos los medios que sus hijos aprendan a ganarse la vida por sus propios medios, el socialdemócrata se parece un tanto a la madre sobre-protectora que cree que su actitud beneficiará a sus hijos, impidiendo que adquieran las habilidades y la fortaleza necesarias para abrirse camino en la ardua lucha por la vida.

Finalmente, el socialista presupone que los aptos para la producción son en realidad personas perversas y explotadoras de los más débiles, sosteniendo que sólo él, como dirigente socialista, está capacitado para dirigir la economía de la sociedad decidiendo qué y cómo producir y en qué cantidad. Mientras la madre sobre-protectora tiende a anular las aptitudes de supervivencia de sus hijos, el socialista las elimina casi definitivamente, advirtiéndose tal situación en todo socialismo real.

Para lograr sus objetivos orientados hacia el poder total y absoluto, sobre toda la población, el socialista realiza una previa campaña ideológica tergiversando tanto las ideas como los principios liberales, incluso tergiversando los resultados logrados en el pasado tanto por el socialismo como por el liberalismo. Carlos García Martínez escribió: “El fracaso de la economía colectivista ha sido inmensamente analizado por una masa enorme de publicistas y escritores, y toda esta bibliografía puede ser resumida diciendo que lo que ha fracasado en última instancia es la creencia de que sin incentivo personal, sin propiedad privada, sin posibilidad de estructurar un patrimonio familiar y transmitirlo a los descendientes, era posible estructurar un orden económico basado puramente en el altruismo y que fuese al mismo tiempo capaz de mostrar una elevadísima y creciente productividad y capacidad creadora”.

“La economía de mercado, teóricamente fundada en premisas menos utópicas que las economías estatales, ha resultado en la práctica de una potencialidad productiva inmensamente superior a cualquier sistema dominado abrumadoramente por la burocracia gubernamental”.

“El instinto de ganancia, propiedad y herencia, precisamente por su carácter de fuerza elemental de la naturaleza, ha demostrado una fuerza formidable e inagotable, como todo instinto natural, en el proceso de la creación y la distribución de riqueza económica; y en la dinámica de su misma existencia ha permitido la estructuración de sistemas productivos extraordinariamente complejos, dotados de una inmensa racionalidad como exigencia permanente para el éxito competitivo” (De “El despertar de la conciencia competitiva”-Grupo Editor Latinoamericano SRL-Buenos Aires 1997).

A pesar de los evidentes fracasos y de las catástrofes sociales provocadas por el socialismo, especialmente en la URSS de Lenin y Stalin, y en la China de Mao-Tse-Tung, se sigue predicando en contra de la economía capitalista, o economía de mercado. Desde la Iglesia Católica, una de las detractoras de la economía de mercado, se combate tanto el lucro, la libertad de intercambios (previo a la distribución económica) y a la propiedad privada como principio absoluto. Justo Laguna escribió: “Al analizar los rasgos que definen el capitalismo liberal el Papa Pablo VI puntualiza tres puntos: primero, el lucro como motor esencial de la economía; segundo, la libre concurrencia como ley suprema y, tercero, la producción como valor absoluto e intocable. En estos tres puntos basa su crítica”.

“El Papa se atreve a decir claramente –y esto molestó a muchos liberales- que el desarrollo de los pueblos ricos no es independiente de la miseria de los pueblos pobres” (De “El Ser social. El Ser moral y el Misterio”-Tiempo de Ideas-Buenos Aires 1993).

En cuanto al lucro, quienes lo critican como un objetivo económico, sugieren que toda acción productiva debe contemplar sólo el beneficio de la sociedad y no de quien la produjo. En lugar de buscar el beneficio simultáneo de ambas partes, en todo intercambio, el altruismo implicaría perjudicarse uno en beneficio de los demás. Interpretan los Evangelios como si Cristo hubiese dicho: “Amarás al prójimo, pero no a ti mismo”. Por el contrario, al decir: “Amarás al prójimo como a ti mismo”, da la idea de igualdad de beneficios. Si bien tal mandamiento se refiere a posturas éticas y emocionales, debido a que la actitud o predisposición individual es similar en todo vínculo social, se ha de trasladar también a los intercambios económicos.

La indicación de Pablo VI de que la riqueza de los países ricos se debe al perjuicio ocasionado a los países pobres, es una insinuación de tipo marxista para justificar la lucha armada, como ocurrió en los años 70, y para, adicionalmente, negar las virtudes de la economía capitalista. La pobre productividad de los países subdesarrollados se debe principalmente a la ausencia de empresarios y de mercados competitivos, tanto como a la existencia de enormes burocracias estatales, por lo que deberíamos tratar de subsanar nuestros defectos antes de culpar a otros países.

Los marxistas critican al capitalismo porque “produce enormes monopolios”. También el liberalismo busca eliminarlos, ya que impiden la formación de mercados competitivos. Pero para ello deberían surgir competidores, algo impensado en poblaciones en que los empresarios son mal vistos y la mayoría de la población aspira a lograr un empleo público. El marxista intenta solucionar el problema de los monopolios creando un monopolio estatal mucho mayor: la economía socialista planificada. Algo absurdo. Por el contrario, la competencia entre empresas apunta a la solución. Tampoco el marxista acepta la competencia, por lo que prefiere el monopolio (consecuencia necesaria de la ausencia de competencia). De ahí que no puede llegarse a ningún acuerdo con el marxista, ya que se trata de una postura incoherente.

Mientras que el nivel de sueldos de todo empleado depende directamente del capital per capita acumulado en una nación, el marxista se opone a toda forma de acumulación. También se opone a toda forma de publicidad comercial, por lo que el consumidor debería perder valioso tiempo recorriendo toda la ciudad en que vive para averiguar dónde puede adquirir algo que necesita. Tanto el marxista como la Iglesia consideran como causantes de la miseria existente, no a los que no producen, sino a los que producen; algo inconcebible.

El racismo, que implica asociar a un individuo las características, reales o imaginarias, asociadas a su grupo étnico, conduce tarde o temprano a alguna forma de discriminación. También el clasismo, promovido por el marxismo, produce efectos similares, ya que asocia a todo individuo las características supuestas de la “clase social” a la que pertenece. De ahí que, si se intercambian las palabras “raza” por “clase social”, todo mensaje nazi se convierte en uno marxista, y viceversa. Es propio de la actitud socialista la normal y permanente discriminación social o de clase, por la cual se aduce que todo empresario o todo burgués es culpable de los males de la sociedad hasta que demuestre lo contrario, siendo actualmente la única forma discriminatoria aceptada por la sociedad.

jueves, 18 de marzo de 2021

Combatiendo la envidia

El peor defecto que puede tener un ser humano es la envidia, ya que implica un autocastigo que se inflinge cotidianamente. Dicha actitud lo lleva a sufrir por el bien ajeno y a calumniar al envidiado en base a falsas acusaciones. Así como la envidia lo lleva a entristecerse por el bien ajeno, también ha de alegrarse por lo malo que le pueda suceder al envidiado, que pasará a ser su enemigo.

El odio es la actitud o predisposición a evitar el bien y a favorecer el mal ajeno. De ahí que la envidia se presentará asociada a la burla y a la mentira, si bien en forma disimulada ante la plena conciencia de que se trata de una debilidad. Sintetizando:

Odio = Envidia + Burla + Mentira

Una breve fábula aclarará este nefasto proceso: “Un día una rana vio en el prado a un buey y, sintiendo envidia por su corpulencia, infló su arrugada piel. Entonces preguntó a sus hijos si era tan grande como el buey, pero le contestaron que no”.
“Estiró de nuevo su piel con mayor esfuerzo y les preguntó quién era el más grande de los dos. Ellos dijeron que el buey”.
“Cuando, indignada, quiso nuevamente hincharse con más fuerza aún, reventó y quedó muerta”.
“El débil perece cuando quiere imitar al poderoso”.
(De “La matemática de la virtud” de Claudia Noseda-Editorial del Nuevo Extremo SA-Buenos Aires 2007).

En este proceso se advierte que el envidiado no interviene voluntariamente y es posible que ni siquiera se entere de esa situación. Se observa, además, que existe una dependencia autoimpuesta por el propio envidioso respecto del envidiado. Jorge Luis Borges escribió: “Odiando, uno depende de la persona odiada. Es un poco esclavo de la otra. Es su sirviente”.

El envidioso es altamente competitivo, pero, como tiende a perder siempre, se opone a la competencia que existe en los distintos ámbitos de la sociedad, como es el caso de la economía. Friedrich Nietzsche escribió: “No se odia mientras se menosprecia. No se odia más que al igual o al superior” (De “Citas y frases célebres” de Samir M. Laâbi-Editorial El Ateneo-Buenos Aires 2000).

Existen diversas propuestas para combatir el odio, que es la principal causa de la violencia existente en el mundo. Las principales son:

1- Cambiar la envidia por la emulación: en lugar de darse por vencido ante la superioridad del envidiado, debe intentarse igualarlo y superarlo.
2- Eliminar las desigualdades económicas: la base y fuerza del mensaje socialista radica en que, al menos teóricamente, promueve la igualdad económica para proteger al envidioso de su nefasta actitud.
3- Cambiar la escala de valores: con una adecuada elección de la escala de valores individual, es posible revertir esta penosa situación.

La primera alternativa no resulta fácil de adoptar sin una previa intención de establecer un cambio de actitud, que se establecerá junto al cambio en la escala de valores adoptada. En el segundo caso, se cae en el absurdo de intentar adaptar la sociedad a quienes manifiestan el peor de los defectos. Por el contrario, la sociedad debe adaptarse a los que menos defectos tienen, que en realidad son los mejor adaptados a la ley natural.

La tercera alternativa ha de ser la única efectiva, si bien no resulta fácil su adopción, ya que implica cambiar una escala de valores asociada a la búsqueda del bienestar y los placeres del cuerpo, por una escala de valores asociada a la búsqueda de la felicidad. Esta última implica priorizar lo emocional y lo intelectual por encima de lo material y lo superficial.

En las sociedades en crisis, los más envidiados son los que poseen mayor nivel económico, ya que se supone, erróneamente, que han de ser los más felices. Sin embargo, como la felicidad depende mayormente de la cantidad de vínculos afectivos, debe tenerse en cuenta que disponemos de millones de seres humanos que pueden, potencialmente, convertirse en nuevos vínculos afectivos. Así, podremos compartir sus penas y sus alegrías alcanzando un aceptable nivel de felicidad, alejando completamente toda posibilidad de envidia, por cuanto los seres humanos tienen mayor valor que lo material y están disponibles en cantidades bastante mayores (no son escasos). Adicionalmente tenemos la posibilidad de establecer vínculos similares con los animalitos domésticos, otra posible fuente de felicidad.

El individuo típico de una sociedad en crisis es el que prioriza las necesidades del cuerpo sobre las necesidades afectivas y sobre las cognitivas, que a veces ni siquiera son "necesidades". Alguien puede aducir que, ante una severa crisis económica, no existe otra alternativa que dedicar todo nuestro tiempo y toda nuestra mente a resolver nuestra situación laboral personal. También debe decirse que tal crisis llegó principalmente por cuanto la sociedad adoptó previamente una predominante escala de valores errónea, y que la única manera de revertir la crisis implica volver a adoptar una escala de valores que exalte lo emocional y lo intelectual, lo que se ha de traducir en una mejora ética generalizada.

En el socialismo real tampoco desaparece la envidia por cuanto no ha habido un cambio esencial en la escala de valores materialista, ya que la ideología marxista-leninista promovió el odio a niveles alarmantes. Vladimir Bukovsky escribió respecto de la sociedad soviética: “En el fondo, jamás he podido entender del todo a los socialistas”. “¿Por qué esta reacción enfermiza ante la desigualdad material? ¿De dónde les viene a los socialistas tanta envidia, tanto espíritu mercantil? La mayor parte de ellos son intelectuales, se supone que viven en un mundo de ideas y no de cosas. Su teoría asombra por su incoherencia: por una parte, no dejan de criticar el consumismo, el materialismo y los intereses creados; por otra, es precisamente este aspecto de la vida el que más los emociona, es precisamente en el consumismo donde pretenden establecer la igualdad. ¿Acaso creen que si se da a todos una ración igual de pan, en el acto se convierten en hermanos? A los hombres los hacen hermanos los sufrimientos y esperanzas compartidos, la ayuda y el respeto mutuos, el reconocimiento de la personalidad del otro. ¿Pueden ser hermanos los que cuentan celosamente los ingresos de los demás, los que no apartan su envidiosa mirada de cada bocado engullido por el vecino? No, yo no quisiera tener por hermano a un socialista”.

“Ésta es la igualdad social que, por algún motivo, siempre se ha de conseguir al precio de destruir lo bueno sin mejorar lo malo. No sé porqué será así. Por lo visto, es más fácil. Destruir no es lo mismo que construir. Si usted tiene una buena casa y la de su vecino es mala, para ser iguales es más fácil destruir la casa de usted que reformar la de su vecino. Si usted tiene más dinero que su prójimo, es más fácil quitárselo a usted que dar más al otro. ¿Dirá que estoy exagerando? En absoluto. Por ejemplo, en Inglaterra hay educación privada que es considerada como buena, y la estatal, que tiene la fama de ser mala. ¿Qué nos proponen los socialistas? Claro, suprimir la buena. Mejor si no es para nadie que sólo para unos cuantos. Esto también es igualdad. Al fin y al cabo, de esta forma se estableció la igualdad en todos los países socialistas, a costa de una penuria total y uniforme” (De “El dolor de la libertad”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1983).

miércoles, 17 de marzo de 2021

Hacia una ética biológica

Por lo general, la ética explícita proviene de la religión. En el caso de las religiones bíblicas, se supone que han sido reveladas por el Creador a algunos de sus enviados, por lo que la Biblia sería una especie de “manual de instrucciones” que todo fabricante responsable entrega a sus clientes. Además, la Iglesia Católica vendría a ser un “concesionario exclusivo” de la revelación, para protegerla de las diversas interpretaciones posibles.

Quienes no aceptan este proceso, tienden a rechazarlo junto a la ética propuesta, por lo que quedan excluidos de su posible utilización. Además, quienes desean aceptar los mandamientos junto al medio ideológico del que forman parte, se encuentran con misterios e incoherencias lógicas que le impiden un razonamiento al respecto, quedando en una situación similar a la de los primeros.

Esta indeseable situación ha promovido en algunos sectores la necesidad de encontrar una ética natural objetiva, basada en aspectos biológicos, que subsane los inconvenientes mencionados. Ante el rechazo que proviene del “concesionario exclusivo”, debe advertirse que estos intentos no llevan la intención de reemplazar la ética bíblica por una ética pagana, sino la de fundamentar adicionalmente la ética asociada a los mandamientos bíblicos. Paul Chauchard escribió: “¿Dónde encontrar las bases de un acuerdo común en materia de bien y de mal, a fin de que todos los hombres cualesquiera que sean sus opiniones políticas, filosóficas o religiosas, puedan entenderse sobra la manera en que hay que utilizar, orientándolo y limitándolo al servicio del hombre, el progreso científico y técnico?”.

“Los creyentes sienten una gran tentación de afirmar que sólo el recurso a una moral religiosa puede salvar a la humanidad. Esta moral que parece imponer límites a la ciencia desde afuera, en nombre de unos valores en los que no creen, no podría obtener el acuerdo de los incrédulos. ¿No deberían más bien los creyentes, que conocen la verdad de los grandes principios morales y su justificación teológica, distinguir mejor los planos a fin de hacer accesible a todos su moral?”.

“Ha llegado el momento de reunir a todas las buenas voluntades para desarrollar una moral humana objetiva propuesta a todo hombre deseoso de ser normal y de trabajar en una sociedad humanizante. S.S. Pío XII, quien denuncia los errores del mundo moderno, ha insistido muchas veces en la necesidad de volver a la moral natural cristiana basada en el conocimiento de la auténtica realidad del hombre apto para la libertad y para el pecado, no ha afirmado menos decididamente la utilidad de un trabajo común de creyentes e incrédulos, si este trabajo mira al bien real de la humanidad”.

“No creer en Dios no nos libra de las leyes morales del ser humano que existen independientemente de su justificación. El hombre es uno y no puede tener diversas morales” (De “Biología y moral”-Ediciones Fax-Madrid 1964).

La esencia de una moral científica, o biológica, radica en la posibilidad de observar las leyes naturales que rigen a los seres humanos, considerando que tales leyes son las leyes establecidas por el Creador, teniendo un carácter tan sagrado, o más, que los Libros Sagrados de las diversas religiones, escritos por hombres inspirados en Dios, pero intermediarios al fin. Por el contrario, la labor del científico experimental implica un estudio real y concreto de las leyes naturales o leyes de Dios.

Puede decirse que una ley natural es el vínculo invariante entre causas y efectos, o entre estímulo y respuesta. De ahí que el fundamento de la ética cristiana implique promover una predisposición a compartir las penas y las alegrías ajenas como propias, lo que se conoce en el ámbito de la psicología social como “empatía emocional”. Es posible, por lo tanto, que la “moral revelada” a los profetas, en realidad haya sido una moral observada en el comportamiento humano aunque interpretada según las creencias generalizadas de las épocas en que surgieron. El carácter sagrado de sus observaciones, basadas en las leyes naturales, no es menor que si fuesen directamente transmitidas por Dios. La simplicidad y accesibilidad de la empatía emocional a la observación directa, hacen prescindible toda revelación directa al respecto.

De la misma manera en que resulta más simple y efectivo el proceso de intercambio económico entre dos individuos, sin la intermediación del Estado, resulta más simple y efectivo el vínculo emocional directo entre dos o más individuos, sin suponer intervenciones de Dios en tales interacciones. La complejidad asociada a las intervenciones cotidianas de Dios en los acontecimientos humanos contrasta con la simplicidad de admitir que el vínculo de Dios con los seres humanos se establece mediante la existencia de las leyes naturales.

Si no se tienen en cuenta dichas leyes, no tiene sentido ni validez todo lo que se diga en materia de religión, incluso en materia de ciencia social. No es admisible que una religión o una rama de las ciencias sociales pretendan tener objetividad si ignoran las leyes naturales que rigen las conductas individuales. Mariano Grondona escribió: “El mundo de las cosas y de los hombres, la «naturaleza», tiene también sus «normas», su «ser», que no puede ser violado. En él reside la «ley natural». La ley natural es el conjunto de normas extraídas de la naturaleza del hombre y de las cosas”.

“Un Estado está, para quienes creen en el derecho natural, encuadrado y limitado por la ley natural. Quienes mandan no pueden violar las leyes profundas de la realidad sin ver afectado su derecho a mandar. Hay ciertos principios, ciertas leyes, que no derivan de ninguna autoridad sino de la naturaleza humana. Violarlas no es facultad de ningún gobernante y respetarlas es la condición del mando” (De “Política y Gobierno”-Editorial Columba-Buenos Aires 1969).

Si bien resulta inobjetable el proceso de contemplar la ley natural y adaptarnos a ella, surge el inconveniente de que tal ley no viene escrita en ninguna parte. Así como el físico va acercándose paulatinamente al conocimiento de las leyes del mundo material, estableciendo una ley natural humana, como descripción de la ley natural propiamente dicha, el científico social debe acercarse de la misma manera. Grondona escribió: “La crítica del derecho natural es una interrogación: ¿Quién fijará la ley que deriva de las cosas? ¿Quién determinará el contenido y el alcance del derecho natural? Si se deja la tarea al Estado, volveremos a la autolimitación: el Estado estará limitado por una ley que es producto de su propia voluntad”.

“Si la determinación del derecho natural corresponde a un ente no estatal –la Iglesia, por ejemplo-, habrá un Estado dentro del Estado. A él estará sometido, en definitiva, el gobierno. Si, por fin, se atribuye la fijación del derecho natural al pueblo, a la gente, habrá tantos derechos como partidos: cada uno fundará sus aspiraciones e intereses en su propia versión de la ley natural”.

La existencia de leyes naturales, en el caso del comportamiento del ser humano, hace presuponer a muchos que careceríamos de libertad y estaríamos encadenados a un riguroso determinismo. Por el contrario, la ausencia de leyes implicaría la existencia de un caos primordial que imposibilitaría la existencia del mundo tal como lo conocemos. La visión pesimista de tales individuos puede asociarse a un tren que está “determinado de por vida” a moverse sobre las vías “quedando a su elección” uno u otro de los sentidos.

Un automóvil tiene mucha más libertad que el tren, ya que, aunque sus movimientos están limitados por leyes físicas y por normas de tránsito, puede moverse por muchos más lugares. Finalmente, es el ser humano quien dispone de una libertad potencial mucho mayor que todos los demás objetos y seres vivientes. La ética natural, por lo tanto, debe contemplar la posibilidad de realización personal que potencialmente puede alcanzar un individuo.

Por lo general, se define la libertad como ausencia de restricciones por parte de otros seres humanos y ello se debe, justamente, a que toda forma de gobierno del hombre sobre el hombre tiende a impedir la realización del desarrollo personal de cada individuo. Todo sistema que implique anular los objetivos de realización personal, como es el caso del socialismo, tiende a ser antinatural y anti-ético, por cuanto se opone a que cada individuo alcance las potencialidades previstas por el proceso evolutivo en vista a la supervivencia del individuo y de la humanidad. Susanne K. Langer escribió: “La oportunidad de llevar adelante nuestra vida natural, impulsiva e inteligente, de concretar proyectos, de expresar ideas mediante la acción o la formulación simbólica, de ver, escuchar e interpretar cosas que encontramos sin temer a la confusión, de acomodar recíprocamente nuestros intereses y nuestras expresiones: ésa es la «independencia» por la que lucha el género humano. Ésta –y no algún derecho específico que la sociedad pueda conceder o denegar- es la «libertad» que acompaña necesariamente a la «vida» y a la «búsqueda de la felicidad»” (De “Nueva clave de la Filosofía”-Editorial Sur SRL-Buenos Aires 1958).

En el mismo sentido, Alfred N. Whitehead escribió: “El concepto de libertad ha sido reducido a la descripción de individuos contemplativos en conflicto con su generación… Ése es un error absoluto. Los inconmovibles hábitos de la naturaleza física, sus férreas leyes, determinan el escenario de los sufrimientos humanos. Nacimiento y muerte, frío y hambre, separación, enfermedad, la impracticabilidad general de los propósitos: todo esto es lo que contribuye a encarcelar los espíritus de mujeres y hombres. Nuestras experiencias no se hallan a la par de nuestras esperanzas… La esencia de la libertad es la posibilidad de realizar los propósitos. El género humano ha padecido, sobre todo, a causa de la frustración de sus propósitos más importantes, inclusive aquellos que pertenecen a la definición misma de su especie” (De “Aventura de las ideas”-Compañía General Fabril Editora SA-Buenos Aires 1961).

domingo, 14 de marzo de 2021

La función política de la mentira moderna

Por Alexander Koyré

Nunca se ha mentido tanto como ahora. Ni se ha mentido de una manera tan descarada, sistemática y constante. Es posible argumentar que eso no es así, que la mentira es tan antigua como el mundo o, por lo menos, que el hombre mendax ab initio; que la mentira política nació con la ciudad misma, como repetidamente lo evidencia la historia; por último, sin remontarse ya a una era pretérita, que, cuando se produjo el lavado de cerebro de la Primera Guerra Mundial, y junto con la mentira propagandística de la época subsiguiente, se alcanzaron unos niveles y se establecieron unas marcas que muy difícilmente serán superados.

Sin duda, todo esto es verdad; o casi. Es cierto que el hombre se define por la palabra, que es la que soporta la posibilidad de la mentira, y que -sin que ello le desagrade a Porfirio- el mentir, mucho más que reír, es lo propio del hombre. Igualmente, es verdad que la mentira política existe desde siempre; que las reglas y la técnica de lo que antaño se llamaba «demagogia», y hoy es llamado «propaganda», han sido sistematizadas y codificadas desde hace miles de años, y que los productos de esas técnicas, la política de los imperios olvidados y abandonados, nos hablan, todavía hoy, desde lo alto de los muros de Karnak y desde las rocas de Ankara.

Es indiscutible que el hombre ha mentido siempre. Se ha engañado a sí mismo y a los demás. Ha mentido por su propio placer -por el placer de ejercer esa facultad tan sorprendente de «decir lo que no es»-, y de crear, por medio de su palabra, un mundo en el que sólo él es responsable y autor.

Ha mentido también para defenderse: la mentira es un arma. El arma favorita del inseguro y del débil, que, al confundir al adversario, se engrandece y se venga, así, de él. Pero no vamos a proceder aquí al análisis fenomenológico de la mentira, ni al estudio del lugar que ocupa en la estructura del ser humano: esto nos llevaría demasiado tiempo. Sólo a la mentira moderna y, más concretamente, a la mentira política moderna, en especial, quisierámos consagrar algunas reflexiones. Ya que, a pesar de las críticas que nos hagan, y de las que nos hacemos a nosotros mismos, estamos convencidos de que en este terreno quo nihil antiquius, la época actual, o más exactamente, los estados totalitarios han innovado poderosamente.

Sin duda, la innovación no es total, y los regímenes totalitarios no han hecho más que llevar al límite ciertas tendencias, ciertas actitudes, ciertas técnicas que existían mucho antes que ellos. Pero no hay nada absolutamente nuevo en el mundo, todo tiene sus fuentes, sus raíces y sus orígenes; y todo fenómeno, todo concepto, toda tendencia, empujados hasta sus extremos, se alteran, se transforman en algo sensiblemente diferente.

Así pues, mantenemos que nunca se ha mentido tanto como se hace hoy en día, y que nunca se ha mentido tan masiva, tan íntegramente como en la actualidad. Nunca se ha mentido tanto..., en efecto, día a día, hora a hora, minuto a minuto, se vierten mentiras en el mundo, a raudales. La palabra, los escritos, el periódico, la radio... todo el progreso técnico se ha puesto al servicio de la mentira. El hombre moderno -refiriéndonos de nuevo al hombre totalitario-, se baña en la mentira, respira la mentira, está sometido a la mentira en todo momento de su vida.

En cuanto a la calidad -nos referimos a la calidad intelectual- de la mentira moderna, ha evolucionado en sentido inverso a su extensión. Es comprensible, por lo demás. La mentira moderna -ahí radica su valor distintivo-, está fabricada en serie y se dirige a la masa. Ahora bien, toda producción de masas, es decir y especialmente, toda producción intelectual destinada a la masa, está obligada a rebajar su rasero. Así como no hay nada más refinado que la técnica de la propaganda política moderna, no hay tampoco nada tan burdo como el contenido de sus aserciones, que manifiestan un desprecio tan absoluto y total por la verdad. E incluso por la propia verosimilitud. Desprecio que no es sino igualado, y lo supone además, por el de las facultades mentales de aquellos a los que se dirige.

Podríamos preguntarnos incluso -de hecho, nos lo preguntamos efectivamente-, si tenemos todavía el derecho de hablar aquí de «mentira». Así, el concepto de «mentira» presupone el de la veracidad, de la cual ella es su opuesto y su negación, lo mismo que el concepto de falsedad presupone el de verdad. Ahora bien, las filosofías oficiales de los regímenes totalitarios proclaman unánimemente que la concepción de la verdad objetiva, una para todos, no tiene ningún sentido; y que el criterio de «Verdad» no remite a su valor universal sino a su conformidad con el espíritu de la raza, de la nación o de la clase, su utilidad racial, nacional o social. Prolongando y llevando hasta el extremo las teorías biologicistas, pragmáticas, activistas de la verdad y consumando lo que muy bien se ha llamado «la traición de los intelectuales», las filosofías oficiales de los totalitarismos niegan el valor propio del pensamiento que, para ellos, no es una ilustración sino un arma; su fin, su función, dicen ellos, no es revelarnos la realidad, es decir, lo que realmente es, sino que nos ayudan a modificarla, a transformarla, guiándonos hacia lo que no es. Por todo ello, como ha sido reconocido durante mucho tiempo, el mito a menudo es preferido a la ciencia, y la retórica que se dirige a las pasiones es preferido a la demostración dirigida a la inteligencia.

También en sus publicaciones (incluso en las que se dicen científicas), en sus discursos y, por supuesto, en su propaganda, los representantes de los estados totalitarios se preocupan muy poco de la verdad objetiva. Más fuertes que Dios todopoderoso, transforman a su antojo el presente, e incluso el pasado. Se podría concluir, y se ha hecho a veces, diciendo que los regímenes totalitarios se sitúan más allá de la verdad y de la mentira.

Creemos, por nuestra parte, que eso no tiene importancia. La distinción entre la verdad y la mentira, lo imaginario y lo real, queda bien justificada en el interior mismo de las concepciones y de las estados totalitarios. Es sólo su lugar y su papel los que en cierta manera están intercambiados: los totalitarismos están fundados sobre la primacía de la mentira.

El lugar de la mentira en la vida humana es muy curioso. Los códigos de moral religiosa, al menos en lo que concierne a las grandes religiones universalistas -sobre todo, las que están instauradas en el monoteísmo bíblico-, condenan la mentira de una manera rigurosa y absoluta. Esto es evidente: su Dios, siendo el de la luz y el de ser, resulta por fuerza el de la verdad. Mentir, esto es, decir lo que no es, deformar la verdad y velar el ser es, por tanto, pecado; e incluso, un pecado muy grave, pecado de orgullo y pecado contra el espíritu, pecado que nos separa de Dios y nos opone a Dios. La palabra de un justo, al igual que la palabra divina, no puede y no debe ser sino verdadera.

Las morales filosóficas, dejando de lado algunos casos de rigor extremo, como los de Kant y Fichte, son en general mucho más indulgentes. Más humanas. Intransigentes en lo que concierne a la forma positiva y activa de la mentira, suggestio falsi, lo son mucho menos en lo que concierne a su forma negativa y pasiva, suppressio veri. Saben que, según el proverbio, «no es conveniente decir siempre la verdad», al menos no se debe decirla siempre ni a todo el mundo.

Mucho más que las morales con base puramente religiosa, las morales filosóficas tienen en cuenta el hecho de que la mentira se expresa por medio de las palabras6 y de que toda palabra se dirige a alguien. No se miente «en el aire». Se miente -cuando se dice o no se dice la verdad- a alguien. Ahora bien, si la verdad es el «alimento del alma», ésta es la de las almas fuertes. Y puede ser peligrosa para los demás. Al menos en estado puro. Incluso puede herirlos. Hay que dosificarla. Diluirla. Revestirla. Además, hay que tener en cuenta las consecuencias del uso que harán a quienes se les diga.

Por tanto, en líneas generales, no existe la obligación moral de decir la verdad a todo el mundo. Y no todo el mundo tiene derecho a exigírnosla.

Las reglas de la moral social, de la moral real que se expresa en las costumbres y que rige, de hecho, nuestras acciones, son mucho más cobardes aún que las de la moral filosófica. Esas reglas, generalmente, condenan la mentira. Todo el mundo sabe que «está feo» mentir. Pero esta condena está lejos de ser absoluta. La prohibición está muy lejos de ser total. Hay casos en los que la mentira se ve permitida, tolerada e incluso recomendada.

Una vez más, el análisis minucioso nos llevaría mucho más lejos. Grosso modo se puede constatar que la mentira es tolerada en tanto que no perjudica el buen funcionamiento de las relaciones sociales, en tanto que «no hace daño a nadie». Está permitida siempre que no lacere el vínculo social que une al grupo, es decir, siempre que se ejerza no en el interior del grupo, entre «nosotros», sino fuera de él: uno no engaña a los «suyos»; en cuanto a los «otros»... lo siento, ¿pero no son precisamente los «otros»?

La mentira es un arma. Por lo tanto, es lícito emplearla para la lucha. Incluso sería estúpido no hacerlo. Por supuesto, a condición de no utilizarla más que contra el adversario y no volverla en contra de los amigos y aliados.

Así pues, a grandes rasgos, se puede mentir al adversario, engañar al enemigo. Hay pocas sociedades, como los maoríes, que sean tan caballerescas como para prohibirse las astucias en la guerra. Hay todavía menos, como los cuáqueros o los wahhabíes, que sean tan religiosos hasta el punto de prohibirse toda mentira con el otro, el enemigo, el adversario. Casi por doquier se admite que el engaño está permitido en la guerra.

La mentira, en líneas generales, no está recomendada en las relaciones pacíficas. Sin embargo (por ser el extranjero un enemigo potencial), la veracidad nunca ha sido considerada como la cualidad preferida de los diplomáticos.

La mentira es más o menos admitida en el comercio; aún así, las costumbres nos imponen límites que tienen tendencia a hacerse cada vez más estrechos. No obstante, las costumbres comerciales más rígidas toleran sin protestar la mentira que se reconoce como reclamo. La mentira resulta, pues, tolerada y admitida. Pero precisamente... no debe ser sino tolerada y admitida. En ciertos casos. Hay alguna excepción, como en la guerra, durante la cual, únicamente, utilizarla se convierte en algo justo y bueno.

Pero, ¿y si la guerra, estado excepcional, episódico, pasajero, se convierte en estado perpetuo y cotidiano? Está claro que la mentira, de ser excepcional, pasaría también a ser cotidiana, y que un grupo social que se viera y se sintiera rodeado de enemigos, no dudaría jamás en emplear contra aquellos la mentira. Verdad para los suyos, falsedad para los otros: se convertiría en una regla de conducta, se introduciría en las normas del grupo en cuestión.

Vayamos más lejos. Consumemos la ruptura entre «nosotros» y los «otros». Transformemos la hostilidad de hecho en una enemistad en cierto modo esencial, fundada en la naturaleza misma de las cosas. Sometamos a nuestros enemigos más amenazantes y poderosos. Está claro que todo grupo, situado de esta manera en medio de un mundo de adversarios irreductibles e irreconciliables, vería abrirse un abismo entre ellos y él mismo, un abismo que ninguna vinculación, ninguna obligación social, podría franquear. Parece evidente que en y para un grupo como éste, mentir -mentir a los otros, claro está-, no sería un acto simplemente tolerado, ni siquiera una simple regla de conducta social: se haría obligatorio, se convertiría en una virtud. En cambio, la veracidad fuera de lugar, la incapacidad de mentir, muy lejos de ser considerada como un gesto caballeresco, se convertiría en una tara, un signo de debilidad y de incapacidad.

El análisis tan resumido e incompleto que acabamos de exponer no es -ni mucho menos-, un simple ejercicio dialéctico, un estudio abstracto de una posibilidad puramente teórica. Sino al contrario: no hay nada más concreto y más real que los grupos sociales cuya descripción esquemática hemos intentado esbozar. No sería difícil dar, ni incluso multiplicar, ejemplos de sociedades cuya estructura mental presenta, en varios planos, los rasgos fundamentales o, si se prefiere, la perversión fundamental que acabamos de señalar.

Ahora bien, estos niveles, a los que por otro lado hemos seguido en escala ascendente, expresan, según nos parece, la acción de tres factores:

1) El grado de alejamiento y de oposición entre los grupos en cuestión. Existe, lejos de la hostilidad natural por el extranjero, enemigo potencial e incluso enemigo real, un odio sagrado que inspiran los combatientes en una guerra religiosa; y, lejos de aquella también, la ferocidad biológica que anima a los que participan en una guerra de exterminación racial.

2) La relación de fuerzas, es decir, el grado de peligro que amenaza al grupo estudiado por parte de sus vecinos-enemigos. La mentira, ya lo hemos dicho, es un arma, y sobre todo, el arma del más débil: no se emplea la astucia contra los que es fácil aplastar sin grandes riesgos: se actuará con astucia, se engañará al contrario para poder escapar del peligro.

3) El grado de frecuencia de contactos entre los grupos hostiles y sus miembros. En efecto, si estos grupos, sea cual sea su grado de hostilidad, no entran nunca en contacto, o sólo en el campo de batalla, si los miembros de un grupo no frecuentan nunca la sociedad de los otros, tendrán, fuera del ardid guerrero, rara ocasión de mentir a éstos. La mentira presupone el contacto; implica y exige el intercambio.

Este último comentario nos obliga a dejar de lado el análisis para más adelante. Suprimamos la existencia autónoma de nuestro grupo. Sumerjámonos por completo en el mundo hostil de un grupo extranjero, adentrémonos en el seno de una sociedad enemiga, con la que, sin embargo, entramos en contacto diariamente: está claro que en y para el grupo en cuestión, la facultad de mentir será mucho más necesaria, y la virtud de mentir más apreciada que la presión exterior, que la tensión entre «nosotros» y los «otros», que la enemistad de los «otros» hacia «nosotros», que la amenaza que esos «otros» hacen pesar sobre «nosotros», crecerá y aumentará de intensidad.

Llevemos todo hasta el límite; hagamos crecer la hostilidad hasta volverla absoluta y completa. Está claro que el grupo social del que estamos a punto de seguir sus avatares se encontrará obligado a desaparecer. A desaparecer de hecho, o bien, aplicando hasta el extremo la técnica y el arma de la mentira, a desaparecer a los ojos de los otros, a escapar de sus adversarios y eludir su amenaza refugiándose en la oscuridad del secreto.

El cambio de posición, en adelante, será absoluto: la mentira para nuestro grupo, convertido en grupo secreto, será más que una virtud. Se convertirá en la condición de su existencia, en su modo cotidiano de ser, el fundamental y prioritario.

Por el mero hecho de ser secreto, ciertos rasgos característicos propios de todo agregado social se encontrarán acentuados y exagerados fuera de toda medida. Así, por ejemplo, todo grupo erige una barrera más o menos permeable y salvable entre él mismo y los otros; todo grupo reserva para sus miembros un trato privilegiado, establece entre ellos un cierto grado de unión, de solidaridad, de «amistad»; todo grupo atribuye una particular importancia al mantenimiento de ciertos límites de separación entre él y los «otros», y por tanto, a la salvaguardia de elementos simbólicos que forman, de algún modo, su contenido; todo grupo, el vivente al menos, considera la pertenencia al grupo como un privilegio y un honor, y ve en la fidelidad a su grupo un deber para con sus miembros. Cualquier agregado social, por lo tanto, desde que se consolida y consigue una cierta expansión, implica una cierta organización, una cierta jerarquía.

Todos esos rasgos aparecen exasperados en una agrupación secreta; la barrera, permaneciendo en ciertas condiciones franqueable, se vuelve impermeable, la integración en el grupo se convierte en una prueba iniciática irrevocable, la solidaridad se transforma en una dependencia apasionada y exclusiva; los símbolos adquieren un valor sagrado, la fidelidad al grupo se convierte en el deber supremo, a veces incluso único, de sus miembros; en cuanto a la jerarquía, convirtiéndose en secreta, adquiere también ella misma, un valor absoluto y sagrado; la distancia entre sus escalafones aumenta, la autoridad se vuelve ilimitada y la obediencia perinde ac cadaver es la regla y la norma de las relaciones entre el miembro del grupo y sus jefes.

Pero todavía hay más. Toda sociedad secreta, bien sea un grupo de doctrina o bien de acción, una secta o una conspiración -y, por lo demás, siendo bastante difícil trazar el límite entre estos dos tipos de grupos, pues el grupo de acción será, o se convertirá casi siempre, en un grupo de doctrina-, es un grupo secreto o incluso de secretos. Queremos decir que, aún cuando sea un mero grupo de acción, como una banda de gansters o una conspiración de pasillos, no posee rasgos de doctrina esotérica y secreta en la que esté obligado a salvaguardar los misterios escondiéndolos a los ojos de los no iniciados, y su existencia misma está indisolublemente ligada al mantenimiento de un secreto e incluso de un doble secreto; del secreto de su propia existencia al igual que el de los fines de su acción.

Por todo ello, el deber supremo del miembro del grupo secreto, el acto con el que expresa su afinidad y su fidelidad a éste, el acto por el cual se afirma y se confirma su pertenencia a dicho grupo, consiste, paradójicamente, en la disimulación de este hecho. Disimular lo que se es, y, para poder hacerlo, simular lo que no se es: ahí radica, pues, el mecanismo de subsistencia que, necesariamente, cualquier sociedad secreta impone a sus miembros.

Disimular lo que se es, fingir lo que no se es... Esto implica, sin lugar a dudas, no decir -nunca- lo que se piensa ni lo que se cree, y también decir -siempre- lo contrario. Así, para todo miembro de un grupo secreto, la palabra no es más que un medio para ocultar su propio pensamiento. Por lo tanto, todo lo que dicen es falso. Toda palabra, al menos todo discurso en público, es mentira. Sólo las cosas que no dicen o al menos que no revelan más que a los «suyos» pueden, o no, ser verdad.

La verdad resulta, pues, siempre esotérica y oculta. Nunca es accesible al común, al profano. Ni siquiera lo es para el que no está completamente iniciado. Todo miembro de una agrupación secreta, digno de su papel, tiene plena consciencia de ello. Por lo tanto, jamás creerá lo que oiga decir en público por un miembro de su propia asociación, y sobre todo, no admitirá jamás como verdadero algo que sea públicamente proclamado por su jefe. Ya que no es a él a quien se dirige su jefe, sino a los «otros», a esos «otros» a quienes tiene el deber de cegar, estafar, engañar. Y, entonces -de nuevo con una paradoja-, sólo en el rechazo de creer en lo que dice y proclama se expresa la confianza del miembro del grupo en su jefe.

Sin duda, podría objetarse que nuestro análisis, tan justo como sea, se aleja de su objeto. Los gobiernos totalitarios no son, desgraciadamente, ni más ni menos que sociedades secretas, rodeadas de enemigos amenazantes y poderosos, y se ven obligados, por este hecho, a buscar la protección de la mentira, a esconderse, a disimular. E incluso los «partidos únicos» que forman el armazón de los regímenes totalitarios, no pueden, nos dirán, tener nada en común con los grupos de conspiradores: operan en pleno día. También, lejos de querer encerrarse, y levantar una barrera entre ellos mismos y los otros, su fin, reconocido y patentado, es precisamente el de absorber a todos esos «otros», englobar y abarcar a la nación (o a la raza) entera.

Por otra parte, cabría discutir el vínculo que pretendemos establecer entre totalitarismo y mentira. Podríamos valorar que, aunque lejos de ocultar y disimular los fines cercanos y lejanos de sus acciones, los gobiernos totalitarios siempre los han proclamado urbi et orbi (para lo que ningún estado democrático ha tenido nunca el valor), y que es ridículo acusar de mentir a alguien que como Hitler anunció públicamente (e incluso lo imprimió, negro sobre blanco, en Mein Kampf ) el programa que a continuación realizó punto por punto.

Todo lo cual, sin duda, es acertado; pero sólo en parte. Y por ello las objeciones que acabamos de formular no nos parecen de ninguna manera decisivas.

Es verdad que Hitler (como los otros caudillos de estados totalitarios), anunció todo su programa de acción públicamente. Pero, precisamente porque sabía que no sería creído por los «otros», que sus declaraciones no serían tomadas en serio por los no iniciados, precisamente así, diciéndoles la verdad, estaba seguro de engañar y adormecer a sus adversarios. Sería, pues, ésta una vieja técnica maquiavélica de la mentira en segundo grado, técnica perversa por antonomasia, y en la que la verdad misma se convierte en puro y simple instrumento de engaño. Parece claro que la tal «verdad» no tiene nada que ver con la verdad.

También es cierto que ni los estados ni los partidos totalitarios son sociedades secretas en el sentido mismo del término y que actúan públicamente. E incluso con gran respaldo de publicidad; y es que justamente en esto consiste la innovación de la que tanto hemos hablado. Son conspiraciones a la luz del día.

Una conspiración en pleno día -forma nueva y curiosa de un grupo de acción, propia de la época democrática, de la época de civilización de masas-, no está rodeada de amenazas, ni tiene, pues, necesidad de disimular. Más bien al contrario, estando obligada a hacer reaccionar a las masas, a ganarse a la gente, a englobar y organizar el mundo, necesita aparecer a la luz, e incluso a concentrar esa fuerza sobre sí mismos y sobre sus cabecillas. Ni siquiera los agrupados necesitan esconderse; al revés, pueden exhibir su pertenencia al grupo, al «partido», pueden hacerlo visible y reconocible a los otros e incluso por sus símbolos exteriores, emblemas, insignias, brazaletes o uniformes, o por sus gestos rituales consumados en público.

Pero mientras que los miembros de una sociedad secreta -y a pesar del hecho, ya mencionado, de que la conspiración en pleno día tiende a convertirse en una organización de masas-, guardarán una distancia entre ellos y los otros; la adopción de signos exteriores de pertenencia al «partido» no hará más que acentuar la oposición y hacer más sólida la barrera que les separa de los de fuera; la fidelidad al grupo será la virtud principal de sus miembros; la jerarquía interna del «partido» adquirirá el aspecto y tendrá la estructura de una organización militar, y la regla non servatur fides infidelibus será aún más escrupulosamente observada. Ya que la conspiración a la luz del día, si no corresponde a una sociedad secreta, es al menos propia de una sociedad con secreto.

La victoria, es decir, el éxito de la conspiración, no destruirá los rasgos que acabamos de citar; se limitará a debilitar a algunos, aunque, en cambio, fortalecerá a otros y particularmente, reforzará el sentimiento de superioridad de la nueva clase dirigente, su convicción de pertenecer a una élite, a una aristocracia integramente separada de la masa.

Los regímenes totalitarios no son sino conspiraciones, resultantes del odio, el miedo, la envidia, nutridas por un deseo de venganza, de dominación, de rapto; confabulaciones que han conseguido, o mejor, y ese es un punto importante, que han logrado parcialmente el éxito, que han conseguido imponerse en su país hasta conquistar el poder, adueñándose del Estado. Pero que no han logrado -todavía- realizar los fines que se han propuesto, y, precisamente por ello, continúan conspirando.

Podríamos preguntarnos si el concepto de conjurar a la luz del día no es una contradicción in adjecto. Una conspiración implica misterio y secreto. ¿Cómo podría hacerse a la vista de todos?

Sin duda. Toda confabulación implica un secreto; secreto que concierne precisamente a los fines de sus actuaciones, fines que debe disimular justamente para poder alcanzarlos y que no son conocidos sino a quienes les concierne. Pero la conspiración a la luz del día no es una excepción a la regla, ya que, como decimos, no siendo una sociedad secreta propiamente dicha, es de todas maneras una sociedad con secreto.

¿Cómo una sociedad de este tipo, es decir, una sociedad que actúa en la plaza pública, que busca organizar a las masas, y cuya propaganda se dirige a las masas, podría mantenerse en secreto? La pregunta es completamente legítima. Pero la respuesta no es tan difícil como parecería en principio. Es incluso bastante simple, porque sólo hay un medio de guardar un secreto: el de no revelarlo o el de revelarlo sólo a quienes confiamos, a una élite de iniciados. Ahora bien, en una conspiración a ojos vistas, esta élite, que únicamente está volcada a los fines reales del complot, está formada naturalmente por los jefes, los dirigentes del «partido». Y como éste ejerce una acción pública y sus jefes reaccionan en público y están obligados a exponer públicamente su doctrina, hacer discursos públicos y declaraciones públicas, resulta que el mantenimiento del secreto implica la aplicación constante de esta regla: toda aserción pública es un criptograma y una mentira; una aserción doctrinal tanto como una promesa política, una teoría o fe oficial tanto como una obligación contraída por compromiso.

Non servatur fides infidelibus sigue siendo la regla suprema. Los iniciados lo saben. Los iniciados y los que son dignos de serlo. Comprenderán, descifrarán y traspasarán el velo que enmascara la realidad.

Los otros, los adversarios, la masa, incluida la masa de adherentes al grupo, aceptarán como verdades las aserciones públicas, y por ello mismo, se revelarán indignos de recibir la verdad secreta y de formar parte de la élite.

Los iniciados, los miembros de la élite -y todo ello, merced a una especie de saber intuitivo y directo- participan del pensamiento íntimo y profundo del jefe, conocen los fines secretos y reales del movimiento. De modo que no se sienten confundidos por las contradicciones y las inconsistencias de sus aseveraciones públicas: saben que tienen como fin defraudar a la masa, a los adversarios, a los «otros», y admiran al jefe que maneja y practica con maestría la mentira. En cuanto a los otros, a los que los creen, demuestran por este mismo hecho que son insensibles a la contradicción, impermeables a la duda e incapaces de pensar.

La actitud espiritual que acabamos de describir, actitud que corresponde a todos los estados totalitarios -y sobre todo, claro está, al régimen totalitario por excelencia, es decir, el régimen hitleriano-, implica, evidentemente, una concepción del hombre, una antropología. Sin embargo, aunque antítesis de la antropología democrática o liberal, la antropología totalitaria no estriba de ninguna manera en un cambio de valores que, rebajando el pensamiento, la inteligencia, la razón, sitúa en la cima del ser humano las fuerzas oscuras, «telúricas», del instinto y de la sangre. Sin lugar a dudas, la antropología totalitaria insiste en la importancia, el papel y la primacía de la acción. Pero de ningún modo desprecia la razón. O por lo menos, lo que desprecia -o más exactamente, lo que aborrece-, no son sino sus más altas formas, la inteligencia intuitiva, el pensamiento teórico, el nous como lo llamaban los griegos. En cuanto a la razón discursiva, la razón razonante y calculadora, realmente su valor no es desdeñado en absoluto. Todo lo contrario. La sitúa en una cima tan alta que la hurta al común de los mortales.

En la antropología totalitaria, el hombre no se define por el pensamiento, la razón o el juicio, justamente porque, según aquélla, la inmensa mayoría de los hombres está desprovisto de ellos. Por otro lado, ¿podemos seguir hablando de hombre? De ninguna manera. Ya que la antropología totalitaria no admite la existencia de una esencia humana única y común a todos. Entre un hombre y «otro hombre» no habría diferencia, una diferencia de grado, sino una diferencia de naturaleza. La vieja definición griega que designa al hombre como un zoon logicon, descansa en un equívoco: no hay relación necesaria entre logos -razón y logos -palabra, como tampoco existe medida común entre el hombre, animal razonable y el hombre, animal que habla. Ya que el animal hablante es ante todo un animal crédulo, y el animal crédulo es precisamente el que no piensa.

A su juicio, el pensamiento, es decir la razón -discernimiento de lo verdadero y lo falso, decisión y juicio-, se estima como algo raro y muy poco extendido en el mundo: sería un asunto de la élite y no de la masa. Y esta última se ve guiada o, mejor, movida por el instinto, la pasión, por los sentimientos y resentimientos. En ella, no sabe pensar. Ni querer. No sabe sino obedecer y creer.

Y cree todo lo que oye. Con tal de que se lo digan con suficiente insistencia. Con tal de que halaguen sus pasiones, sus odios y sus pavores. Por lo tanto, es inútil intentar permanecer más acá de los límites de la verosimilitud: al contrario, cuanto más descarada, masiva y cruelmente se miente, mejor se será creído y seguido. Resulta inútil igualmente intentar evitar la contradicción: la masa nunca la percibirá; es inútil hacer concordar lo que se dice a unos con lo que se cuenta a los otros: nadie creerá lo que se comenta a los otros, y todo el mundo creerá lo que se le dice a él; es inútil aspirar a la coherencia: la masa carece de memoria; es inútil disimularles la verdad: es radicalmente incapaz de percibirla; es inútil incluso esconderles que se la engaña; no comprenderá jamás que se trata de eso mismo, que se trata del tratamiento al que se la somete.

Toda la antropología a la que nos referimos está en la base de la propaganda de los miembros de esa conspiración a la luz del día: y el logro mismo que le acompaña explica el desprecio literal y sobrehumano de los totalitarios -nos referimos a los miembros de la élite que sabe- por la masa, tanto por la que forman sus adversarios, como la que constituyen sus adherentes, es decir, por todos los que les creen y les siguen; y asimismo por todos los que, sin seguirles, les creen. No vamos a contestar al fundamento de esta actitud. Nos parece suficientemente justificada. Por lo demás, los representantes y los jefes de los regímenes totalitarios están bien situados como para poder juzgar el valor intelectual y moral de sus adherentes, de sus estafados.

Nos limitaremos a constatar simplemente que si el triunfo de la conspiración de los totalitarios puede considerarse como un prueba experimental de su doctrina antropológica así como de la perfecta eficacia de sus métodos de enseñanza y de educación basados en la mentira, esta experiencia no sirve más que para sus propios países y para sus pueblos. No sirve para los demás y, notablemente, no vale para los países democráticos que, después de todo, obstinados e incrédulos, se han mostrado reacios a la propaganda totalitaria: pues, en esos países, esta propaganda, aunque sostenida por pequeñas conjuras locales, no ha podido, en fin de cuentas, equivocar sino a una parte de la sedicente «élite social».

De modo que, y por una última paradoja -que en el fondo no es más que una sola-, precisamente las clases populares de los países democráticos, de esos países pretendidamente degenerados y bastardos, se han revelado como pertenecientes a una categoría superior de la humanidad, de estar compuestas por hombres inteligentes, según los principios mismos de la antropología totalitaria, y son, en cambio, los seudo-aristócratas totalitarios, los que representan su categoría inferior, la del hombre crédulo que no logra pensar.

(Revista AEN, Nº63. Traducción de M.ª José Pozo Sanjuán)

(De https://ddooss.org/textos/articulos/la-funcion-politica-de-la-mentira-moderna)

sábado, 13 de marzo de 2021

Del Satanás medieval al Satanás actual

Existe una costumbre negativa, que se repite a lo largo de la historia, que consiste en materializar el mal en un enemigo real o imaginario. Así, en lugar de que cada individuo trate de buscar y superar sus propios defectos, renuncia a esa posibilidad para culpar al enemigo exterior que, si no existe, se lo inventa. Junto a esa renuncia aparece también la actitud cómoda de evadir responsabilidades aduciendo que cometió tal o cual delito por cuanto “estaba posesionado por Satanás”, de manera de mantener vigente su habitual hipocresía o cinismo.

La superioridad moral aducida por tales individuos se basa esencialmente en creer en la existencia del mal personificado o materializado por algún agente exterior. Ello sirve para sentirse libres de culpa y por combatir al enemigo, supuesto culpable de todos los males, como sostenía Adolf Hitler al considerar que "al combatir al judío, combato a favor de la obra del Señor”. Mientras que el Satanás bíblico dominaba la mente de las masas de la Europa medieval, los regimenes totalitarios lo materializaron en las “razas inferiores” y en las “clases sociales explotadoras”, dando sentido a la vida de sus adeptos mientras generaban catástrofes sociales antes poco conocidas.

La Biblia describe la lucha histórica entre el bien y el mal, siendo un libro esencialmente ético, que propone soluciones a los conflictos humanos intentando intensificar la empatía emocional. En la época medieval predominaban los simbolismos y también la creencia en las intervenciones directas de Dios en los acontecimientos humanos. De ahí que la figura simbólica de Satanás reemplazó un tanto la búsqueda de una mejora ética individual.

En principio, se adujo que Satanás fue un ente creado por Dios para “poner a prueba” la obediencia de alguno de sus adeptos. Con el tiempo, se lo interpretó como un ser independiente que se oponía a la voluntad de Dios, que así pasaba a ser sólo un “Creador parcial” de todo lo existente. Andrew Delbanco escribió: “Así parte la contienda relativa al aguante de Job: iniciada por un Satán descarado, entrometido, que hasta duda de la posibilidad de que pueda haber en este mundo un individuo leal, y que de este modo desafía el dominio de su padre”.

“Muéstrame a ese hombre perfecto, dice, que yo lo reduciré a uno que balbucee maldiciones. Con todo, una vez que Dios acepta el lance, Satán queda doblegado para siempre a la condición de mero instrumento de la voluntad divina, como el maestro que decide complacer al joven presuntuoso mostrándose de acuerdo con su plan, a expensas de Job. Todo lo que Job posee –su familia, sus posesiones- serán parte del fair game en curso; sólo él mismo quedará libre de castigo: «Y el Señor dijo a Satán: ‘Cuidado. Todo lo que él posee está en tu poder; tan sólo aparta tu mano de él’». Después de esta despedida, la historia se convierte en un diálogo entre Dios y Job del que Satán queda excluido” (De “La muerte de Satán”-Editorial Andrés Bello-Santiago de Chile 1997).

Por lo general, los regimenes de tipo totalitario tienden a justificar sus fracasos acudiendo a la supuesta influencia del enemigo, real o imaginario, en forma semejante a lo que hacía la Iglesia medieval. Johannes Bühler escribió: “La desproporción entre el mundo tal como era en realidad y el mundo tal como debía ser con arreglo a las ideas eclesiásticas, no podía pasar desapercibido, naturalmente, para el hombre de la Edad Media. Esta desarmonía tenía que sentirse con tanta mayor fuerza cuanto que la Iglesia disponía de un aparato enorme para proclamar sus doctrinas y hacer valer sus preceptos y sus prohibiciones”.

“Podrían llenarse volúmenes enteros con testimonios basados, además, en toda clase de documentos, eclesiásticos y seculares, de la creencia en el poder y en la dominación del demonio en plena era cristiana. La opinión indudablemente más extendida y que no era, ni mucho menos, la más radical, aparece expresada breve y concisamente en el Libro de Belial en estas palabras: «Del mismo modo que en el Reino del Dios Padre (en el Antiguo Testamento) los demonios eran libres y arrastraban a los hombres al pecado, también en el Reino del Dios Hijo nos encontramos con que todos los demonios son libres para atormentar y tentar a los hombres sobre si quieren permanecer o no firmes en su fe de Jesús»”.

“Hay que reconocer que la fe en el diablo, aun prescindiendo de su utilidad como medio para intimidar a quienes desobedecieran a la autoridad eclesiástica, prestaba a la Iglesia un servicio extraordinariamente importante: servía para explicar en cierto modo al menos, la desproporción existente entre el mundo tal como debiera ser y el mundo tal como era en realidad” (De “Vida y cultura en la Edad Media”-Fondo de Cultura Económica-México 1946).

Una causa importante para la masiva adhesión a los santos, no fue tanto considerarlos como ejemplos de comportamiento ético, sino como una especie de “antídotos” que protegían al creyente de los efectos negativos de Satanás. John H. Randall Jr. escribió: “Viviendo naturalmente en ese mundo no es prodigio que los hombres poblaran la Tierra de inteligencias y potencias espirituales y esperasen que lo inesperado tuviera sentido. Tampoco es menos natural que, en la exuberancia de su ser, estas potencias trataran de expresarse en lo maravilloso. Las vidas de los santos, tan caras a la Edad Media, tan enlazadas al orgullo local, tan afanosamente inmortalizadas en piedra y celebradas en festivales, están plenas de obras milagrosas; en realidad, estos milagros son el requisito previo a la canonización”.

“El diablo y sus demonios eran muy reales y muy próximos, y había que recurrir constantemente a las potencias de Dios y de sus ángeles para combatirlos. Las reliquias de los santos, las bendiciones de la Iglesia, las virtudes de la oración, de la súplica y de la ofrenda eran los recursos más útiles en tiempos difíciles. Podía invocarse un poder sobrenatural contra hombre o demonio en el diente de San Pedro, la sangre de San Basilio, el cabello de San Dionisio, la vestidura de la Virgen,.. Se buscaban con tanto ahínco que San Luis de Francia podrá consolarse diciendo que su cruzada había tenido pleno éxito, a pesar de que jamás llegó a ver la Tierra Santa, porque había traído consigo un fragmento de la cruz auténtica” (De “La formación del pensamiento moderno”-Editorial Nova-Buenos Aires 1952).

Los disidentes y los herejes eran considerados como individuos sometidos a la influencia del demonio; una idea que reaparece bajo los sistemas totalitarios, como lo son el socialismo y el nazismo. De ahí que el enemigo unificado de los socialistas, el Satanás actual, sea el capitalismo, Occidente, EEUU, la burguesía, la clase opresora, etc. Y no sólo este Satanás es considerado como causa de los males del mundo por parte del marxismo-leninismo, sino también, parcialmente, por parte del mundo islámico.

De ahí que sea común escuchar, por parte de todo socialista, que los males de Venezuela no se deben al chavismo vigente desde hace unos veinte años, sino a EEUU, el mayor Satanás de esta época. La actitud es similar a la advertida en la Edad Media. Bühler escribió: “Los historiadores eclesiásticos achacan a Lucifer casi todo lo malo que ocurre en el seno de la cristiandad. Es él quien siembra los odios y las discordias personales y no es raro ver a los demonios en las guerras o en los disturbios civiles, armados y capitaneando los bandos contendientes. Satanás es también, por supuesto, el inductor de la mayoría de los delitos cometidos por los hombres”.

“En los ejércitos espirituales de San Ignacio de Loyola estas consideraciones siguen teniendo un papel primordial. En ellos se pinta plásticamente a los devotos, para que lo vean con sus propios ojos, cómo Lucifer campea sobre un trono de fuego y humo a la cabeza de todos los espíritus malos, congregando en torno suyo una legión innumerable de demonios y diseminándolos por toda la Tierra para que ejerzan sus artes tentadoras, sin respetar a ningún país, a ningún lugar, a ninguna clase, a ningún individuo”.

El citado autor reflexiona sobre esta posibilidad: “¿Qué ser omnisciente e infinitamente bondadoso es ese que tolera la existencia de algo indeciblemente aborrecible y odioso, que condena a millones de hombres a las penas eternas del infierno para que con ello resplandezca mejor el bien? ¿Es que el Todopoderoso no tenía a su alcance otros medios igualmente eficaces que ese arte cruel del claro-oscuro para revestir del esplendor necesario la obra de su creación?”.

Desde el punto de vista de la religión natural, en donde se advierte la existencia de un universo regido por leyes naturales invariantes, se dejan de lado todas las complejidades derivadas de un Dios que intervendría en los acontecimientos humanos suspendiendo momentáneamente dichas leyes y también se deja de lado la supuesta existencia de un Satanás promotor de los males existentes. Por ser la religión una cuestión de ética, sólo debemos concentrarnos en acentuar nuestra empatía emocional buscando adoptar cierta predisposición a compartir las penas y las alegrías ajenas como propias.

jueves, 11 de marzo de 2021

La condena católica al liberalismo

Al existir partidarios del liberalismo que sólo reconocen el valor de la libertad, entendida como un derecho natural a ejercer una acción individual no limitada por ningún tipo de regla moral, surge la oposición de los sectores religiosos ya que la moral es la base de la religión. De ahí que surja un rechazo mutuo que, sin embargo, no debería generalizarse hacia todo sector liberal ni hacia toda la religión. Germán J. Bidart Campos escribió: “Concebido el liberalismo como la organización sociopolítica de la libertad en una variedad de mutaciones empíricas, y puesta la libertad como esencia de la democracia, ponderamos como necesario levantar una objeción que, en apariencia, tiene mucho peso. Nos referimos a las condenaciones pontificias del liberalismo, especialmente a partir de León XIII, y a algunas declaraciones del Concilio Vaticano II que, a ojos del desprevenido, pueden imaginarse como un posterior cambio de posición doctrinaria por parte de la Iglesia Católica”.

“En primer lugar, cabe decir que cuando la Iglesia ha condenado al liberalismo, la condena ha versado sobre puntos de doctrina, y no sobre formas políticas determinadas. En segundo lugar, hay que advertir que los puntos de doctrina condenados, en el contexto ideológico de su época, rozaban y comprometían aspectos que hacen a la fe religiosa” (De “La re-creación del liberalismo”-Ediar-Buenos Aires 1982).

Puede decirse que tanto el cristianismo como el liberalismo coinciden en la necesidad de limitar toda forma de gobierno del hombre sobre el hombre. Así, el liberalismo político propone la división de poderes como fundamento de la democracia política junto a la elección periódica de las autoridades estatales. De esa manera trata de impedir la concentración de poder en muy pocas manos, situación de alto riesgo para la seguridad individual. Por otra parte, la idea del Reino de Dios implica el gobierno de Dios a través de la ley natural, que rechaza toda forma de gobierno humano, excepto el compatible con las leyes naturales.

Puede decirse, además, que liberalismo y cristianismo se basan éticamente en la empatía emocional. Así, el fundamento de la democracia económica (economía de mercado) es el intercambio que beneficia a ambas partes y que se mantiene en el tiempo, resultando enteramente compatible con el mandamiento bíblico que nos sugiere compartir las penas y las alegrías ajenas como propias (amor al prójimo). La competencia en el mercado se opone a toda forma de monopolio y de poder económico concentrado. Bidart Campos agrega: “Vamos a corroborar que aquella línea de doctrina que aborda la inserción del hombre en la comunidad política, la dignidad de la persona, la promoción y tutela de sus derechos, no sólo es compatible con el liberalismo actual sino que le sirve de poderosa orientación”.

“En el liberalismo, como técnica de organización sociopolítica, se reivindica una forma política de moderación y limitación del poder y de afianzamiento de los derechos humanos, no sólo no hay nada discrepante con las enseñanzas pontificias, sino mucho concordante. Nadie que examine la cuestión de buena fe podrá invocar al respecto una condena pontificia a aquellos puntos de vista. Todo lo contrario. Cuando nosotros reclamamos una mayor y más justa libertad en la organización política, y cuando adherimos al concepto de Julián Marías de que el liberalismo es la organización social y política de la libertad, sentimos con certeza que el fundamento doctrinario de esa posición se inspira en la doctrina y en el magisterio de la Iglesia”.

Es oportuno mencionar que la economía propuesta por el liberalismo surge inicialmente de la filosofía moral, separándose luego, injustificadamente, como si la acción humana que apunta a la cooperación social no tuviese nada que ver con la ética. Luisa Montuschi escribió: “En sus comienzos los estudios económicos formaban parte de la filosofía moral. Sin embargo, esa posición fue abandonada en algún momento y, en el presente, son pocos los economistas que aceptan abiertamente una posible vinculación entre ambas disciplinas, dado que el pensamiento predominante sostiene que la ciencia económica debe estar libre de valoraciones. Es interesante indagar cómo se pudo haber llegado a este estado de cosas que, sin embargo, muchos economistas prestigiosos juzgan insatisfactorio”.

“La principal corriente actual del pensamiento económico acepta el enfoque de la ingeniería basado en la concepción de una ciencia económica avalorativa que, supuestamente, eximiría a los economistas de plantearse cuestiones éticas y morales. Sin embargo, los valores y las cuestiones éticas no desaparecen mágicamente por una decisión del agente que realiza las acciones o del investigador que las estudia y que procura formalizarlas de acuerdo con modelos estilizados que las excluyen”.

“La primera pregunta a formular se refiere a si la economía de mercado necesita de un comportamiento ético para que su funcionamiento permita obtener los resultados que de la misma se esperan. A favor de este punto de vista se pueden citar, como más representativas, las opiniones de dos Premios Nobel: Kenneth Arrow y Gary Becker. Es evidente que las transacciones del mercado, aunque fuesen libres y voluntarias, deben llevarse a cabo en un marco de honestidad, integridad, equidad, prudencia, responsabilidad, que configurarían el llamado «comportamiento ético», para que el sistema resulte aceptable para los actores involucrados y perdurable en el tiempo” (De “Medio siglo de Economía” de Alfredo M. Navarro (editor)-Temas Grupo Editorial SRL-Buenos Aires 2007).

Es bastante común, entre los científicos sociales, promover que la rama que ellos estudian debe independizarse del resto de las ciencias sociales. Esto ya ocurrió lastimosamente con el derecho, cuando se intentó desvincularlo de la moral natural para llegar a ser un arma letal en manos de los dictadores totalitarios. La autora mencionada agrega: “Milton Friedman enfatiza la distinción entre la economía positiva y la economía normativa y sostiene que la primera es, en principio, «independiente de toda postura ética o juicio normativo» ya que debe ocuparse de «lo que es» y no de «lo que debería ser» y que debe ser una «ciencia objetiva» en el mismo sentido en que pueden serlo las ciencias físicas”.

Ello implica que, si los que dominan una ciencia no se preocupan por “lo que debería ser” el comportamiento ideal o ético, serán otros individuos, ajenos a esa ciencia, los que sugerirán, con pobres conocimientos de la misma, cómo se deberá evolucionar, tal como en la actualidad sucede. Todo progreso social, ya sea en lo cultural, como en lo político o en lo económico, implica necesariamente una mejora ética individual.