viernes, 26 de abril de 2024

Intelectualismo anti-occidental

Debido a que los principales países occidentales se hicieron poderosos en base al capitalismo, los marxistas, seguidores fieles de su profeta, denigran al capitalismo junto a aquellos países. Algo similar ocurre con el cristianismo, religión denostada por los marxistas por ser adoptada principalmente por Occidente.

Estos países capitalistas, al resultar exitosos, hizo que los marxistas sostengan que el “mérito” de ese éxito no se debió a los atributos del capitalismo, sino a la explotación de las colonias por parte de los países europeos y por parte de las empresas norteamericanas. Es la misma interpretación que se hace de los empresarios exitosos, quienes habrían triunfado gracias a la explotación laboral de sus empleados, y no por sus capacidades empresariales.

De la misma manera en que los empleados explotados laboralmente son considerados como virtuosos y exentos de defectos, los habitantes de las colonias, o ex colonias de los países europeos, también son considerados virtuosos y sin defectos, de manera de aumentar las culpas de los países de Occidente. Así se ha llegado al extremo de generar un auto-castigo moral por parte de muchos europeos, avergonzados por las fechorías de sus antepasados y exageradas por los marxistas.

Los marxistas se consideran “liberadores” de los pueblos por ellos administrados, como Cuba y Venezuela. Sin embargo, cuando esto ocurre, y mientras pueden, los capitales, las empresas, los profesionales y gente capacitada huyen hacia los países capitalistas, promoviendo el auge de los receptores y debilitando los países “liberados”. Los éxodos promovidos por los socialistas producen peores efectos que los producidos por los colonialismos del pasado.

En cuanto a los “sentimientos de culpa” que han sabido promover los “intelectuales” en los países europeos, Paul Berman escribió (respecto de Pascal Bruckner): “Su obra sobre dichas particularidades [culpabilidad inducida por marxistas] fue El sollozo del hombre blanco: Tercer mundo, culpabilidad y odio a uno mismo. El libro se publicó en 1983 y constituye ya todo un clásico de la literatura política”.

“Somete a examen crítico detallado un extenso catálogo de clichés de la izquierda europea sobre los pobres y los oprimidos en otras partes del mundo. Bruckner citaba a un intelectual francés u occidental tras otro poniéndose en evidencia constantemente, y aquellas citas demostraban claramente que, bajo la influencia del «tercermundismo», incluso los intelectos más privilegiados de Occidente habían demostrado ser absurdamente incapaces de reconocer personas normales y corrientes en lugares lejanos como lo que eran: personas normales y corrientes”.

“Era como si, al observar otras partes del mundo, los intelectuales occidentales no pudieran hacer más que parpadear y sucumbir a ensoñaciones. Las personas que vivían en lugares exóticos del mundo eran consideradas espiritualmente más ricas que las que vivían cerca. Eran inmunes a la avaricia. Eran generosas. Intuitivas en lugar de analíticas. Más relajadas sexualmente, o incluso indiferentes a los impulsos sexuales. Capaces de ocurrencias sagaces inaccesibles a las rígidas e inhibidas mentes occidentales. Materialmente pobres, pero moralmente ricas”.

“Para los intelectuales occidentales, los seres humanos más pobres de las regiones más pobres del mundo parecían ser, en suma, mejores que otros seres humanos, por más que carecieran de la sofisticación occidental o de otras complejidades. Eran los Salvadores Nobles. Fantasías, en resumen. Y los grandes intelectuales de izquierdas de los países occidentales nunca parecían darse cuenta de que, al invocar aquellas imágenes fantásticas de la gente lejana, acababan reproduciendo los peores y más horrendos prejuicios de los imperialistas europeos del pasado, sólo que en una versión que pretendía ser elogiosa, y no hostil. Los intelectuales se imaginaban a sí mismos como enemigos del racismo, pero de algún modo habían terminado siendo racistas. Despreciaban a la gente que era diferente a ellos, y revestían su desprecio de compasión. Los miraban por encima del hombro, pero afirmaban hacerlo con admiración. Pero ¿por qué lo hacían?”

“Bruckner detectaba un patrón conocido: la rebelión contra los viejos y vergonzosos valores que, de un modo u otro, se convierte en conformismo hacia los viejos y vergonzosos valores. Según su reflexión, el «tercermundismo» había nacido para expresar un sentimiento europeo, adecuado y correcto, de culpabilidad y arrepentimiento por los crímenes del imperialismo europeo. Pero el arrepentimiento se había endurecido hasta convertirse en dogma, y el dogma, por raro que parezca, había proporcionado placer. Era el placer del odio a uno mismo. Y el odio a uno mismo se había expresado alegremente elaborando una teoría utópica sobre las virtudes superiores y apenas humanas de las poblaciones exóticas que se creía que habitaban las regiones previamente colonizadas del mundo”.

“Un europeo que se odiara a sí mismo por los crímenes del pasado europeo podía regodearse en las satisfacciones de imaginar a unas sociedades superiores surgiendo entre las anteriores víctimas de Europa. Y las satisfacciones de aquel regocijo utópico conducían, de nuevo, a los placeres más íntimos e intensos del desprecio de uno mismo”.

“La clase intelectual, según el retrato de Bruckner, ha llegado a parecerse al clero medieval, una «casta penitente» que comunica su dogma de remordimiento exponiendo teorías multiculturales de culpabilidad occidental inexpiable, y que busca siempre nuevas formas de demostrar su propia humildad” (De “La huida de los intelectuales”-Duomo Ediciones-Barcelona 2012).

Cuando el citado autor se refiere a los “intelectuales occidentales”, puede traer a la memoria lo que ocurrió en la Argentina en los años 70, y en casi toda Latinoamérica, con los “intelectuales” de esa época (que son casi los mismos de ahora). La cuestión es que en la Argentina, el 80% de los libros editados en esos años, referidos a la política, estaba a favor de los terroristas de izquierda (Montoneros y ERP). Debido a que constituyeron el primer eslabón de la cadena de la violencia, pueden considerarse como los grandes terroristas de la época.

martes, 23 de abril de 2024

Albert Camus y el ateismo virtuoso

Mientras que, desde la postura de la religión natural, se admite la existencia de un sentido objetivo de la vida, impuesto por el orden natural, el cual ha de ser descubierto por los seres humanos, se concluye que existe también una ética natural que nos lleva hacia ese sentido. Por el contrario, para el ateo no existe un sentido del universo ni de la vida, por lo que debe inventarse un sentido subjetivo y de ahí la posibilidad de que tal sentido se logre a través de una ética similar, o compatible con la ética natural, de donde surge el ateísmo virtuoso, con el que podemos identificar al ateísmo de Albert Camus.

Existe además el ateísmo vulgar, que poco o nada tiene que ver con la ética natural, o cristiana, y es el ateísmo de Marx, Lenín, Stalin y otros intelectuales y líderes socialistas, los cuales promueven posturas anti-cristianas incluso combatiendo a la religión, excepto cuando buscan algún apoyo político proveniente de algún sector religioso.

Los sectores paganos, o bien pertenecientes a religiones morales paganizadas, no distinguen entre un ateísmo virtuoso de otro que no lo sea, ya que lo importante para ellos no es la ética adoptada por el no creyente, sino que interpretan toda virtud como estando asociada a la creencia en sí misma y que, por ser una vulgar idolatría, consideran que toda forma de ateísmo implica la mayor perversión posible, y sólo por no “creer” en el Dios idolatrado, aún cuando el individuo mostrara una ética compatible con lo que nos exige y con lo que nos "presiona" el orden natural a través de sus leyes.

A continuación se transcribe un artículo acerca de Albert Camus:

ALBERT CAMUS, UNA VOZ NECESARIA

Por Santiago Kovadloff

4 de Enero de 1960. Dos de la tarde. Un cielo prematuramente oscurecido acentúa un frío glacial. Michael Gallimard, sobrino del conocido editor, conduce su coche por la ruta que une Sens con Fontainebleu. A su lado Albert Camus. De pronto, en el pavimento semicongelado, el auto patina y Gallimard pierde el control del volante. Como un bólido, la máquina se estrella contra un árbol. Camus muere instantáneamente: el cráneo fracturado y el tórax aplastado entre el parabrisas y el respaldo del asiento. Las heridas de Gallimard son gravísimas. Sólo sobrevive seis días.

La repercusión mundial de la catástrofe es inmediata. El hombre que ha muerto junto a Gallimard llegó a ser uno de los escritores más célebres de su tiempo. ¿Cuál es sus significación medio siglo después? En Estocolmo, al recibir el Premio Nobel de Literatura, el 10 de diciembre de 1957, pronunció palabras que lo dicen todo sobre él: «La mayoría de nosotros, en mi país y en el mundo entero, ha rechazado el nihilismo y se consagra a la conquista de una legitimidad. Le ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de la muerte que se agita en nuestra historia».

¿Ante quién estamos? ¿Un filósofo? Camus dice que no. Prefiere nombrarse como un artista. Aun así, Camus admite que el compromiso que entabla con su tiempo va más allá de la literatura. De hecho, interviene resueltamente en los grandes debates que impone la época. Rechaza sin excepción las ideologías fascinadas por lo absoluto. Estima incanjeable el valor de la libertad. Desconfía de los sistemas, tanto en filosofía como en política.

Detesta la vida adoctrinada y no se cansa de advertir sobre sus riesgos. Visceralmente constituido por la duda, ve en el dogmatismo la condición de posibilidad del desprecio y el crimen. Repudia las trampas de la generalización y está persuadido de que la vida de nadie cabe en las leyes generales que pretenden disolver lo particular en una abstracción. Enfrentado a la inflexibilidad ideológica de los intelectuales comunistas de la posguerra, no vacila en recordarles que: «Lo que define a la sociedad totalitaria, ya sea de derecha o de izquierda, es, en primer lugar, el partido único».

Pero a Camus no le basta el pensamiento. Ama el sol, la luz, el mar. Los cuerpos alcanzan, en su exaltación de la vida, un protagonismo mayor. Se diría que es griego en su celebración perpetua de la naturaleza y el deporte.

Nace en Mondovi, Argel, cerca de Annaba, el 7 de noviembre de 1913. Una beca le permite ingresar, hacia 1925, al Liceo de Argel. Lo apasionas el fútbol y sabe jugar. Para sostenerse, se desempeña como arquero del Racing de Argel. Estudia filosofía. Más tarde se inicia en el periodismo; ingresa al Argel Républicain. Cuando estalla la rebelión de la colonia, se pronuncia por un Estado binacional y no por su independencia. Su postura le vale el rechazo de la izquierda francesa. Nadie, entre sus pares, lo respalda. Y menos que nadie, Sartre.

¿Qué ocurrió entre Sartre y Camus? La ruptura de esa relación fue terminante y agresiva. ¿Por qué? Dos modos de concebir la responsabilidad del intelectual ante su tiempo encontraron, en ese enfrentamiento, la prueba de su incompatibilidad. Si bien menos conocidos, los inicios de ese vínculo fueron igualmente intensos. Sartre y Camus se admiraron en un principio con la misma franqueza con que discreparon después. Los primeros indicios del desencanto mutuo afloraron hacia 1945. El existencialismo se impone en Francia y Sartre alcanza, con él, la popularidad. La prensa se interesa en conocer la opinión de Camus. «No soy existencialista», aclara. El posicionamiento moral frente al nihilismo y la angustia le resultan imprescindibles. «La rebelión, escribe, supera a la angustia». Las obras teatrales de uno y otro, y no sólo sus ensayos, ponen de manifiesto la colisión de sus ideas. «Lo pierde el didactismo», sentencia Sartre sobre Camus. «No es más que un efectista», retrucará el autor de Calígula.

Tras una fugaz y frustrada experiencia juvenil, Camus se aparta del comunismo y denuncia a la Unión Soviética. En 1949 se pregunta con sorna si «sería posible crear el partido de los que no están seguros de tener razón». Demasiado para Sartre. La ruptura sobreviene, públicamente, en 1951. La desencadena la publicación de El hombre rebelde. Camus, en ese ensayo de tono rotundo y desafiante, impugna la violencia revolucionaria. En la indagación moral propuesta por Camus, Sartre sólo ve una claudicación política. «Mi libro no niega la historia, reacciona Camus, sino que critica exclusivamente la actitud de quienes pretenden hacer de la historia un absoluto». Camus se aparta de las ideologías. Está persuadido de que envenenan el entendimiento, consolidan el prejuicio y justifican el crimen en nombre de una presunta redención final. Un abismo se abre entre Sartre y Camus.

Verano boreal de 1949. Camus viaja a Sudamérica. En el transcurso de ese viaje, redacta un diario. Brasil lo deslumbra. Dorival Caymmi lo cautiva con su voz y sus canciones. Conoce a Manuel Bandeira y a Murilo Mendes. En Montevideo lo gana una emoción que lo remite a los orígenes de su madre. «Me conmueve estar en un país de lengua española». Su nave deja el puerto de Montevideo la noche del 11 de agosto. A la mañana siguiente está en Buenos Aires.

La expectativa general es grande. Hay recaudos en el oficialismo ante su visita. Se descuenta que no dejará de hacer referencias a la libertad de expresión. Las autoridades peronistas no ocultan su desconfianza. Saben de quién se trata y no están dispuestas a facilitarle las cosas. La embajada francesa informa a Camus que los encargados de la censura requieren el texto de sus declaraciones para una lectura preliminar. Camus se indigna. «Les aclaro que rechazo rotundamente esa intromisión. Me sugieren que sería prudente evitar un escándalo. Al parecer, el embajador (francés) es de la misma opinión».

Camus no transige. Dirá lo suyo, como siempre. Dicta su conferencia en medio de una multitud que lo ovaciona. El día después hojea los periódicos: «La prensa peronista no ha publicado sino muy desteñidas mis opiniones de ayer al mediodía». Buenos Aires, a diferencia de Montevideo, le desagrada. «Paseo por la ciudad. Es una rara fealdad». Por la noche regresa a la residencia de Victoria Ocampo, en San Isidro. Se hospeda allí. «Ceno con V. Hablamos hasta la medianoche. Me hace oír El rapto de Lucrecia de Britten y poemas de Baudelaire. Magnífico. Primera noche de verdadera distensión desde que partí (de Francia). Debería permanecer aquí hasta el regreso para evitar esta lucha continua que me aniquila. Hay paz, al menos provisional, en esta casa».

¿A qué lucha se refiere Camus? ¿A la interior? ¿A la que ha trabado con el medio intelectual de su país, volcado, salvo excepciones, a la idolatría del marxismo? ¿Al hartazgo que le produce la exposición pública, agravado por los excesos de fiebre que le impone, periódicamente, la tuberculosis? En El mito de Sísifo (1942) la significación de esa «lucha continua» pareciera ganar claridad. «El absurdo no está en la conciencia ni en las cosas, sino en la imposibilidad de entablar entre ellas otra relación que de extranjeridad». Pero sus páginas brindan también una oportunidad para escapar a esa vivencia abrumadora.

Se trata de la rebelión. Sísifo la encarna ejemplarmente en la lectura que de su mito lleva a cabo el escritor. La rebelión, propone Camus, es un acto moral. Un reposicionamiento combativo ante el absurdo. El hombre rebelde no es aquel que estima que podrá terminar con el mal sino aquel que está persuadido de que el mal no terminará con él si sabe enfrentarlo. El triunfo de Sísifo consiste en volver a empezar. En cargar su piedra una y otra vez sobre los hombros. «El esfuerzo mismo por llegar a las cimas, termina diciendo Camus, basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso».

Si El extranjero describe, como su autor ha reconocido, «la desnudez del hombre ante el absurdo», El mito de Sísifo reacciona ante esa intemperie sin recurrir a los ideales religiosos ni revolucionarios. En los primeros, Camus no ve sino una supeditación de la historia a lo sagrado. En los segundos, una sacralización de la historia y una justificación de la violencia y el homicidio como recursos legítimos de la política.

En un texto titulado Hacia el diálogo, el repudio del crimen concebido como instancia legítima de los procesos de transformación social alcanza quizá dimensión visionaria: «A través de los cinco continentes, y en los años que vienen, una interminable lucha va a desarrollarse entre la violencia y la predicación. Es cierto que las posibilidades de la primera son mil veces más grandes que las de la última. Pero yo siempre he pensado que si el hombre que tiene esperanzas en la condición humana es un loco, el que desespera de los acontecimientos es un cobarde. Y en adelante, el único honor será el de sostener, obstinadamente, ese formidable pleito que decidirá por fin si las palabras son más fuertes que las balas».

Dos años después de recibir el Premio Nobel ocurre la tragedia del 4 de enero. El medio siglo transcurrido desde entonces no ha arrebatado protagonismo a la palabra de Camus. Por el contrario: ha fortalecido su vigencia, la ha impuesto mundialmente. Ha hecho de ella la expresión de un pensamiento necesario. Acaso más necesario que nunca.

(De “Las huellas del rencor” de Santiago Kovadloff-Emecé-Buenos Aires 2015).

lunes, 22 de abril de 2024

El excéntrico Johannes Kepler

Mientras que en los últimos tiempos la ausencia de una de las grandes figuras de la ciencia casi no hubiera alterado su desarrollo, hace unos siglos atrás no hubiese sucedido lo mismo. Emilio Gino Segré escribió: “Podría no haber existido alguno de los fundadores de la mecánica cuántica y la física hubiera alcanzado en cincuenta años el mismo lugar” (De "De los Rayos X a los Quarks"-Folio Ediciones SA-México 1983).

Entre los “insustituibles” en el desarrollo de la astronomía aparece la excéntrica figura de Johannes Kepler, quien advierte la existencia de órbitas elípticas en lugar de las órbitas circulares que Copérnico asociaba a los planetas. Además, al encontrar que las órbitas elípticas barrían áreas iguales en tiempos iguales, característica de un movimiento inercial, orienta a Isaac Newton a establecer posteriormente la gran síntesis de la mecánica y la astronomía. De ahí la expresión de Newton: “Si he tenido una visión más amplia es porque me he subido a los hombres de gigantes”, siendo los gigantes Galileo y Kepler.

Sin embargo, Kepler consideraba que su gran creación era su modelo de sistema planetario con los sólidos regulares intercalados entre las órbitas planetarias, que resultó completamente inexacto. Sin embargo, tal modelo fue el que lo llevó a indagar sobre cuestiones astronómicas hasta llegar finalmente a sus tres leyes básicas. Carl Sagan escribió: “En la época de Kepler sólo se conocían seis planetas: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Kepler se preguntaba por qué eran sólo seis. ¿Por qué no eran veinte o cien? ¿Por qué sus órbitas presentaban el espaciamiento que Copérnico había deducido? Nunca hasta entonces se había preguntado nadie cuestiones de ese tipo”.

“Se conocía la existencia de cinco sólidos regulares o «pitagóricos», cuyas caras eran polígonos regulares, tal como los conocían los antiguos matemáticos griegos y posteriores a Pitágoras. Kepler pensó que los dos números estaban conectados, que la razón de que hubiera sólo seis planetas era porque había sólo cinco sólidos regulares, y que esos sólidos, inscritos o anidados uno dentro de otro, determinaban las distancias del Sol a los planetas. Creyó haber reconocido en esas formas perfectas las estructuras invisibles que sostenían las esferas de los seis planetas. Llamó a su revelación El Misterio Cósmico. La conexión entre los sólidos de Pitágoras y la disposición de los planetas sólo permitía una explicación: la Mano de Dios, el Geómetra” (De “Cosmos”-Editorial Planeta SA-Barcelona 1980).

Kepler asociaba notas musicales a los planetas y en su libro principal aparecían otras rarezas por el estilo. De ahí que alguien comentó que “era tan difícil encontrar las leyes de Kepler del sistema solar en su libro que hacerlo directamente mediante la observación astronómica”.

En cuanto a su vida, Sagan escribió: “Johannes Kepler nació en Alemania en 1571 y fue enviado de niño a la escuela del seminario protestante de la ciudad provincial de Maulbronn para que siguiese la carrera eclesiástica. Era este seminario una especie de campo de entrenamiento donde adiestraban mentes jóvenes en el uso del armamento teológico contra la fortaleza del catolicismo romano. Kepler, tenaz, inteligente y ferozmente independiente soportó dos inhóspitos años en la desolación de Maulbronn, convirtiéndose en una persona solitaria e introvertida, cuyos pensamientos se centraban en su supuesta indignidad ante los ojos de Dios. Se arrepintió de miles de pecados no más perversos que los de otros y desesperaba de llegar a alcanzar la salvación”.

“Pero Dios se convirtió para él en algo más que una cólera divina deseosa de propiciación. El Dios de Kepler fue el poder creativo del Cosmos. La curiosidad del niño conquistó su propio temor. Quiso conocer la escatología del mundo; se atrevió a contemplar la mente de Dios. Estas visiones peligrosas, al principio tan insustanciales como un recuerdo, llegaron a ser la obsesión de toda su vida. Las apetencias cargadas de hibris de un niño seminarista iban a sacar a Europa del enclaustramiento propio del pensamiento medieval”.

Por otra parte, Arthur Koestler escribió: “Kepler esboza, con mordaz delectación, este retrato de sí mismo, donde el pasado se combina de manera reveladora con el presente. «Ese hombre [es decir, Kepler] posee en todos los sentidos una naturaleza perruna. Tiene la apariencia de un perro faldero. Su cuerpo es ágil, nervudo y bien proporcionado. Incluso sus apetitos eran parecidos: le gustaba roer huesos y trozos secos de pan, y lo hacía tan ávidamente que agarraba todo lo que sus ojos veían; sin embargo, como un perro, bebe poco y se contenta con la comida más sencilla. Sus hábitos eran similares. Continuamente buscaba la benevolencia de los demás, dependía para todo de los demás, atendía sus deseos, nunca se irritaba cuando lo reprendían y se mostraba ansioso por recuperar sus favores. Estaba siempre en movimiento, hurgando entre las ciencias, la política y los asuntos privados, incluidos los de más baja estofa; siguiendo siempre a alguien e imitando sus pensamientos y acciones»
«Le aburre la conversación, pero recibe a las visitas exactamente igual que un perrito; sin embargo, cuando se le arrebata la cosa más insignificante se encoleriza y gruñe. Persigue tenazmente a los que obran mal –es decir, les ladra. Es malicioso y muerde a la gente con sus sarcasmos. Odia profundamente a muchas personas, que le evitan, pero sus maestros le aprecian mucho. Tiene un horror perruno a los baños, tintes y lociones. Su atolondramiento no conoce límites, lo cual se debe seguramente a Marte en cuadratura con Mercurio, y en trígono con la Luna; sin embargo, cuida bien de su vida…Posee un enorme apetito hacia las cosas grandiosas. Sus profesores lo alaban por sus buenas disposiciones, aunque moralmente era el peor de sus contemporáneos…Era religioso hasta el punto de la superstición. Cuando, siendo un muchacho de diez años, leyó por primera vez las Sagradas Escrituras, se afligió ante el hecho de que la impureza de su vida le negara el honor de ser un profeta. Cuando cometía alguna mala acción, realizaba un rito expiatorio, que consistía en proclamar sus faltas en público…»”.

Koestler expresa al respecto: “Con todas sus divagadoras incoherencias, su barroca mezcla de perversión e ingenuidad, desarrolla la eterna historia clínica del hijo neurótico de una familia problemática, cubierto de furúnculos y costras, que tiene la sensación de que cualquier cosa que hace es un daño a los demás y una desgracia para sí mismo. Qué familiar resulta todo esto: la actitud altanera, desafiante, agresiva, para ocultar la terrible vulnerabilidad propia; la falta de seguridad en sí mismo, la dependencia de los demás, la desesperada necesidad de aprobación, que conduce a una incómoda mezcla de servilismo y arrogancia; la patética ansia de diversión, de buscar una salida a la soledad que arrastra consigo como un fardo; el círculo vicioso de acusaciones y autoacusaciones; las exageradas normas aplicadas a la propia conducta moral, que convierten la vida en una larga serie de caídas en el infierno de la culpabilidad” (De “Los sonámbulos” (II)-Salvat Editores SA-Barcelona 1986).

Si los historiadores de la ciencia han de estar agradecidos con alguno de los científicos que hacen accesible su trabajo, es con Johannes Kepler, quien permite conocer su trayectoria personal y científica con lujo de detalles.

sábado, 20 de abril de 2024

El “camino al infierno” y las “buenas intenciones”

La palabra “intención” implica la acción de tender hacia un objetivo. Siendo la tendencia de nuestras acciones determinadas por cierta actitud o predisposición, la intención surge de la actitud predominante que adoptamos en una etapa de nuestra vida.

Por lo general se valoran las intenciones, o predisposiciones hacia fines nobles. Sin embargo, existe una importante diferencia entre las intenciones y los resultados que éstas producen. Incluso puede darse el caso de personas que disfrazan con aparentes buenas intenciones una actitud poco favorable a los fines supuestamente buscados. Lafaye escribió: “La voluntad es fija y se refiere a algo próximo; en cambio, la intención es vaga y relativa a algo lejano. Con la voluntad de hacer el bien, estamos muy cerca de hacerlo, vamos a hacerlo; con la intención de hacer el bien, tan sólo tendemos a ello (in tendere, tender hacia), nos inclinamos a ello”.

“Una mujer tiene, antes del matrimonio, la intención de alimentar por sí misma a sus hijos, cuando los tenga; una vez casada y madre, tendrá o no tendrá la voluntad de hacerlo” (Del “Diccionario del Lenguaje Filosófico” de Paul Foulquié-Editorial Labor SA-Barcelona 1967).

Cuando se alaban las buenas intenciones antes que las buenas acciones, aparecen las manifestaciones de buenos deseos al por mayor, los que no siempre se traducen en buenas acciones. Esto se advierte principalmente a nivel religioso cuando la mayoría se jacta con ser “creyente” (actitud cognitiva) cuando el mérito en realidad aparece cuando se cumple con los mandamientos (actitud ética). Goblot escribió: “La intención es el fin a que tiende el esfuerzo, o, lo que es equivalente, el motivo que determina la resolución. El pretexto es una intención artificial y falaz, bajo la que coloreamos y disimulamos, a veces a nuestros propios ojos, la intención verdadera”.

Existe una frase típica al respecto, cuando se dice que “el camino al infierno está sembrado de buenas intenciones”. En realidad, muchas veces se trata sólo de aparentes buenas intenciones, como es el caso del que odia a la sociedad o el que se desinteresa totalmente por los demás y, ante ello, finge buenas intenciones estableciendo proclamas de aparente sentido ético. Esto nos trae a la memoria el caso de John Lennon, cuando, luego de la ceremonia por la cual la monarquía inglesa distingue a The Beatles con un título nobiliario, y ante una consulta periodística al respecto, Lennon afirma que “la Reina tiene feas piernas”, lo que resulta en una actitud agresiva hacia la máxima figura de su país y la jefa de la Iglesia Anglicana.

También Lennon protesta contra su padre por haberlo abandonado, junto a su madre, cuando tenía muy poca edad, cuando luego él mismo hace algo parecido con su hijo Julián al separarse de su mujer. Tal fue el abandono que Paul Macarney intenta ocupar el vacío paternal que afronta el pequeño, incluso escribiéndole una canción que finalmente aparece con el título de “Hey Jude”.

A pesar de sus actitudes poco sociales, Lennon adopta la postura de un divulgador de la paz mundial, principalmente a través de su canción “Imagina”. Sin embargo, en ella propone imaginar un mundo “sin religión” y “sin propiedad”, es decir, más o menos lo que sucedió en la URSS y en la mayoría de los países comunistas. Tal parece ser la propuesta “pacifista”.

Si bien las religiones actuales son el origen de divisiones y conflictos, resulta necesario mejorarlas a través de una religión natural compatible con la ciencia experimental. Pero, prohibir la religión, como en los países socialistas, sólo significó reemplazarla por una ideología pseudo-religiosa que poco o nada se orientaba por las leyes naturales que rigen a todos y a cada uno de los individuos que componen la sociedad. El pacifismo de Lennon implica en camino al infierno sembrado de aparentes buenas intenciones. Al final de sus días, reconoció todos sus errores previos, pero la canción siguió vigente para seguir movilizando a las masas atraídas por el socialismo y la destrucción de las sociedades democráticas.

jueves, 18 de abril de 2024

Borges y la política

Por Luis Diego Fernández

EL GERMEN ÁCRATA DE BORGES

Quizá la palabra clave sea escepticismo, cito: “Mis convicciones en materia política son harto conocidas; me he afiliado al Partido Conservador, lo cual es una forma de escepticismo, y nadie me ha tildado de comunista, de nacionalista, de antisemita, de partidario de Hormiga Negra o de Rosas. Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos. No he disimulado nunca mis opiniones, ni siquiera en los años arduos, pero no he permitido que interfieran en mi obra literaria”, Jorge Luis Borges, del prólogo de El informe de Brodie (1970).

Interrogar por el pensamiento político borgeano no es laberíntico ni una empresa condenada al dejo irónico, ni mucho menos requiere menospreciar o minimizar su peso en su obra ficcional o poética (donde hay notorias huellas de una auténtica filosofía política). La clave es lo escéptico que señala el propio Borges. Esa no creencia, hoy más que nunca, va a contrapelo. Tal vez Borges escribió en momentos donde muchos creían (de un lado o del otro) en políticas transformadoras y movimientos; Borges no.

Pero la pregunta de Borges iba más allá de las decisiones políticas, y desde luego, de la mera práctica política a la que consideraba un ejercicio de la mentira y la corrupción sistemática, así lo dice desde diferentes intervenciones públicas, por caso, en las conversaciones con Roberto Alfano tituladas El humor de Borges: “La profesión de los políticos es mentir. El caso de un rey es distinto; un rey es alguien que recibe ese destino, y luego debe cumplirlo. Un político no; un político debe fingir todo el tiempo, debe sonreír, simular cortesía, debe someterse melancólicamente a los cócteles, a los actos oficiales, a las fechas patrias”.

Otra alusión, en sus diálogos con Ernesto Sábato (compilados por Orlando Barone): “No. En primer lugar (los políticos) no son hombres éticos; son hombres que han contraído el hábito de mentir, el hábito de sobornar, el hábito de sonreír todo el tiempo, el hábito de quedar bien con todo el mundo, el hábíto de la popularidad. Creo que ningún político puede ser una persona totalmente sincera. Un político está buscando siempre electores y dice lo que esperan que diga. En el caso de un discurso político los que opinan son los oyentes, más que el orador. El orador es una especie de espejo o eco de lo que los demás piensan. Si no es así, fracasa”. Un diagnóstico claro el de Borges: el político, en rigor, es un sometido, un esclavo, la interfaz de una mecánica de la hipocresía, la doble moral y el resentimiento.

Según la lectura borgeana, el poder, específicamente el Estado, opera como una suerte de entelequia y elefante normativo que disciplina y obliga, por obliteración u omisión, a mentir y a la cortesía fingida, al acto enmascarador y el disfraz deliberado. En este sentido, aquí se pone en evidencia la fibra anarquista borgeana. La cuestión de la “vida falsa” es algo prototípico de la protesta de todo discurso anarquista, sea este por izquierda (Bakunin. Emma Goldman) o por derecha (Thoreau, Martínez Estrada). La crítica política borgeana descansa en lo falaz, de allí la mirada pirrónica, la sonrisa que opera como demolición y desarma el entramado. La risa de Borges frente al poder estatal es la de Demócrito o el pedido imperativo de Diógenes de Sínope a Alejandro Magno: “córrete porque me tapas el sol”. Algo de esta pulsión libertaria encontrará Borges en el texto del filósofo inglés Herbert Spencer titulado El hombre contra el Estado (1884).

Es usual reconocer la autodefinición borgeana como “anarquista spenceriano”. Lo cierto es que la lectura de ese texto fue un golpe y una dirección, pero su padre, Jorge Guillermo Borges, no sólo le transfirió la ceguera sino el germen ácrata. Para ser estrictos, la filosofía spenceriana esgrimida en El hombre contra el Estado parte de un precepto claro y sencillo: nadie debe ser forzado a cooperar con otros individuos bajo ninguna circunstancia; toda forma de cooperación debe ser voluntaria –sentando las bases del principio de no agresión-. Toda intervención del Estado sobre el individuo común, a los ojos de Spencer, era considerado inmoral.

La única coerción aceptada, en este sentido, reposaba en la obligación de hacer cumplir los contratos entre partes iguales. Formado por cuatro ensayos, El hombre contra el Estado se constituye en la piedra basal del liberalismo británico y el antecedente más potente del anarco-capitalismo norteamericano del siglo XX. Algunos críticos han visto en Spencer cierto darwinismo social (lo cual es evidente en ciertos pasajes) al desmantelar toda pretensión de imponer la solidaridad “a punta de pistola”. Quizá la aniquilación más fuerte por parte de Spencer reposa en la victimización de todo colectivismo –por derecha o izquierda- a fin de otorgar mayor grado de acción al individuo y al emprendimiento.

La genética ácrata hace que el propio Borges expanda su visión en materia política en las entrevistas con Vicente Zito Lima o en la célebre televisada innumerables veces (de 1980) con Joaquín Soler Serrano, donde señala: “Soy anarquista. Siempre he creído fervorosamente en el anarquismo. Y en esto sigo las ideas de mi padre. Es decir, estoy en contra de los gobiernos, más aún cuando son dictaduras, y de los Estados”. La definición merece ser explicitada, máxime en su coyuntura. El discurso libertario de Borges era pacifista (lejano de incendiarios como Enrico Malatesta o Severino di Giovanni), allí puede entrar la figura del “anarquista de derecha” (¿habría otra expresión posible en 1980? ¿Y hoy?) en estos tiempos, es posible arriesgar que esa posición borgeana encuentre opciones en el discurso del liberalismo libertario (técnicamente, neoliberalismo) del siglo XX, recreado a través de pensadores austriacos como Friedrich A. von Hayek y Ludwig von Mises.

Borges comprendía perfectamente la cuestión semántica sobre el anarquismo, vale decir, ausencia de arché (fundamento, en griego), y cuya búsqueda muy lejos está del desorden o el caos. En ese sentido, al emplear esa categoría política, el escritor expresaba su rechazo a la autoridad y a ser gobernado. Un anarquista, en los hechos, es alguien que se gobierna a sí mismo y que se niega a servir, así lo vemos en la raíz de El discurso sobre la servidumbre voluntaria de Etienne de la Boétie, texto del siglo XVI, piedra inaugural.

Un anarquista es alguien extremadamente responsable, sistemático y riguroso consigo mismo: la ausencia de patrón, dominador, amo y dios, lo pone como un individuo solar, piedra angular del mundo que se da su propia forma, un cristal que debe transmutar esas figuras dentro de sí. Y esto en Borges resulta una afirmación de evidencia palmaria. Lo cual no quita que su pensamiento haya pasado por ciertos clivajes en materia política: desde la composición de aquellos poemas que integrarían un libro nunca editado, titulado Los salmos rojos, donde se da cuenta de una época bolchevique, de un comunismo pacifista, leído en clave de hermandad universal, de cuño whitmaniano (previo al imperialismo totalitario del stalinismo).

Sin embargo, este humanismo que inspiró a Borges, desaparece hacia 1920, tal como dice una carta a Maurice Abramowicz, fechada el 12 de enero de 1920: “Soy de tu opinión en lo concerniente al bolcheviquismo. Es una sucia chusma de arribistas que arribarán y harán de la vida una vileza moral mediocre y monótona”. Del mismo modo, también se puede detectar un breve destello yrigoyenista en sus poemas de Cuaderno San Martín (1929), donde ejerce un fraseo más criollista (típico del caudillo radical) como puerta para luego partir hacia la dimensión universalista. Finalmente, se afirmará su posición anarquista, y su afiliación, ya citada, al Partido Conservador como gesto de desencanto de la política partidaria, democrática y representativa.

La pregunta por la política borgeana debería ser realizada, tal vez, y hoy más que nunca, para resultar a contracorriente y extemporánea; una cifra más que necesaria de volver a ser pensada con rigor y seriedad. A veces desechada con rapidez excesiva, lo cual revela cierta pereza intelectual para problematizar algo por fuera de la superficie. Esta cuestión implica además una pregunta a posteriori en relación a la noción de libre albedrío, para lo cual es más que destacable el artículo del economista Martín Krause –titulado “La filosofía política de Jorge Luis Borges”-, donde se analiza en detalle este tema.

Borges, que era escéptico en materia política y agnóstico en términos religiosos, también era un maestro de la sospecha con respecto al libre albedrío. De todos modos, si bien dudaba, lo cierto es que aquello no implicaba caer en el determinismo. Su postura podría expresarse de la siguiente forma: el hombre no tiene entidad por fuera de las relaciones causa-efecto; está determinado, pero le resulta imposible conocer las causas de tal determinación. Este argumento es una constante en el universo ficcional borgeano, particularmente en cuentos como “El sur” o “El jardín de senderos que se bifurcan”. El destino cifrado, la determinación evidente, opaca siempre el causante de las ficciones finales, de la muerte, de la valentía o de la cobardía. El agnosticismo en esta materia le da coherencia a la tesis: quizá dios sí exista, pero nunca lo sabremos.

El spencerismo de Borges (que también lo fue de Sarmiento, así lo testimonia el libro de su lecho de muerte en Paraguay) se permite ver, de nuevo, en este diálogo con Osvaldo Ferrari: “Para mí el Estado es el enemigo común ahora; yo querría –eso lo he dicho muchas veces- un mínimo de Estado y un máximo de individuo. Pero, quizá sea preciso esperar no sé si algunos decenios o algunos siglos –lo cual históricamente no es nada-, aunque yo, ciertamente no llegaré a ese mundo sin Estados. Para eso se necesitaría una humanidad ética, y además, una humanidad intelectualmente más fuerte de lo que es ahora, de lo que somos nosotros; ya que, sin duda, somos muy inmorales y muy poco inteligentes comparados con esos hombres del porvenir”.

En la afirmación borgeana se ponen en juego dos valores anarquistas irrenunciables: conducta y conocimiento. Pocas tradiciones más pro intelectuales que la libertaria: política del libro, la biblioteca y del estudio que colocaba a la ignorancia de los pueblos como un enemigo igual de rapaz que el Estado. Todo anarquismo señala lo mismo: no hay cambio posible sin erradicación de la ignorancia, verdadero factor causante de la dependencia. Este es el problema, entonces, que también señala Borges, por ende, la biblioteca como solución; la educación, la formación personal y sin fin. Materia siempre bien comprendida por todos los grandes pensadores libertarios argentinos, como Ezequiel Martínez Estrada, ejemplo descomunal del autodidactismo.

La filosofía política pone a Jorge Luis Borges a contracorriente y cumple el rol de aguafiestas, de quien señala el muerto en el placard y aviva a los dormidos de la inocencia perdida (es más fácil la creencia que el escepticismo): un Estado engordado o bulímico y la inmensa mayoría que espera aun salvar sus ropas a partir de su teta. Pero el anarquismo borgeano revela algo más hondo y complejo que no todos vieron, o no quieren mostrar por desidia o conveniencia, así lo dice en Evaristo Carriego: “El argentino hallaría su símbolo en el gaucho y no en el militar, porque el valor cifrado en aquel por las tradiciones orales no está al servicio de una causa y es puro. El gaucho y el compadre son imaginados como rebeldes; el argentino a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano”.

Este individualismo argentino que marca Borges, y va de suyo con el gaucho y el malevo como modelos de rebeldía, dice más bien algo del problema de la articulación de lo colectivo y del populismo (cara inexorable del caudillismo latinoamericano) que de la ciudadanía –una deuda pendiente-: la opción de la filosofía política borgeana tiene hilachas a ser repensadas e incrustadas con la contundencia de una marca con antecedentes. Si la política argentina del siglo XIX se escribió desde la figura del libro y los presidentes intelectuales (Sarmiento, Mitre, Avellaneda), Lugones representó, más tarde, esa imposibilidad en el siglo XX al intentar revivir un sarmientismo imposible (todo había cambiando ya). Borges –y también Martínez Estrada- alcanzaron a ver que esa empresa estaba condenada de antemano al fracaso: “alpargatas, sí; libros, no”.

El intelectual se aleja de lo público y construye su fortaleza, su jardín epicúreo, su retiro, su mito personal. En esta amalgama que se solidificó durante largos años, podemos detectar esquirlas del anarquismo borgeano como una forma de resistencia, y que aparece con más virulencia en momentos en que el Estado adquiere dimensiones desaforadas. Espacio que hoy está vacante. Casillero del intelectual privado: aguijón que no por pequeño es débil, si no recordemos que el Aleph se encontraba en una casa de la calle Garay.

(De “Libertinos plebeyos” de Luis Diego Fernández-Galerna-Buenos Aires 2015).

miércoles, 17 de abril de 2024

Louis de Broglie y la predicción matemática en física

Uno de los mayores atractivos de la física teórica es la posibilidad de hacer predicciones en base a “lápiz y papel”. Ello se debe a que, a partir de ciertas leyes comprobadas, expresadas en forma matemática, y haciendo deducciones dentro de las reglas de la matemática, surge la posibilidad de advertir la posible existencia de algún fenómeno o alguna partícula nunca antes vistos. Así, las ondas electromagnéticas surgen en “lápiz y papel” varios años antes de que fueran observadas en un laboratorio. En este caso, James Clerk Maxwell fue el teórico y Heinrich Hertz el físico experimental.

También la equivalencia entre masa y energía, como todos los efectos de la teoría de la relatividad de Einstein, surgen de la misma forma. Otra de las predicciones matemáticas fue la encontrada por Louis de Broglie, consistente en asociar “ondas de materia” a toda partícula con determinada masa, algo nunca visto hasta ese momento, siendo verificado tal fenómeno posteriormente en forma experimental. Ello implica que las relaciones matemáticas asociadas a los fenómenos naturales son una propiedad intrínseca de los mismos. Si civilizaciones extraterrestres describieran la naturaleza, seguramente establecerían un proceso de investigación similar, con matemáticas similares, si bien, seguramente, con símbolos distintos.

Respecto a Louis de Broglie, el físico George Gamow, de origen ruso, escribió:”Louis Victor, duque de Broglie, nacido en Dieppe en 1892, quien recibió el título de príncipe de Broglie a la muerte de su hermano mayor, cumplió una carrera científica poco común. Cuando estudiaba en la Sorbona, decidió dedicar su vida al conocimiento de la historia medieval, pero el estallido de la Primera Guerra Mundial lo llevó a alistarse en las fuerzas armadas de su patria”.

“Como se trataba de una persona instruida, lo adscribieron a una unidad de radiocomunicaciones, método de transmisión que constituía una novedad por aquellos años. De modo que el interés de nuestro hombre pasó desde las catedrales góticas hasta las ondas electromagnéticas. Así fue como en el año 1925 presentó una tesis doctoral que contenía tales ideas revolucionarias acerca de una modificación a la teoría originaria de Bohr de la estructura atómica, que la mayoría de los físicos se mostró bastante escéptica; y hasta surgió un chiste en el cual se bautizaba la teoría de de Broglie como la Comédie Française”.

“Se podría conjeturar que, por haber trabajado este científico con ondas de radio durante los años de la guerra y siendo, además, un conocedor de la música de cámara, se sintió tentado a considerar el átomo como una cierta clase de instrumento musical que, de acuerdo con la manera como estaba construido, podía emitir una nota fundamental determinada y toda una serie de armónicas de la misma. Dado que, por esa época, las órbitas electrónicas de Bohr ya eran aceptadas por casi todos como caracterizando los diversos estados cuantificados de un átomo, las eligió como modelo básico para su esquema ondulatorio” (De “Treinta años que conmovieron la física”-EUDEBA-Buenos Aires 1971).

Mientras que el matemático Henri Poincaré fue la figura francesa más importante y representativa en las ciencias fisicomatemáticas, con su desaparición y con el tiempo, tal lugar pasó a corresponderle a Louis de Broglie. Cuando un Premio Nobel edita un libro, por lo general aparece el citado premio como el mayor antecedente científico que pueda mostrarse. Sin embargo, en uno de los libros de de Broglie aparece primero la inscripción “De la Academia Francesa”, “Secretario perpetuo de la Academia de Ciencias”, “Profesor de la Sorbona” y luego, “Premio Nobel”.

Algunos aspectos de su personalidad son comentados por Gamow, quien escribió: “Hacia el final de la tercera década del siglo [XX], me hallaba trabajando en la Universidad de Cambridge junto a Rutherford, y decidí una vez pasar la licencia navideña en París (nunca había estado antes en esa ciudad). Para aprovechar bien mi estadía allí, escribí una carta a de Broglie diciéndole que me agradaría mucho conocerlo personalmente y discutir con él algunos problemas de la Teoría Cuántica”.

“Me contestó que, para esos días, la Universidad estaría cerrada, pero que le resultaría muy grato recibirme en su casa. Cuando lo visité, vi que residía en una magnífica mansión en el elegante suburbio parisiense de Neuilly-sur-Seine. La puerta se abrió y apareció un lacayo de aspecto imponente.
Je veux voir Professseur de Broglie.
Vous voulez dire, Monsieur le Duc de Broglie, replicó el sirviente.
Muy bien, le Duc de Broglie, repetí y fui introducido a la casa”.

“De Broglie, vistiendo ropa de entrecasa de seda, me recibió en su salita de estudio suntuosamente amueblada, y empezamos a charlar de física. Resultó que no sabía hablar el inglés y, por mi parte, mi dominio del francés era bastante endeble. Pero pudimos arreglarnos mal o bien, ya usando mi maltrecho francés, ya escribiendo las fórmulas matemáticas sobre un papel, de manera que logré darle a entender aquello que pensaba manifestarle y fui capaz de comprender sus comentarios”.

“Ahora bien, un año más tarde, de Broglie viajó a Londres para dar una conferencia en la Royal Society y yo, por supuesto, asistí a la misma. Su exposición magnífica, permitió apreciar un inglés impecable, con apenas un ligero acento francés. Y entonces entendí otro de sus principios: todo forastero que llega a Francia debe aprender el francés”.

martes, 16 de abril de 2024

Etapas para la construcción social

La construcción de una verdadera sociedad humana se ha de establecer a partir de la conformación moral de cada uno de sus integrantes. Para favorecer el bien y evitar el mal, disponemos de una secuencia que comienza con la acción de la conciencia moral individual. Por medio de ella podemos admitir la necesidad de intentar compartir las penas y las alegrías ajenas como propias. Todo ello buscando ser auténticos “hijos de Dios” o bien auténticos “hijos del orden natural”.

Esta actitud, o predisposición, ha de establecerse pensando primeramente en la felicidad propia, si bien necesariamente ello contribuirá a la felicidad del resto. Adviértase que casi siempre se promueve la idea de “hacer el bien” pensando en los demás, lo que pocas veces da buenos resultados. Sin embargo, el mejor resultado se logra cuando pensamos en nuestra felicidad, ya que es el propio orden natural el que ha “pensado” que de esa forma nos aseguramos que llegaremos a favorecer ampliamente a los demás en forma simultánea.

Si se ha llegado a esta situación, ya no hay necesidad de otra etapa adicional. Si esto no se consigue, será la familia del individuo la que ha de intentar adaptarlo hacia la predisposición empática. Si tampoco la familia lo consigue, será la sociedad (a través del sistema educativo, por ejemplo) la que intentará conducir al individuo por el buen camino.

Si tampoco la influencia social logra reencauzarlo, será la ley humana (proveniente del Derecho) la que finalmente intentará establecer la mejor orientación. Y aquí aparece la señal de que la ley natural, la que predomina en las primeras etapas de la construcción individual, debe tener una vinculación estrecha con la ley humana de la última etapa.

Estas ideas ya eran contempladas en plena Edad Media, si bien posteriormente se llega al absurdo de contemplar una ley humana desvinculada totalmente de la ley natural, con los pésimos resultados asociados a los diversos totalitarismos, cuando el hombre intenta ocupar el lugar de Dios. Al respecto, Otto von Gierke escribió: “Tomás de Aquino estableció las grandes líneas para los siglos futuros. Decir más sería innecesario, pues no obstante muchas disputas acerca del origen del derecho natural y el alcance de su fuerza obligatoria, todos estaban de acuerdo en que había un derecho natural, que por un lado surgía de un principio que trascendía el poder temporal y que por otro lado era una ley verdadera y perfectamente obligatoria”.

“Los hombres suponían por tanto que antes de existir el Estado, la Lex Naturalis ya prevalecía en su propio legítimo origen. Y los hombres también enseñaban que el más alto poder en la tierra estaba sometido a reglas del derecho natural. Éstas estaban por encima del Papa y del kaiser, por encima del gobernante y del pueblo soberano; en suma, por encima de la entera comunidad de los mortales. Ni un estatuto ni un acto del gobierno ni una resolución del pueblo ni de la costumbre podían romper los lazos así establecidos. Todo lo que contradijese los eternos e inmutables principios del derecho natural era enteramente nulo y no obligaría a nadie” (De “Teorías políticas de la Edad Media”-Editorial Huemul SA-Buenos Aires 1963).