jueves, 28 de junio de 2018

Las insociables ciencias sociales

Debido a que las distintas ramas de la ciencia social describen una misma realidad, aunque desde distintas perspectivas, no teniendo entre ellas límites bien definidos, resulta conveniente la existencia de “buenas relaciones” entre las mismas. De esa manera se facilitarán los vínculos interdisciplinarios. Sin embargo, es frecuente observar bastante ignorancia de los especialistas respecto de las demás ciencias sociales, incluso con la intención de negarles validez. José Ortega y Gasset alguna vez se refirió a la “barbarie del especialismo”, mientras que Friedrich von Hayek, en el mismo sentido, escribió: “Nadie puede ser un gran economista si es solamente un economista –y me veo incluso tentado de agregar que un economista que es solamente un economista puede ser una calamidad, hasta un verdadero peligro” (Citado en “Los profetas de la felicidad” de Alain Minc-Paidós-Buenos Aires 2005).

El caso más notable es el marxismo, una filosofía social considerada por muchos como parte de la sociología. El marxismo considera que sus hipótesis (poco comprobadas o bien erróneas) constituyen una ciencia verificada mientras que le quita toda validez a la ética, la religión, la economía, el derecho, etc., calificándolas como vulgares “ideologías”. Actúa como un cáncer al pretender desplazar todas las ciencias sociales pretendiendo reemplazarlas por una ideología filosófica poco verídica y poco exitosa en cuanto a sus aplicaciones.

Entre los efectos negativos del especialista, puede mencionarse la creencia en que sólo desde su ciencia particular podrán solucionarse todos los problemas humanos prescindiendo completamente de las demás ciencias sociales. El caso más conocido es el economismo, o economicismo, postura que aduce que, una vez mejorada la economía de un país, se solucionarán todos los problemas humanos y sociales. Para el “bárbaro especialista”, el científico social multidisciplinario es un “irresponsable” por pretender abarcar demasiados conocimientos, mientras que para el multidisciplinario es irresponsable el “bárbaro especialista” por abarcarlos en forma insuficiente.

Algunos sociólogos sostienen que la sociedad tiene sus propias leyes y que tales leyes son independientes de aquéllas que gobiernan las conductas individuales, existiendo un explícito desconocimiento de la psicología social. Por el contrario, para el psicólogo social son los individuos, y sus actitudes, quienes conforman los comportamientos colectivos. Solomon Asch escribió: “A esta altura los criterios se bifurcan en direcciones radicalmente diferentes. Un importante punto de vista intenta reducir íntegramente los hechos de la determinación social al dominio de la psicología. Sostiene que las organizaciones institucionales y las acciones sociales son, en toda su extensión, hechos referentes a la psicología de los individuos. En particular, busca en los procesos de aprendizaje la clave de la acción social”.

“Un punto de vista totalmente opuesto, cuyo representante más conspicuo es el sociólogo Emile Durkheim, sostiene que, puesto que los miembros de las diferentes sociedades son fundamentalmente similares en su equipo biológico y en sus capacidades y tendencias individuales, éstas últimas no pertenecen a una ciencia de la sociedad o a una descripción del comportamiento social. El principio que invoca es que lo que hay de similar en todos los hombres no puede ser usado para explicar las diferencias entre ellos. Por lo tanto sugiere que existe una categoría de hechos sociales que surge de acuerdo con principios autónomos, y que no puede ser reducida al nivel de hechos individuales, biológicos o psicológicos. Estos principios de la sociedad solamente pueden ser descubiertos por el estudio de los movimientos e instituciones sociales, sus interrelaciones y cambios. Durkheim, el destacado exponente de la posición según la cual los hechos sociales tienen una existencia y legalidad propias, deduce que la psicología no tiene, en última instancia, relación con los hechos de la sociedad y el cambio histórico” (De “Psicología Social”-EUDEBA-Buenos Aires 1964).

La visión de la sociedad, sostenida por Durkheim, resulta similar a un hormiguero, en el que las acciones individuales tienen sentido sólo si se agregan a las acciones de la multitud de hormigas. Mientras que las sociedades humanas se establecen en base a la libertad y la responsabilidad individual, las sociedades de insectos se establecen en base a integrantes que carecen de libertad y de responsabilidad individual, ya que sólo se limitan a obedecer al colectivo. De ahí que la visión de Durkheim se adapte bastante a las ideas totalitarias. Solomon Asch agrega: “Algunos teóricos sociales…observan la manera cómo las fuerzas sociales enredan a individuos cuyo carácter real desconocen. Se sorprenden de la marcha impersonal de la historia, que se impone con arrogancia a los individuos, y sostienen, con Hegel, que la historia es el degolladero de las naciones. Consecuentemente concluyen que la historia posee una dirección independiente de la conciencia o de los deseos de sus actores y que, comparados con ella, los factores psicológicos son pequeños e impotentes. Infieren que cada sociedad se ingenia para moverse en una dirección particular e instalar sus instrumentos humanos en las posiciones exactas, de manera de producir resultados que ellos pudieron o no proponerse”.

Puede decirse que las posturas socialistas se justifican en las visiones sociológicas y filosóficas, como las mencionadas, mientras que las posturas liberales se justifican en la visión surgida de la psicología social. Al ignorar los procesos individuales, la sociología da visiones incompletas y distorsionadas del hombre. Asch agrega: “No podemos crear una ciencia de la acción social que no se base en las relaciones del hombre con su ambiente físico. Para poder hablar del carácter social del hombre se debe conocer la manera cómo percibe, conoce y actúa”.

Una de las metas de las ciencias sociales ha de ser la de responder la pregunta acerca de lo que el “hombre debe ser”. Para ello debe primero describir “lo que el hombre es” para, luego, efectuar una optimización de ese comportamiento real. Si bien la optimización no ha de ser un conocimiento verificable, sí lo es la descripción previa. Sin embargo, muchos científicos sociales se oponen a tal respuesta, aceptando tácitamente que no debe ser dada por quienes estudian el comportamiento humano, sino por aquellos que poco saben acerca del mismo. Solomon Asch escribe al respecto: “El sentido común advierte que los hombres no siempre, ni siquiera frecuentemente, obran de acuerdo con sus mejores impulsos; pero también reconoce que estos impulsos son condiciones necesarias para la sociedad. Empero estas ideas no sólo son excluidas de la discusión científica; los esquemas conceptuales con que la psicología trabaja hoy, casi no dejan lugar para ellas”.

“Es frecuente justificar esta parcialidad en nombre de la ciencia y la objetividad, de la necesidad de ser realistas, de apelar al hecho, de desconfiar de las especulaciones, y sobre todo de la necesidad de no dejarse engañar por las nociones de lo que el hombre debería ser”.

Quizá el síntoma más evidente de las disputas entre las diversas ciencias sociales radique en la presunción de algunos científicos sociales que aducen poseer cierta prioridad para determinados estudios por cuanto suponen poseer cierta “concesión exclusiva” de la naturaleza para emprender tales estudios, siendo una disputa similar a la de los diversos grupos religiosos que aducen cierta “concesión exclusiva” por parte de Dios. Así, cuando desde la psicología social se habla acerca de praxeología, algunos economistas lo interpretan como una intromisión injustificada por cuanto ignoran que las teorías de la acción son temas propios de la psicología social y, esencialmente, de toda persona que tenga interés en tal tema, cualquiera sea su especialidad intelectual.

La ausencia de comunicación entre las diversas ciencias sociales no se presenta solamente entre ciencias rivales, sino también entre aquellas que coinciden en sus métodos y fines, como es el mencionado caso de la psicología social y la praxeología. G. Klimovsky y C. Hidalgo escriben respecto al debate entre holismo e individualismo metodológico: “Para el holismo, las entidades sociales fundamentales de una teoría social unificada deberán referirse a tales entidades colectivas y permitirán la deducción y subsumisión de cualquier otra teoría acerca de los individuos, sus propiedades e interacciones. Durkheim es la figura más representativa de esta forma de concebir la ontología de lo social y las consecuencias reduccionistas que ella tiene respecto de la construcción de teorías sociales”.

“En oposición, los individualistas metodológicos (como los economistas F. A. Hayek y Ludwig von Mises, y el propio Popper) sostienen que las entidades sociales básicas son los individuos, sus creencias, sus disposiciones típicas y sus fines particulares. Para ellos la acción colectiva se puede explicar a partir de teorías cuyas hipótesis aluden a la acción individual de diversos agentes con sus creencias, fines y disposiciones típicas en el marco de interacción social y, por ende, las teorías individualistas serían las únicas con capacidad de reducir a todas las teorías cuyas hipótesis se refieren a la acción colectiva y a las entidades colectivas” (De “La inexplicable sociedad”-A-Z Editora SA-Buenos Aires 1998).

El tema mencionado resulta un tanto análogo al de la termodinámica, una teoría macroscópica de los fenómenos térmicos (con la presión, el volumen y la temperatura como magnitudes relevantes) y a la mecánica estadística, una teoría microscópica que llega a los mismos resultados describiendo el comportamiento molecular basándose en las leyes newtonianas. En el caso de los seres humanos, el vínculo entre individuo y sociedad es la actitud característica; que es una variable social que resulta ser el puente natural para unir ambos niveles de observación, y, especialmente, para dejar de lado la visión de la sociedad como un simple “hormiguero” humano.

Según las neurociencias, las decisiones humanas, y las acciones en general, dependen no sólo de aspectos racionales, sino también de aspectos emocionales. De ahí la limitación que muestra la praxeología de Ludwig von Mises para constituirse en “la ciencia de todo tipo de acción humana”. También escribió: “Por definición, la acción siempre es racional” (Citado en “Las ciencias sociales en discusión” de M. Bunge-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1999).

Se advierte, de lo anterior, que resulta necesaria una actualización y un reforzamiento de la praxeología como fundamento de la economía, teniendo esta vez presente al ya casi centenario concepto de “actitud”, concepto básico de la psicología social, ya que la actitud tiene en cuenta tanto los aspectos cognitivos como los emocionales de todo individuo.

lunes, 25 de junio de 2018

Diferencias entre ciencias naturales y ciencias sociales

Las ciencias naturales apuntan a la descripción de relaciones del tipo “causa y efecto”, que materializan el concepto de ley natural. Así, una ley natural es el vínculo permanente entre causas y efectos. En el caso de la física, aun cuando en muchos fenómenos no sea sencillo distinguir entre causas y efectos, concurre en nuestra ayuda la “función matemática”, que representa simbólicamente el vínculo existente entre dos o más magnitudes físicas. Por ejemplo: Espacio = Velocidad x Tiempo, ecuación en la cual las tres magnitudes intervinientes quedan ligadas por tal ente matemático.

A medida que la física se expande, describiendo fenómenos cada vez más complejos, el vínculo matemático entre magnitudes físicas deja de ser la simple función matemática para dar lugar a otros entes matemáticos de mayor generalidad. La tarea de la física teórica, o fisicomatemática, consiste esencialmente en encontrar el vínculo matemático existente entre las magnitudes físicas utilizadas para la descripción de determinados fenómenos.

En el caso de las ciencias sociales, ya no resulta adecuado ni conveniente utilizar vínculos del tipo “causa y efecto”, sino vínculos del tipo “valores, finalidades y medios para lograrlos”. La acción humana consiste esencialmente en describir el comportamiento humano en base, precisamente, de valores y finalidades que, a nivel individual, son adoptados por los integrantes de la sociedad. Jesús Huerta de Soto escribió: “La diferencia entre las ciencias naturales y las ciencias sociales radica en el sistema de categorías que se utiliza en cada una para interpretar los fenómenos y construir las distintas teorías. Las ciencias naturales desconocen por completo las causas últimas de los objetos que estudian. Por el contrario, las ciencias sociales, o mejor dicho, las ciencias de la acción humana, se encuentran por completo dentro de la órbita del propósito o de la acción dirigida conscientemente para conseguir determinados fines concretos; las ciencias de la acción humana son ciencias teleológicas y su método ha de ser, por tanto, plenamente esencialista”.

“Suele denominarse «esencialismo metodológico» o, más comúnmente, realismo metodológico a aquella doctrina según la cual la labor de los científicos no es limitarse a los fenómenos tal y como se nos ofrecen a través de los sentidos. En efecto, la mencionada doctrina mantiene que estos fenómenos son variables y que no existe ciencia más que de lo permanente y universal. La tarea de los científicos es llevar la investigación a la realidad subyacente de los acontecimientos superficiales. El objeto de la ciencia es formular leyes referentes a la esencia de los fenómenos reales”.

Como ejemplo de acción humana puede mencionarse la praxeología, o estudio de la acción humana en el ámbito económico. El citado autor escribió: “La ciencia económica se construye sobre la base de razonamientos lógico-deductivos a partir de unos pocos axiomas fundamentales que están incluidos dentro del concepto de «acción humana». El más importante de todos ellos es la propia categoría de la acción humana; los hombres eligen, por tanteo, sus fines, y buscan medios adecuados para conseguirlos; todo ello según sus individuales escalas de valor. Otro axioma nos dice que los medios, siendo escasos, se dedicarán primero a la consecución de los fines más altamente valorados y sólo después a la satisfacción de otros menos urgentemente sentidos («ley de la utilidad marginal decreciente»). En tercer lugar, que entre dos bienes de idénticas características, disponibles en momentos distintos de tiempo, siempre se preferirá el bien más prontamente disponible («ley de la preferencia temporal»)” (De “Método y crisis en la ciencia económica”-www.eseade.edu.ar).

En los artículos acerca de los fundamentos de la ciencia económica, realizados por los adherentes a la Escuela Austriaca de Economía, llama la atención la actitud defensiva que adoptan frente a las críticas positivistas, siendo el positivismo la postura filosófica de quienes aducen que en toda descripción científica deben entrar sólo aspectos observables. En cierta forma mantienen en vigencia una disputa propia del siglo XIX. Pareciera que gastaran la mayor parte de sus energías en una disputa de la que, en el caso de la física, se pudo despegar hace bastante tiempo.

Si la física hubiese sido fiel al positivismo, seguramente no hubiese logrado el éxito que logró. De ahí que los físicos piensen más en la realidad a describir que en lo que puedan decir los epistemólogos. Quien dictamina si una teoría es acertada, o no, es la propia realidad y no los filósofos de la ciencia. El físico Steven Weinberg escribió a través de un personaje ficticio: “Mi querido joven, pareces haberte atiborrado acríticamente de la doctrina del siglo XIX llamada positivismo, que dice que la ciencia sólo debería interesarse por las cosas que pueden realmente ser observadas. Estoy de acuerdo en que no es posible medir una función de onda [de la mecánica cuántica] en un solo experimento. ¿Y qué? Repitiendo las mediciones muchas veces para el mismo estado inicial, tú puedes calcular cuál debe ser la función de onda en dicho estado y utilizar los resultados para comprobar nuestras teorías. ¿Qué más quieres? Tú realmente deberías acomodar tu pensamiento al siglo XX. Las funciones de onda son reales por la misma razón por la que lo son los quarks y las asimetrías: porque es útil incluirlas en nuestras teorías. Cualquier sistema está en un estado definido, haya seres humanos observándolo o no; el estado no viene descrito mediante una posición o un momento, sino mediante una función de onda” (De “El sueño de una teoría final”-Crítica-Barcelona 1994).

Adoptando una actitud similar, puede decirse que los axiomas básicos de la praxeología, antes expuestos, tienen una legitimidad inobjetable por cuanto se adaptan a la realidad tanto como las deducciones lógicas establecidas a partir de ellos. Incluso es posible decir que son axiomas surgidos de una previa observación directa de la propia realidad, tal la búsqueda de objetivos, elecciones prioritarias y preferenciales, etc. Es por ello que puede afirmarse que se trata de una teoría económica que puede insertarse entre las ciencias fácticas, en lugar de ser considerada como una ciencia formal. Sería oportuno que los economistas leyeran con mayor frecuencia las opiniones de quienes hacen la ciencia, como los físicos teóricos, en lugar de darles tanta importancia a los filósofos de la ciencia.

La coherencia lógica de ciertos axiomas compatibles con la realidad no implica que la teoría en cuestión sea necesariamente una ciencia formal, como la lógica y las matemáticas, ya que la física, por ejemplo, exhibe teorías coherentes, matemáticamente hablando, sin que por ello deba interpretarse a la física como una ciencia formal. Recordemos que toda teoría verdadera, o compatible con la realidad, “hereda” la coherencia de la propia realidad que describe. Baruch de Spinoza escribió: “El orden y conexión de las ideas es el mismo orden y conexión de las cosas” (De “Ética demostrada según el orden geométrico”-Ediciones Altaya SA-Barcelona 1994).

En la actualidad, tanto las ciencias naturales como las ciencias sociales, son sometidas a una intensa campaña de desprestigio. Una de las causas de esta actitud proviene del hecho de ser la ciencia un producto típico de la civilización occidental, por lo que todo éxito en ese ámbito resulta intolerable ante sus detractores. Incluso no faltan los nuevos sofistas que intentan denigrarla negando la objetividad de sus resultados. Weinberg agrega: “La metafísica y la epistemología tenían, al menos, la intención de jugar un papel constructivo en la ciencia. Pero en años recientes la ciencia ha sufrido el ataque de comentaristas hostiles reunidos bajo el estandarte del relativismo. Los relativistas filosóficos niegan la pretensión de la ciencia del descubrimiento de la verdad objetiva; ellos la ven simplemente como otro fenómeno social, no esencialmente diferente de un culto de fertilidad o un «potlatch» [ritual indio]”.

La ciencia social que describe las acciones individuales es la Psicología social, adoptando como fundamento el concepto de “actitud”. “Existen muchas diferencias entre el conocimiento práctico y científico de la conducta social. El objetivo más importante de las ciencias no es el predecir y el de controlar, sino el de comprender. El control efectivo es una recompensa de la comprensión y la exactitud predictiva constituye, a su vez, un control del entendimiento”. “Entre las ciencias sociales, es sólo el psicólogo social el que trata, ante todo, de la conducta de un individuo. Los economistas, los políticos, los sociólogos, los antropólogos y otros estudian la conducta de grupos más amplios, así como las clasificaciones humanas, y al analizar varios índices de conducta describen ciertas actividades específicas y ciertas divisiones. Ahora bien; cuando estas disciplinas sociales se refieren al individuo, se limitan a ciertos segmentos de la conducta («el hombre político», «el hombre económico», etc.). La psicología social, por el contrario, concierne a todos los aspectos de la conducta social del hombre, esto es, al «hombre social». La psicología social es, por lo tanto, la ciencia de la conducta del individuo dentro de la sociedad” (De “Psicología Social” de D. Krech, R. S. Crutchfield y E. L. Ballachey-Biblioteca Nueva-Madrid 1965).

La actitud característica define la personalidad y la individualidad humana, implicando una predisposición a la acción en función de las ideas, creencias y valores predominantes, que puede describirse de la siguiente manera:

Respuesta (acción) = Actitud característica x Estímulo

Considerando las componentes afectivas, o emocionales, y las componentes cognitivas de dicha actitud, que cubren todas las posibilidades, se establece una teoría general de la acción, vinculada a la praxeología como un caso especial de acción humana. Ello no significa que la abarque o la incluya, sino que, al menos, resulta compatible. “A medida que un individuo adquiere nuevas actitudes, esto es, en cuanto asimila nuevos objetos, sus dotes de improvisación ante dichos objetos disminuyen. Sus acciones se van haciendo cada vez más estereotipadas y, por lo tanto, más predictibles y consistentes. Por eso la vida social se convierte en una realidad, ya que, si no existieran esas expresiones, actitudes o reacciones estereotipadas, la vida social sería imposible” (De “Psicología Social”).

viernes, 22 de junio de 2018

El significado del Renacimiento

El paso de la Edad Media europea al Renacimiento y luego a la modernidad, puede describirse a partir de las ideas y creencias predominantes en cada época. En este caso, se asignarán (simbólicamente) porcentajes de importancia asociados a Dios y al hombre en cada época. Así, el totalitarismo teocrático medieval puede simbolizarse con un pensamiento dominante destinado en un 90% a Dios y un 10% al hombre. El Renacimiento mostrará cierto equilibrio, digamos 50% y 50%, mientras que los totalitarismos del siglo XX, continuadores en cierta forma de la modernidad (al menos en este aspecto), revierten el porcentaje medieval con un 10% destinado a Dios y un 90% al hombre. Giovanni Papini escribió: “Todos los elementos de la naturaleza humana están presentes en todos estos siglos, pero no del mismo modo ni con la misma intensidad. En ciertas épocas algunos de estos elementos son raros, están ocultos, reprimidos, casi en sordina, mientras que en otros periodos, esos mismos elementos están más difundidos, intensificados, son más evidentes, aparentes y predominantes”.

“Esto se aplica a las épocas históricas. Reconozcamos, pues, la común naturaleza, la fundamental afinidad y las parciales semejanzas, pero consideremos también la mayor o menor emersión de ciertos caracteres según las épocas; consideremos, pues, la distinta extensión e imponencia con que en ciertos periodos se manifiestan determinadas aspiraciones y pasiones del hombre en detrimento de otras que, a su vez, se robustecen antes o después de aquellas épocas”.

“Pero las civilizaciones, como los hombres, no pueden mantenerse largo tiempo sobre los vértices y las cumbres. El triunfo de la armonía, precisamente porque es arduo y prontamente amenazado, es breve. Los males, los errores, las imperfecciones son innumerables; el bien es uno, una la verdad, única la perfección. La naturaleza humana está hecha de suerte que se demora más cómoda y largamente en la escisión de la anarquía que en la cima de la unidad”.

“Una distinción fundamental se revela a quien separa observar lo esencial, más allá de los cortinados, las vestiduras, las colgaduras de las distintas dramatizaciones históricas: la distinción entre los periodos que tienden a la unidad y a la armonía y los que tienden a los divorcios y a las posiciones extremas. Existen, en suma, épocas unificadoras y épocas disociadoras, épocas que podrían llamarse concordantes e integralistas, y épocas que se podrían llamar separatistas y extremistas. Unificadoras son el Clasicismo y el Renacimiento; disociadoras la Edad Media y la época moderna o romántica” (De “Descubrimientos espirituales”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1961).

En cuanto al paso de la antigüedad a la Edad Media, Papini escribe: “Esta bella unidad espiritual es interrumpida y en gran parte destruida al sobrevenir la Edad Media. En la nueva edad Dios es todo y el hombre menos que nada, un gusano nacido de la putrefacción del pecado; existe solamente el alma, mientras que el cuerpo es un andrajo innoble, el enemigo que se debe combatir, martirizar y hasta destruir. El ascetismo oriental, introducido en Europa por el monarquismo de origen africano, tergiversa la bella armonía del Cristianismo auténtico, de aquel que podría llamarse clásico”.

“La razón queda sometida enteramente a la fe, la ciencia a la mística, la naturaleza a lo sobrenatural. El Medioevo no es, pues, como por lo general se piensa y se dice, el apogeo del Cristianismo, sino, en cierto sentido, una alteración del verdadero Cristianismo basado en el sereno espíritu del Evangelio, tal como se había ido formando en el clima helénico y romano en los primeros siglos de la Era Vulgar, en la plenitud de su roja primavera”.

En cuanto a la nueva etapa, el Renacimiento, se tiende a cierto equilibrio entre la importancia asignada a Dios y al hombre. “Con el Renacimiento no asistimos, como muchos creen, a la insurrección pagana contra la civilización cristiana, sino, por el contrario, a la restauración de aquella admirable unidad de elementos y de fuerzas que había constituido la grandeza de la civilización clásica y que había culminado en la divina síntesis cristiana”.

“En lo esencial dice verdad Burckhart cuando establece como esencia del Renacimiento el descubrimiento del hombre y de la naturaleza, pero siempre que se entienda ese descubrimiento como reintegración de la armonía antigua y no ya como revuelta o asalto contra el Cristianismo. Puede decirse, antes bien, que el Renacimiento es en cierto modo la restitución de aquella unidad cristiana que la Edad Media, por la prevalencia de influjos no europeos, había despedazado o por lo menos desfigurado”.

El posterior cambio de época, luego del Renacimiento, resulta ser una inversión respecto del medioevo: ”Mientras que en el Medioevo el hombre no era nada y Dios era todo, en la llamada Nueva Edad Dios no es nada y el hombre es todo, y el mismo género humano, para Comte, para Feuerbach y para muchísimos otros, es divino, es el único verdadero Dios. La ciencia, y sobre todo la ciencia de las cosas visibles y tangibles, posee todos los derechos; la fe es calumniada y escarnecida, la teología en bloque colocada entre las ciencias muertas, junto a la alquimia y la astrología”.

“Parece, y es, ésta una inversión de la posición medieval, pero si bien se mira se asemeja a ella como actitud mental, porque quiere sustituir la armónica dualidad colaborante, que se revela necesaria para toda gran obra humana, por un antagonismo extremista, rebajando desmesuradamente o negando injustamente el valor de uno de los términos. La tan soberbia Edad Moderna ha vuelto, sin advertirlo, a ciertos estados o vicios del espíritu de los primitivos y de los medievales. El segundo ciclo está completo. Creemos que sería hora de tomar a aquella justa y fecunda concordia que hizo grandes a las épocas constructivas de la cultura: es decir, en el orden religioso, a un acercamiento del hombre a su Dios”.

“Más tarde, a fines del siglo XIX y principios del XX, se precipitó en el exceso opuesto, y surgieron todas las diversas escuelas de irracionalismo, se asistió a un verdadero asalto convergente contra la primacía de la inteligencia y los derechos de la razón. Bastará recordar el dionisismo anti-metafísico de Nietzsche, la filosofía de la intuición de Bergson, el pragmatismo de James y de Schiller, las teorías fáusticas de Spengler, el psicoanálisis de Freud y hoy en día ese existencialismo que es el fruto póstumo y tardío de los amores de Kierkegaard con la desesperación. La Edad Moderna comenzó adorando a la diosa Razón y a la Idea eterna, pero después de haber atravesado un no glorioso estadio de bajo materialismo, termina en el extremo opuesto, con la adoración de todo lo que se contrapone al intelecto: la voluntad, el instinto, el inconsciente, el elán vital, la acción demiúrgica y descontada; se espera ahora la aparición de una nueva síntesis en la que estén luminosamente armonizados los derechos de la realidad y de la idea, de la intuición y de la dialéctica, de la tierra y el cielo”.

En cuanto al Romanticismo, Papini escribió: “También el Romanticismo, como todas las revoluciones, fue a su modo un Renacimiento. Retomó, en efecto, a ciertos caracteres de la edad primitiva, preclásica, y a ciertos temas y aspectos de la Edad Media. Fue, pues, retorno a lo excesivo, a la antitesis, a las desarmonías, a las disonancias, a las posiciones extremas. Lo único que vale es el ímpetu del estro, y échense al fuego todas las reglas; viva el desenfreno de la imaginación y abajo la imitación de la verdad; sólo cuentan las pasiones a despecho de todos los frenos de la ley y del raciocinio; lo que es salvaje, primitivo, rudo, popular, vale más que lo culto, lo refinado, lo perfecto; el sueño es superior a la realidad, el sentimiento a la lucidez, lo maravilloso y lo terrorífico a lo natural y lo sereno; el yo furibundo y soberano está por encima de las convenciones y de los vínculos de la humana sociedad”.

“El tiranismo, es decir, la insurrección del individuo contra todos y finalmente contra Dios, es fenómeno puramente romántico y no ya, como se creyó, del Renacimiento. Y son justamente los románticos, quienes por buscarse antecesores, aunque fuesen de la edad primitiva y de la Edad Media, dieron del Renacimiento esa interpretación egoárquica, deformadora, unilateral y falsificadora que aún hoy sigue dominando la cabeza de la mayoría. Y no hay que asombrarse de esto, porque vivimos aún, después de casi dos siglos, en la edad romántica, o mejor, para ser más precisos, en el coma o en la putrefacción de la edad romántica. Lo propio de las épocas clásicas es volverse áridas, osificarse; la decadencia de las épocas románticas, que son de distinta complexión, se manifiesta en la delicuescencia y la purulencia”.

Los periodos históricos descriptos se asemejan en cierta forma a la disputa entre astrónomos respecto del sistema planetario solar, cuando unos defendían el sistema heliocéntrico (el Sol al centro) y otros el sistema geocéntrico (la Tierra al centro). En el caso de las sociedades humanas, la disputa discurrió entre los partidarios de la sociedad “egocéntrica” (el hombre al centro) contra la sociedad “teocéntrica” (Dios al centro). M. Scott Peck escribió: “Esta materia de conexión es la esencia de la distinción de Michael Novak entre lo que llamó la mentalidad «secular» y la mentalidad «sagrada». La persona con una mentalidad secular siente que es el centro del universo. Sin embargo, es probable que sufra cierta falta de sentido y cierta insignificancia porque sabe que es sólo un ser humano entre otros cinco mil millones [más de 7.000 millones actualmente] –que también se sienten el centro de las cosas- que se las ingenian para existir en la superficie de un planeta de medianas dimensiones que da vueltas alrededor de una pequeña estrella entre innumerables estrellas en una galaxia perdida entre innumerables galaxias. La persona con una mentalidad sagrada, por otra parte, no siente que es el centro del universo. Considera que el Centro es otro y que está en otra parte. Sin embargo, es poco probable que se sienta perdida o insignificante, precisamente porque extrae su significado y su sentido de su relación, su conexión, con ese centro, ese Otro” (De “Un mundo por nacer”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1996).

En vista al futuro, nos encontramos con una naturaleza humana surgida de un proceso evolutivo que nos exige conocerla para una posterior adaptación al orden natural. No parece adecuada la hipótesis de un Dios que interviene en los acontecimientos humanos, como antes se pensaba, sino la imagen de un universo regido por leyes naturales invariantes que debemos conocer para luego responder mediante la adaptación cultural. Si antes fracasó la teocracia indirecta, que devengó en totalitarismo teocrático, ejercido por los supuestos representantes de Dios, y también fracasó el totalitarismo político y económico, ejercido por los seguidores de trastornados líderes que jugaron a reemplazar a Dios, queda para el futuro la opción de una teocracia directa; el gobierno directo de Dios a través de las leyes naturales que habrá de comenzar cuando el hombre mismo lo decida.

miércoles, 20 de junio de 2018

¿Es necesario el imperialismo para el desarrollo capitalista?

Los ideólogos de izquierda han logrado convencer a la mayor parte de la gente que el capitalismo no se basta a si mismo para lograr éxito, sino que es necesaria una previa explotación imperialista sobre los países pobres para mantenerse y desarrollarse. Esquemáticamente, la creencia podría simbolizarse de la siguiente manera:

Imperialismo =› Capital =› Poder =› Más imperialismo

Si tenemos en cuenta los casos de Alemania y Japón, países devastados luego de la Segunda Guerra Mundial, que se convirtieron en potencias económicas luego de algunos años, resulta evidente que, sin colonias para explotar y con economías de mercado, pudieron revertir situaciones extremas con bastante éxito. De ahí que el capitalismo resulte independiente de todo imperialismo, y que, si un país que adopta una economía de mercado se convierte luego en imperialista, se trata simplemente de una actitud política deplorable.

Esta independencia de la economía de mercado respecto al imperialismo, puede simbolizarse de la siguiente manera:

Capitalismo =› Poder =› Imperialismo

No debe olvidarse que España, en la época de la colonización de América, recibe importantes cantidades de oro americano, que favorece la aparición de un proceso inflacionario y el deterioro posterior de su economía. Si bien en España no existía una economía capitalista, también en este caso se observa una limitación de la validez de la creencia izquierdista. En cuanto al actual subdesarrollo de los países latinoamericanos, Carlos Rangel escribió: “No precisamente el marxismo sino más bien la teoría leninista del imperialismo y la dependencia, ha venido a nuestra época a ofrecer una respuesta por fin coherente, persuasiva, grandiosa y verosímilmente triunfalista al complejo de inferioridad crónico que sufrimos los latinoamericanos en relación con los Estados Unidos”.

“Faltaba, y no podía menos que encontrar amplia receptividad, una hipótesis según la cual las diferencias en poder y riquezas entre los Estados Unidos y América Latina no se deben en absoluto, o por lo menos principalmente, a ninguna virtud de ellos, o a ningún defecto nuestro, sino que el adelanto norteamericano y el atraso latinoamericano son dos aspectos indisolublemente ligados al mismo fenómeno: el capitalismo mundial, el cual para producir desarrollo en las metrópolis, ha requerido producir subdesarrollo en las colonias y los países dependientes quienes de esta manera tienen en realidad todo el mérito por el adelanto de los países imperialistas, y estos toda la culpa por el atraso del Tercer Mundo”.

“El caso Latinoamericano sería una manifestación entre otras de una situación general dentro de la cual el adelanto de algunos países en relación con otros, y el atraso de estos en relación con los primeros se explicaría esencialmente por el efecto de los intercambios económicos, políticos y culturales entre los dos grupos de países, los adelantados y los atrasados; nexos que para el caso se supone excesivamente ventajoso para las metrópolis del capitalismo, y exclusivamente perjudiciales para sus periferias, de manera que de no haberse jamás establecido esos nexos, Inglaterra (por ejemplo) estaría tan atrasada como la india; o la India tan adelantada como Inglaterra; o ambas conocerían un grado comparable de desarrollo, inferior al actual estado de la sociedad inglesa, y superior al actual estado de la sociedad hindú”. “No es nada sorprendente que Marx jamás haya sostenido semejante disparate…” (De “Del buen salvaje al buen revolucionario”-Editorial CEC SA-Caracas 2015).

Para Friedrich Engels, la diferencia entre países adelantados y atrasados surgía de las diferencias culturales, como el grado de civilización alcanzado. Rangel agrega: “Tanto el mito del buen salvaje como la teoría leninista del imperialismo y la dependencia con sus múltiples derivaciones, reciben un rudo golpe a la luz del verdadera pensamiento Marx-engeliano (el cual, dicha sea la verdad, no hace en este caso más que referirse al más elemental sentido común)”.

“Por otra parte, digamos en 1848, cuando Marx y Engels tenían 30 y 28 años respectivamente, y estaban escribiendo el Manifiesto Comunista, los países imperialistas (los cuales según la hipótesis que hemos visto, supuestamente deben su adelanto al atraso del Tercer Mundo, y viceversa) habían todos alcanzado niveles manifiestos de ventaja en su desarrollo económico, político, social, científico y tecnológico sobre el resto del mundo”.

“Y Engels, en el texto «La condición de la clase obrera de Inglaterra», insiste más que nunca sobre la supuesta importancia de la expansión local para palear las crisis de superproducción de las economías capitalistas avanzadas; pero ni sueña con poner la carreta delante de los bueyes y sugerir, con toda evidencia y toda lógica, que el adelanto y la riqueza acumulada por países como Inglaterra, Francia, Holanda, Bélgica (los países imperialistas por excelencia) se debiera en primer lugar al hecho de poseer colonias; y mucho menos naciones sin colonias y sin influencia ultramarina de ninguna clase, como Austria-Hungría, Suiza, Suecia, Dinamarca, etc., deberían nada a una participación «en segundo grado» de no se sabe qué misteriosas ventajas supuestamente derivadas de su naturaleza intrínsecamente imperialista”.

Vladimir Lenin, para imponer su tesis acerca del imperialismo asociado al capitalismo, enuncia estadísticas en las cuales aparecen las inversiones de las potencias coloniales en el extranjero, pero sin detallar cuánto iban a países industrializados y cuánto a países emergentes. De ahí que, para confirmar su tesis, hace suponer que la mayor parte de esas inversiones iban a los países pobres y, como consecuencia, esas inversiones eran la causa del atraso mencionado. Thomas Sowell escribe al respecto: “Quizá la explicación más famosa e influyente de las diferencias económicas entre las naciones ricas y pobres es la obra de V. I. Lenin, «Imperialismo». Se trata de una obra maestra en el arte de la persuasión, ya que convenció a muchas personas de elevadísimo nivel educativo en el mundo entero, no sólo a pesar de la ausencia de testimonios empíricos a favor, sino también a pesar de una enorme y sólida cantidad de evidencias en su contra”.

“La tesis de «Imperialismo» era que las naciones capitalistas industrializadas tenían un excedente de capital, el cual con el tiempo y de acuerdo con la teoría marxista, tendería a bajar la tasa de ganancia, a menos que fuera exportada a los países pobres, no industrializados, donde podría encontrar un campo más amplio para la explotación. Lo que Lenin denominaba «superganancias» a obtener en esos países más pobres podría salvar al capitalismo en las naciones industrializadas e incluso permitirles compartir algunos de los frutos de su explotación con sus propias clases trabajadoras, así como también las mantendría quietas y alejaría la amenaza de las revoluciones proletarias que Marx había vaticinado, pero que en los tiempos de Lenin no habían dado muestras de materializarse. Esta teoría explicaba así, de una manera muy clara, el fracaso de las predicciones de Marx y, a la vez, suministraba una explicación política satisfactoria de las diferencias de ingresos entre ricos y pobres”.

En cuanto al encubrimiento de los porcentajes de las inversiones europeas entre países ricos y pobres, Sowell escribe: “Las enormes y heterogéneas categorías, América, por ejemplo, que designa todo el hemisferio occidental, impiden saber si las inversiones de las naciones industriales [Inglaterra, Francia, Alemania] se hacían en las partes menos industrializadas de estas amplias categorías o en las más industrializadas. Comoquiera que sea, datos procedentes de otras fuentes ponen en claro que, de hecho, la mayoría de las inversiones extranjeras se dirigían entonces, como ahora, a otras prósperas naciones industrializadas”.

“Estados Unidos era entonces, al igual que hoy, el mayor receptor de inversiones extranjeras desde Europa. De igual manera, las inversiones extranjeras de los estadounidenses se dirigen ante todo a otras prósperas naciones modernas y no al Tercer Mundo. Durante la mayor parte del siglo XX, EEUU invirtió en Canadá más que en Asia y África juntas. Sólo el auge económico de Japón de la posguerra, y más tarde de otras naciones asiáticas en proceso de industrialización, ha atraído a finales del siglo XX cuantiosas inversiones estadounidenses a Asia. Para abreviar, el verdadero patrón de inversiones internacionales es diametralmente opuesto a las teorías de Lenin, quien ocultaba este hecho tras sus grandes y heterogéneas categorías de receptores de inversiones” (De “Economía: verdades y mentiras”-Editorial Océano de México SA-México 2008).

martes, 19 de junio de 2018

Las regularidades de la subjetividad

De la misma forma en que existen las leyes del caos, o las leyes del azar (probabilidades), existen también regularidades observables en las decisiones subjetivas establecidas por los seres humanos. Incluso en la mecánica cuántica surge la paradoja de que la función de onda (asociada a las partículas atómicas), cuyo cuadrado es interpretado como una medida de la probabilidad de localización de una partícula, está regida por una ecuación diferencial determinista, en la que el futuro depende del estado del presente.

En el caso de la economía, luego de la admisión de que el valor de los bienes económicos tiene un carácter subjetivo (es el consumidor quien le otorga valor a las cosas, sin que haya que atribuirles un valor objetivo) resulta erróneo suponer que no existan regularidades ni leyes que amparen tales valoraciones y decisiones posteriores, llegando a la errónea conclusión de que la ciencia económica es una “ciencia subjetiva”; por cuanto resulta sencillo observar en cualquier texto de economía gran cantidad de leyes propias de esa rama de las ciencias sociales. Carl Menger advertía a sus lectores de no caer en ese error: “Tan sólo querríamos prevenir aquí contra la opinión de quienes niegan la regularidad de los fenómenos económicos aludiendo a la libre voluntad de los hombres, porque por este camino lo que se niega es que las teorías de la economía política tengan el rango de ciencia exacta” (De “Principios de Economía Política”-Ediciones Folio-Barcelona 1996).

Por otra parte, Ludwig von Mises consideraba inadecuada la intención de describir la acción humana en base a relaciones del tipo estímulo-respuesta, considerando que para ello debería llegarse a una descripción a nivel de los procesos físicos y químicos que gobiernan nuestro cuerpo y nuestra mente. De ahí que considera, acertadamente, que la acción humana depende esencialmente de las ideas y de una finalidad asociada a cada una de nuestras acciones. Al respecto escribió: “Un positivista confiado puede esperar que algún día los fisiólogos tengan éxito en describir en términos físicos y químicos todos los eventos que resultaron en la producción de individuos determinados y en la modificación de su sustancia innata durante sus vidas. Podemos dejar de lado la pregunta de si un conocimiento tal sería suficiente para explicar de manera completa el comportamiento de los animales en cualquier situación que debieran enfrentar. Pero no debe dudarse de que no le permitiría al estudiante lidiar con el modo en que un hombre reacciona a estímulos externos. Porque esta reacción humana está determinada por ideas, un fenómeno cuya descripción está más allá del alcance de la física, la química y la fisiología” (De “Los fundamentos últimos de la ciencia económica”).

Se advierte, sin embargo, que Mises no tiene en cuenta la posible existencia de una actitud característica, que es una respuesta típica individual que tiene en cuenta las ideas, el razonamiento y los aspectos emocionales que intervienen en los procesos asociados a la toma de decisiones. Al no estar del todo convencido de tal atributo individual, que es la base de la Psicología social, adopta el largo y complejo camino de adoptar para la acción humana un fundamento similar al de las ciencias formales como la lógica y las matemáticas. Al respecto escribió: “Desde el punto de vista de la epistemología, la característica distintiva de lo que llamamos naturaleza consiste en la descubrible e inevitable regularidad en la concatenación y secuencia de los fenómenos. Por otra parte, la característica distintiva de lo que llamamos el ámbito humano o historia o, para decirlo mejor, el reino de la acción humana, es la ausencia de dicha regularidad”.

“Bajo condiciones idénticas las piedras siempre reaccionan de la misma manera a los mismos estímulos; podemos aprender algo acerca de esos patrones regulares de reacción, y podemos utilizar ese conocimiento para encaminar nuestras acciones hacia fines específicos. La clasificación que hacemos de objetos naturales y el darle nombre a estas clases es un resultado de ese conocimiento. Una piedra es una cosa que reacciona en una forma específica. Los hombres responden de diferentes maneras ante el mismo estímulo, y el mismo hombre en diferentes ocasiones puede actuar en formas distintas a su conducta pasada o futura. Es imposible agrupar a los hombres en clases cuyos miembros siempre reaccionen de la misma manera”.

“Esto no quiere decir que las acciones humanas futuras sean totalmente impredecibles. Pueden, en cierta manera, ser previstas hasta cierto punto. Pero los métodos utilizados en tales previsiones y su alcance son lógica y epistemológicamente diferentes de los que se utilizan en la predicción de acontecimientos naturales y también de su alcance” (De “Teoría e Historia”-Unión Editorial SA-Madrid 1975).

Si no existiera una respuesta típica en las personas, sería imposible conocerlas y sería imposible toda vida en sociedad. Si un individuo actúa respetuosamente un día mientras que al día siguiente, ante un estímulo similar, actuara en forma descortés, pensamos que algo le habrá sucedido o que actúa en una forma impredecible, por lo que resulta poco confiable para un vínculo social estable. Por el contrario, al disponer todo individuo de una personalidad típica, materializada en la actitud característica, es posible establecer vínculos sociales estables. Ello no significa que tal respuesta sea invariable como la de una piedra a la que se le da un impulso, ni tampoco que los seres humanos mantengamos una misma actitud durante toda nuestra vida, ya que la educación y la influencia social van modificando las ideas y la conducta a lo largo del tiempo.

Al desconocer Ludwig von Mises los lineamientos básicos de la Psicología Social, desvinculó la praxeología (estudio de la acción humana) de las teorías de la acción de las demás ciencias sociales. De ahí que resulte bastante más simple, incorporar la economía al resto de las ciencias sociales y adoptar una teoría de la acción basada en la actitud característica, surgida de la Psicología Social.

El concepto de actitud no es solamente el puente que une lo individual con lo social, sino también el vínculo entre las diversas ramas de las ciencias sociales, incluso entre ciencia y religión. Al adoptar como base de la acción cooperativa a la actitud por la cual tendemos a compartir las penas y las alegrías ajenas como propias (amor), se observa un vínculo entre la religión cristiana y la economía de mercado, que promueve un beneficio simultáneo en todo intercambio económico. La ética cristiana resulta ser una ética natural (basada en la empatía) que ha de servir también para optimizar el comportamiento económico de productores y consumidores. Jesús Huerta de Soto escribió: “La consideración del proceso social como una realidad dinámica constituida por la interacción de miles de seres humanos, cada uno de ellos dotado de una innata y constante capacidad creativa, imposibilita el conocer con detalle cuáles serán los costes y beneficios derivados de cada acción, lo que exige que el ser humano tenga que utilizar como piloto automático de comportamiento una serie de guías o principios morales de actuación”.

“Estos principios morales además tienden a hacer posible la interacción coordinada de los diferentes seres humanos y, por tanto, generan un proceso de coordinación que, en cierto sentido, podría calificarse de dinámicamente eficiente. Desde la concepción del mercado como un proceso dinámico, la eficiencia entendida como coordinación surge del comportamiento de los seres humanos efectuado siguiendo unas específicas normas pautadas de tipo moral, y viceversa, el ejercicio de la acción humana sometida a estos principios éticos da lugar a una eficiencia dinámica entendida como tendencia coordinadora en los procesos de interacción social. Por eso, podemos concluir que desde un punto de vista dinámico la eficiencia no es compatible con distintos esquemas de equidad o justicia, sino que surge única y exclusivamente de uno de ellos”.

“Quizá uno de los aspectos más significativos de las últimas formulaciones de la doctrina social de la Iglesia Católica a favor de la economía de mercado radica en la gran influencia que en las mismas han tenido las concepciones de la Escuela Austriaca de Economía, y en particular las de Hayek y Kirzner, el primero un católico agnóstico no practicante, y el segundo un judío practicante profundamente religioso”.

“En efecto, el pensador católico Michael Novak sorprendió al mundo cuando hizo pública la extensa conversación personal que el papa Juan Pablo II y Hayek mantuvieron antes del fallecimiento de este último. Y posteriormente, en su notable libro «The Catholic Ethic and the Spirit of Capitalism», Novak señala el gran paralelismo existente entre la concepción de la acción humana creativa, desarrollada por el Papa en su tesis doctoral titulada «Persona y acción», y la concepción de la función empresarial que debemos a Kirzner”.

“Esta concepción ha sido refinada por Juan Pablo II en su encíclica «Centesimus annus», donde expresamente se refiere ya a cómo el factor decisivo en la sociedad es la capacidad empresarial o acción humana creativa o, como dice con sus propias palabras, «el hombre mismo, es decir su capacidad de conocimiento», en sus dos variantes de conocimiento científico y conocimiento práctico, que define como aquél necesario para «intuir y satisfacer las necesidades de los demás». De acuerdo con Juan Pablo II, estos conocimientos permiten al ser humano «expresar su creatividad y desarrollar sus capacidades», así como introducirle en esa «red de conocimiento e intercomunicación social» que constituye el mercado y la sociedad. De manera que, para Juan Pablo II, cada vez «se hace más evidente el determinante papel del trabajo humano (yo diría, más bien, acción humana) disciplinado y creativo y el de las capacidades de iniciativa y del espíritu emprendedor como parte esencial del mismo trabajo»”

“Por primera vez en la historia, pues, y gracias a la positiva influencia de la Escuela Austriaca de Economía, la doctrina social de la Iglesia Católica se ha puesto por delante del paradigma dominante de la propia ciencia económica que hasta ahora ha venido ignorando al ser humano creativo y anclado en una concepción estática del mercado y de la sociedad” (Del Estudio Preliminar de “Creatividad, Capitalismo y Justicia Distributiva” de Israel M. Kirzner-Ediciones Folio SA-Barcelona 1997).

lunes, 18 de junio de 2018

Acerca de la soberbia

La actitud de la soberbia no es solamente considerada como el primero de los pecados capitales, sino que incluso los abarcaría a todos. Como todo pecado, o defecto moral, resulta ser una debilidad humana. Actualmente es descripta como un complejo de superioridad que surge como una necesidad para compensar un previo complejo de inferioridad. La soberbia es un egoísmo extremo que genera en los demás una actitud de rechazo o de repugnancia.

El soberbio ve a la persona cooperativa como alguien débil, que se rebaja ante los demás. De ahí que uno de los síntomas de la vagancia sea la ausencia de toda intención de cooperación, que impide realizar trabajos que han de llevar, de alguna forma, a beneficiar a los demás. Es por ello que los habitantes de los países subdesarrollados muestran mayores niveles de soberbia que los habitantes de los países desarrollados, más predispuestos al trabajo cotidiano.

El soberbio, como persona egoísta, es incapaz de reconocer méritos ajenos, mientras que exagera los propios. Casi siempre se lo ve descender desde su imaginario pedestal para ponerse a la altura de los simples mortales, no sin cierto esfuerzo. En el ámbito de la ciencia, en donde aparecen investigadores que muestran niveles de inteligencia abismalmente superiores al del ciudadano común, no debería haber soberbios (en caso de ser honestos y de no ser ignorantes de las realizaciones de otros).

Giovanni Papini realizó una síntesis respecto de la soberbia a través de un sermón imaginario dentro de una Iglesia, escribiendo al respecto: “Hermanos y hermanas. Vimos en los días precedentes cuál es la forma y gravedad de los siete pecados capitales o pecados mortales. Hoy deseo deciros una verdad que nadie ha dicho hasta ahora al pueblo cristiano. Quiero anunciar, en esta iglesia consagrada a Nuestra Señora de la Humildad, que en realidad de verdad esos siete pecados se reducen a uno solo: el pecado de la soberbia”.

“Considerad, por ejemplo, los modos y los motivos de la ira. Este horrible pecado no es más que un efecto y un escape de la soberbia. El hombre soberbio no tolera ser contrariado, se siente ofendido por cualquier contraste y hasta por la más justa reprensión; el hombre soberbio siempre quiere vencer y superar a quien considera inferior, y por esto se ve arrastrado a las injurias, a la cólera y la rabia”.

“Pensad en otro pecado igualmente odioso y maldito: la envidia. El soberbio no puede concebir que otro hombre tenga cualidades o fortunas de las que él carece; no puede soportar, a causa de su ilusión de que está sobre todos, que otros estén en sitios más elevados que el suyo, que sean más alabados y honrados, que sean más poderosos y ricos. Por lo tanto la envidia no es más que una consecuencia y manifestación de la soberbia”.

“También se manifiesta claramente la soberbia en el repugnante pecado de la lujuria. El lujurioso es el que quiere someter a su capricho y a su placer el mayor número posible de mujeres dóciles y complacientes. La mujer lujuriosa es la que quiere someter a su carne y a su vanidad al mayor número de hombres robados al derecho o al deseo de otras mujeres. El frenesí de la posesión carnal se funda en la ilusión de una dominación recíproca, o sea, en la «libido dominandi» que es, a su vez, el verdadero fundamento de la soberbia. Poseer quiere decir ser dueño, o sea, superior; ser amado significa ser preferido a los demás, es decir: ser considerado y adorado como criatura privilegiada. Y todo esto no es otra cosa que manifestación y satisfacción de ciega soberbia”.

“Ya es más difícil reconocer a la soberbia en el innoble pecado de la gula. Mas, como de costumbre, también en esto viene en nuestra ayuda la Sagrada Biblia. Cuando la serpiente, símbolo de la soberbia, quiso tentar a Eva, ¿a qué medio recurrió además de mentirosas promesas? Presentó a la mujer una fruta deseable a la vista y dulce para comer. Recordad también que en la última Cena Nuestro Señor ofreció pan mojado, es decir, el bocado preferido, al traidor, y esto después de haber dicho que Satanás, o sea, la soberbia, había entrado antes en Judas. Por lo tanto, los que ponen sus delicias en llenar el vientre más allá de lo que se precisa para saciar el hambre, están emparentados con los soberbios; en tal bestial proeza o manía buscan una prueba de su riqueza, de su capacidad o valer, de su arte de engullir y saborear, resumiendo, de su superioridad”.

“También la avaricia, hermanos míos, o la voracidad por el dinero y demás bienes terrenos, se halla estrechamente relacionada con el pecado de la soberbia. El hombre avaro desea hacer todo suyo y no ceder a los hermanos ni siquiera una parte mínima de su tesoro. Su sueño supremo consiste en llegar a ser el más rico de todos en medio de una turba de pobres, pues sabe que en nuestro mundo idiota y perverso el rico es respetado, es adulado, honrado, implorado y servido como un monarca. Para el avaro la riqueza es antes que nada un medio para saciar su avidez de dominio, su torpe vanidad, su loca soberbia”.

“Ahora no nos queda más que volver nuestra consideración hacia la vergonzosa pereza. Como bien lo pensáis, el perezoso es el ser humano que anhela o pretende vivir a costa del trabajo de los demás, como si tuviera un derecho natural al tributo de seres que le son inferiores, como si el trabajo fuera algo indigno de su orgullosa superioridad; perezoso es el que nada hace y nada emprende para mejorarse a sí mismo, para mejorar su alma y su condición, y en esto fácil es descubrir la implícita persuasión de que ya es perfecto, de que es mejor que quienes están a su alrededor, pero en esa su loca certeza notáis fácilmente la diabólica afirmación de la omnipresente soberbia”.

“Espero haber demostrado, aunque haya hablado brevemente, la verdad de mi aserto: hay un solo pecado en séptuple forma, el homicida y deicida pecado de la soberbia” (De “El libro negro”-Editorial Mundo Moderno-Buenos Aires 1952).

sábado, 16 de junio de 2018

La envidia como motor del socialismo

Las contradicciones entre la prédica socialista y las acciones concretas establecidas por sus seguidores se deben esencialmente a que la envidia es un defecto personal encubierto con muchos disfraces. De ahí que el combate ideológico contra el socialismo debería comenzar con el esclarecimiento de la envidia. Se mencionan a continuación fragmentos de un artículo esclarecedor de tal actitud predominante entre los adeptos al socialismo.

ENVIDIOSOS

Por Giovanni Papini

El que envidia es un venenoso que se envenena. Destila de su ser un licor maligno que después se bebe todo, gota o gota.

Se regocija en el dolor ajeno y siente dolor por la alegría de los demás –pero sus placeres están turbados y son breves en tanto que su sufrimiento es acerbo y constante. Sufre por el bien –o lo que a él le parece el bien- recaído en los otros; sufre por la ansiedad de ver que ese bien les sea quitado; sufre por el temor de que el envidiado obtenga un bien más; sufre cuando oye elogiar a alguien, fuera de sí mismo; sufre cuando alguien deplora el daño recaído en el envidiado y que a él lo reconfortó.

La extrema envidia lo lleva a veces al odio, tormento y peligro de los mayores; o lo condena a la amarga masticación de la misantropía segregadora; o lo impulsa, para superar a los envidiados, a una inquieta y tal vez fraudulenta conquista de riquezas y de fama. Pero el mal mayor le viene de su imaginación que de tal manera agiganta la fortuna de los demás y empequeñece la suya; y hasta tal punto que él no ve ni goza los bienes propios, ni los siente, aprisionado y tenso en la tarea de espiar y envidiar los de los prójimos. No puede soportar la riqueza ajena y mientras tanto se empobrece; no puede tolerar la grandeza de sus semejantes y pierde la poca que posee o que podría poseer.

La envidia, en suma, consiste en quitarse a sí mismo lo que se quisiera quitar a los otros, y en procurarse a sí mismo el desagrado y la indignidad que se desea a los demás. Y es tan dura la punición por sí misma que los envidiados, si tienen alma generosa, se compadecen de quienes los envidian. Estos atormentadores de sí mismos, en sus casos más graves amarillos como atacados de ictericia, con la boca torcida por las arrugas del desprecio perpetuo, sujetos a la melancolía persecutoria y al insomnio, desheredados de toda alegría dentro de sí y fuera, que sólo esperan de las desventuras ajenas un fugaz y amargo consuelo, mueven por cierto a piedad, aun pensando en la justicia inmanente de sus castigos.

La envidia despierta la caridad justamente porque es lo opuesto de la caridad, que se alegra por el bien de los demás y padece sus males más que los propios. Y es lo opuesto de los sentimientos más altos: del amor, que goza con la dicha del amado aun a costa del propio dolor; de la generosidad, que llega a sufrir ante el mal del enemigo mismo; del entusiasmo, que todo lo engrandece mientras que la envidia todo lo envilece. La magnificencia es de los grandes así como la mezquindad es de los pequeños.

Y es contrario también a la emulación que no detesta ni rebaja el bien ajeno pero quiere conquistarlo para sí sin quitárselo a quien ya lo posee; a los celos, que por lo menos tienen como disculpa el miedo de que alguien arrebate lo que se posee justicieramente; y hasta el odio, que reconoce el valor del adversario y lo combate a cara descubierta mientras que la envidia, avergonzada de sí misma, se oculta bajo centenas de máscaras y no tiene siquiera el coraje de la guerra franca. El hombre confiesa cualquier pecado menos el de la envidia, tan repugnante y humillante le parece a él mismo.

¿De dónde nace este pecado que aun siendo tortura para quien lo comete es tan común entre los hombres?

Muchos creen que su raíz está en el orgullo, pero se equivocan. El verdadero orgullo no envidia, no se siente inferior a nadie y si ve la grandeza ajena no sufre porque se propone superarla ya que se siente capaz de obtenerla en mayor grado. La envidia, por el contrario, viene de una especie de humildad involuntaria y acre que reconoce la superioridad de los otros y la propia incapacidad para alcanzarla. Más aún, casi siempre es una admiración acompañada por la tristeza de la impotencia. Al igual que el soberbio, el envidioso no tolera a quien está más elevado que él, y resignado a su miseria y pequeñez querría que todos fuesen pequeños y míseros como él y más que él; pero el soberbio se mide con los grandes y hasta desearía que lo fuesen más porque mayor sería su orgullo de sobrepasarlos.

La envidia es el efecto de una múltiple imbecilidad. Imbecilidad en el sentido originario de debilidad, o sea, en la confesión interior de ser inhábiles para conquistar lo que los más fuertes o afortunados poseen. Imbecilidad en el sentido de miopía porque las más de las veces se envidia a quien no merece ser envidiado, ya sea porque el bien aparente es un mal efectivo, ya sea porque en realidad goza y posee menos que nosotros. Imbecilidad porque se envidia inclusive el mal y el pecado o cosas que verdaderamente no querríamos tener, o ciertos bienes propicios a otros que para nosotros serían una carga y un daño. Imbecilidad porque por lo general se envidian los bienes materiales, es decir, los inferiores, y que por su naturaleza son limitados hasta tal punto que una parte dada a nosotros es sustraída a los otros; mientras que raramente se envidian los bienes espirituales, tanto más preciosos, y que a diferencia de los primeros más se acrecientan si son más sus poseedores.

Imbecilidad ciega, en fin, porque el envidioso ignora la comunión universal que hace que cada uno de nosotros sea partícipe de la felicidad o del padecimiento de los demás –y no recuerda, si es cristiano, que siendo todos nosotros miembros de un solo cuerpo viviente, cada alegría del hermano debería ser nuestra alegría, gracias al amor que nos hace tomar parte.

Pero el imbécil envidioso no conoce otro amor más que el amor a sí mismo, y como no encuentra en su mínima alma, casi desaparecida, ni en su pobreza, suficiente sustancia de amor, la ausente adoración del yo se convierte en detestación de los otros. Si hubiese descubierto en sí virtudes y riquezas se habría sentido por encima de todos, como un ídolo sobre la columna del orgullo, y hubiese gastado toda su fuerza en acrecentar su grandeza, pero se siente por debajo y emplea su poder para rebajar a quien tiene más. Yo soy feo, por lo tanto, no es verdad que tú seas bello. Yo soy pobre, pero tus riquezas son mal adquiridas y peor gastadas. Yo soy impotente pero tus obras valen menos que nada o son inferiores a las antiguas. Yo no sirvo pero tu fama está usurpada y tu renombre es injusto. Yo soy malo pero tu bondad es hipócrita, falaz e interesada. Yo soy cobarde pero tus arrojos están exagerados por tus aduladores y fueron cumplidos por amor a alabanzas y ganancias.

El envidioso, que con frecuencia es agudo, no es capaz de amor y, en consecuencia, de dicha, y no pudiendo gozar de sí, sufre por los júbilos y triunfos ajenos. Como el toro ante el rojo, se irrita ante el color de la alegría. Odia a quien ama, odia a quien es amado, y ama solamente a quien odia con él.

Pero no se puede odiar a los distantes y a los ignotos –por eso el envidioso está forzado a envidiar a aquéllos con quienes convive, los más próximos, sus propios hermanos.

Generada en una maligna y cobarde humildad, la envidia raramente obtiene lo que desea, es decir, el mal del envidiado. A los envidiados los entristece el odio que sienten en torno: si son orgullosos, por temor de un daño, y si son generosos, por piedad hacia aquellos que envidian. Pero pronto se regocijan. Si me envidian quiere decir que tengo valor, méritos, dones; quiere decir que sienten y reconocen mi grandeza, mi triunfo. La envidia es la sombra obligada del genio y de la gloria, y los envidiosos no son sino, dentro del odio, los admiradores rebeldes y los testigos involuntarios. No cuesta mucho perdonarlos cuando se tiene el derecho de complacerse o despreciarlos.

Más aún, podemos estarles agradecidos porque con frecuencia el veneno de la envidia es para los perezosos un vino generoso que proporciona nuevo vigor para nuevas obras y nuevas conquistas. La mejor venganza contra aquéllos que nos quieren rebajar es emprender vuelo hacia una cima más alta. Y tal vez más de uno no hubiera ascendido tanto sin el aguijón de quien lo quería ver por tierra.

El verdadero sabio hace más: se sirve de la misma denigración para perfeccionar el propio retrato y quitar las sombras que mancillan la luz. El envidioso se vuelve, sin saberlo, el colaborador de su perfección.

Las almas malignas –frecuentes también entre los envidiados- se complacen tanto en ese homenaje indirecto y forzado que es la envidia, que se divierten al provocarla con la ostentación y la cultivan vanagloriándose de sus triunfos antes aquéllos que los sufren. Gozan al ver el padecimiento del envidioso y caen, por lo tanto, en su mismo pecado que es la anticaridad. Otros, en cambio, por prudencia o compasión, ocultan lo mejor que pueden lo mejor de ellos mismos y la ventura, si les llega, y terminan siendo simuladores por querer hacer el bien.

La envidia, por consiguiente, puede nutrir el orgullo, desarrollar la crueldad o constreñir al fingimiento, pero solamente cuando los envidiados ya son, en potencia, soberbios, crueles o capaces de fingir. Si el envidiado es de veras superior, el envidioso nada puede contra él: para ser contagiado, el grande debe descender hasta lo pequeño. Pero cuando la envidia, en vez de ser un mal secreto de los solitarios, infecta a las multitudes, entonces es funesta en cuanto a lo universal. La envidia de la plebe hacia los oligarcas es el origen primero de la mediocracia. La envidia de las clases bajas, más numerosas, contra los poderosos, enciende el fuego de las revoluciones; la envidia de los pobres hacia los ricos es causa de saqueos y de todo hurto legal. La envidia de los pueblos contra los pueblos es una de las razones de las guerras de exterminio. Si individualmente es veneno que intoxica, destilado en las mayorías es bacilo de peste que destruye también a los inocentes.

(De “Informe sobre los hombres”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1979).

miércoles, 13 de junio de 2018

Economía ¿ciencia formal o fáctica?

Las diversas ramas de la ciencia pueden agruparse en dos grupos principales: formales y fácticas (o factuales). Las ciencias formales son la lógica y la matemática, mientras que el resto son calificadas como fácticas. Tanto la lógica como la matemática tienen una validación interna, es decir, se aceptan como ciencias por cuanto resultan compatibles, o no contradictorias, con los axiomas básicos que las sustentan. Ello no significa, sin embargo, que se busquen o se acepten estructuras formales que tengan poca, o ninguna, cabida en el mundo real; de ahí la expresión de Henri Poincaré: “Descubrir es elegir”.

La lógica, que describe el pensamiento humano de tipo “verdadero” o “falso”, describe también el comportamiento de circuitos eléctricos en los cuales los interruptores admiten dos estados posibles: “abierto” o “cerrado”. Ello ha favorecido el desarrollo de la electrónica digital y el advenimiento de la computadora digital.

En cuanto a la validez de las estructuras matemáticas, puede decirse que son modelos formales que se establecen sin hacer referencia al mundo real, no porque no tengan cabida, sino porque tienen muchas aplicaciones (por lo general). Incluso existen vínculos entre las diferentes ramas de la matemática, que surgen dentro de ese ámbito, y que pueden reflejar lo que acontece en el mundo real. Este ha sido el caso de la mecánica cuántica, descripta en sus distintas versiones, equivalentes entre sí. En la versión de Edwin Schrödinger se utilizan ecuaciones diferenciales, en la de Werner Heisenberg se utilizan matrices y en la Paul Dirac, álgebras no conmutativas. Tales vínculos no sólo hacen atractiva a las matemáticas sino también a la física teórica.

En cuanto a la economía, se acepta que es una ciencia social que estudia las formas en que el productor satisface las demandas del consumidor. De ahí que aparecen entidades observables y concretas, como el mercado y los individuos que componen la sociedad por lo cual resulta ser una ciencia fáctica. Sin embargo, algunos economistas consideran que se trata de una ciencia formal, como la lógica o las matemáticas. Mario Bunge escribió: “Algunos eruditos, en particular los miembros de la escuela austriaca, sostienen que las teorías económicas son verdaderas a priori por lo que no es necesario someterlas a prueba. Hayek afirmó que la única parte empírica de la economía concierne a la adquisición del conocimiento. Otros, particularmente quienes consideran la economía como una ciencia de decisiones, aducen que las teorías económicas no son descriptivas sino normativas, y por lo tanto inverificables” (De “Las ciencias sociales en discusión”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1999).

En realidad, una teoría es verdadera si resulta compatible con la realidad aunque esté insuficientemente fundamentada o deficientemente axiomatizada. Eduardo A. Zalduendo escribió: “La escuela austriaca considera que la bondad de una teoría no depende del realismo de los supuestos que componen sus variables, sino de sus buenas predicciones; por eso se ha difundido la expresión «economía positiva»” (De “Breve Historia del Pensamiento Económico”-Ediciones Macchi-Buenos Aires 1998).

En alguna parte, Louis de Broglie comentaba que “en los fundamentos de una teoría física aparecen postulados arbitrarios” y que “los resultados legitiman su empleo”. En el caso de la economía, resulta evidente que es necesario establecer postulados básicos para toda la economía, que sean compatibles, no sólo con la realidad, sino con el resto de las ciencias sociales. Debido a la consideración de la economía como ciencia formal, no existiría dicho vínculo, que en realidad existe en toda sociedad real, tal el caso de los fenómenos descriptos por la psicología social, sociología, política, y por la propia economía. Friedrich von Hayek escribió: “Nadie puede ser un gran economista si es solamente un economista –y me veo incluso tentado de agregar que un economista que es solamente un economista puede ser una calamidad, hasta un verdadero peligro” (Citado en “Los profetas de la felicidad” de Alain Minc-Editorial Paidós SAICF-Buenos Aires 2005).

El hombre libre tiende a establecer intercambios voluntarios con otros hombres libres. Esto da lugar a un sistema autoorganizado (la mano invisible de Adam Smith) que se establece en forma espontánea (mercado). La ley de oferta y demanda es una consecuencia de la búsqueda de calidad y precio por parte del comprador y de satisfacer esas demandas por parte del productor.

Los detractores de la economía aducen que no existe tal cosa como el mercado, y menos aún el mercado idealizado por los economistas. Tal procedimiento de idealización de entes cercanos a la realidad se utiliza también en la teoría de los circuitos eléctricos, una rama del electromagnetismo. En este caso, entre las principales entidades utilizadas aparecen resistencias, bobinas y capacitores. En el mundo real no existen tales elementos circuitales en estado “puro”, ya que todo bobinado tiene inductancia y también algo de resistencia y de capacidad eléctrica; algo similar ocurre con las resistencias y los capacitores. Sin embargo, se establece una teoría de amplio alcance en base a tales elementos idealizados.

Es posible, por lo tanto, considerar la existencia del mercado como el primer postulado de la economía en vista de una axiomatización compatible con las ciencias fácticas. Como segundo axioma ha de considerarse la “acción humana”, siguiendo la tendencia propuesta por Ludwig von Mises. Desde el momento en que se establece la teoría del valor subjetivo, comienza a tenerse presentes los atributos individuales de los seres humanos que intervienen en el proceso económico. Mises escribió: “Hay quienes sólo se interesan por su propio bienestar personal. A otros, en cambio, las desgracias ajenas cáusales tanto o más malestar que sus propias desventuras. Hay personas que no aspiran más que a satisfacer el deseo sexual, la apetencia de alimentos, bebida y vivienda y demás placeres materiales. No faltan, por el contrario, quienes se interesan en mayor grado por aquellas satisfacciones generalmente calificadas de «superiores» o «espirituales». Existen seres dispuestos a acomodar su conducta a las exigencias de la cooperación social; y, sin embargo, también hay quienes propenden a quebrantar las normas en cuestión. Para unas gentes el tránsito terrenal es camino que puede conducir a la bienaventuranza eterna; pero también hay quienes no creen en las enseñanzas de religión alguna y para nada las toman en cuenta”.

“La praxeología [estudio de la acción humana] no se interesa por los objetivos últimos que la acción pueda perseguir. Sus enseñanzas resultan válidas para todo tipo de actuación, independientemente del fin a que se aspira. Constituye ciencia atinente a los medios; en modo alguno a los fines” (De “La acción humana”-Editorial Sopec SA-Madrid 1968).

Los economistas tienden a unificar las respuestas posibles de los individuos en el mercado bajo la denominada “elección racional”, que vendría ser una respuesta o actitud generalizada que sirve para describir las decisiones individuales. Mario Bunge escribió: “La teoría de la elección racional trata de valoración, intención, decisión, elección y acción; en especial, intercambio o comercio. Está basada en dos ideas simples y atractivas. La primera es el Postulado de Racionalidad, según el cual las personas saben lo que es mejor para ellas y actúan en conformidad. La segunda idea maestra es el postulado del Individualismo Metodológico. Según éste, todo lo que necesitamos para dar cuenta de cualquier hecho social en cualquier lugar y tiempo son las creencias, decisiones y acciones de los individuos implicados en él” (De “La relación entre la sociología y la filosofía”-Editorial EDAF SA-Madrid 2000).

En psicología social, la tendencia a la acción viene establecida por las actitudes. De ahí que la economía debería considerar, como postulado adicional, no la acción un tanto incompleta propuesta por Mises, o la “elección racional”, sino a las actitudes que los seres humanos mostramos en todos los aspectos de la vida social.

Cada persona posee una actitud característica, que es una respuesta típica que imprime nuestra individualidad. Tal actitud posee cuatro componentes básicas (amor, odio, egoísmo y negligencia), en distintas proporciones en cada persona, que son las causales por las cuales nos orientamos hacia las dos tendencias posibles adoptadas socialmente: cooperación y competencia.

Debido a que la optimización del comportamiento social implica acentuar nuestra actitud cooperativa, resulta también una optimización económica, ya que el buen desempeño económico del conjunto de la sociedad depende esencialmente del buen desempeño moral.

Los individuos poseen, en una determinada etapa de su vida, una actitud o respuesta característica por la cual, al participar en el mercado, tienden a buscar beneficios simultáneos en todo intercambio (cooperación social) o bien a buscar beneficios en forma unilateral (lo que lleva a la interrupción de futuros intercambios). Ludwig von Mises escribió: “La sociedad implica acción concertada, cooperación”.

La ciencia económica, como ciencia social, ha de tener como objetivo la descripción del proceso del mercado como de los factores que promueven, o bien limitan, su estabilidad, como así también la descripción de las actitudes individuales de sus participantes, con el objetivo de optimizar el comportamiento individual y social.

En caso de las posturas que promueven la destrucción del mercado, para imponer vínculos y normas sociales diferentes a las establecidas por los individuos en libertad, se desvirtúa el método descriptivo de la ciencia experimental, por cuanto ya no se describen comportamientos espontáneos sino impuestos exteriormente, como es el caso del socialismo; en cuyo caso, se inducen comportamientos coercitivos que distorsionan las condiciones iniciales de libertad impidiendo los intercambios voluntarios.

De ahí que podría intentarse definir la ciencia económica en función de su finalidad y sus objetivos descriptivos, como “la rama de la ciencia social que describe el funcionamiento del mercado como también la manera en que cada individuo ha de adaptarse al mismo en la búsqueda de una optimización del proceso de producción, consumo e intercambios”.

Para que la economía se ubique entre las ciencias fácticas, debe fundamentarse en los siguientes aspectos:

1- Mercado (democracia económica)
2- Teoría de la acción (Psicología social)
Objetivos: promover la adaptación de todo individuo, y de la sociedad, al proceso del mercado

domingo, 10 de junio de 2018

Ideas medievales

Al existir un vínculo de tipo causal entre ideas y acciones, o entre creencias y actitudes, una descripción completa del acontecer histórico no debe prescindir de las ideas dominantes ni tampoco de los hechos concretos. Incluso resulta bastante menos dificultoso seguir el desarrollo histórico de un pueblo, no tanto por la secuencia de los hechos, sino por la descripción de las ideas predominantes en cada época.

Teniendo presente las ideas imperantes en el medioevo europeo, es posible entender con poca dificultad el posterior surgimiento del capitalismo, de la Reforma religiosa y del Renacimiento cultural. La Edad Media europea estuvo ligada al dominio de la Iglesia Católica, que impone una especie de totalitarismo teocrático, similar, en algunos aspectos, a los totalitarismos vigentes en el siglo XX, especialmente en lo que respecta a su intromisión en aspectos inherentes al ámbito estrictamente personal, como es el de las ideas o creencias adoptadas a nivel individual. Jeremy Rifkin escribió: “La lucha entre la Iglesia medieval cristiana y la incipiente clase burguesa de comerciantes y artesanos era, en gran medida, una lucha sobre orientaciones temporales competitivas y, fundamentalmente, una lucha sobre distintas imágenes del futuro”.

“Con respecto a la Iglesia, el tiempo terrenal no tenía mayor importancia. Cuando mucho, el tiempo era concebido como un mal necesario, algo que debía soportarse. Para el cristiano devoto, esta existencia en el mundo debía servir para preparar la vida eterna que los esperaba después de la muerte. Nunca se mencionaba el hecho de usar el tiempo para mejorar su suerte o el bienestar de la sociedad. En verdad dichos pensamientos podrían haber sido considerados una herejía. Sostener la noción de que este mundo podía ser mejorado era, a los ojos de la Iglesia, un pecado de orgullo. Después de todo, Dios, en su infinita sabiduría concibió su creación terrenal tal como la había deseado”.

“Cualquier hombre o mujer que se atreviera a desafiar el talento artístico de Dios tratando de efectuar cambios, corría el riesgo de recibir el castigo de la Iglesia y del Poder Divino”.

“En la Europa medieval, la Iglesia había establecido un orden apropiado para el funcionamiento de todos los aspectos de la vida social, dejando poco espacio para cambios. Cada cosa tenía su lugar apropiado y su función adecuada en el esquema cristiano de las cosas y, tal como lo señala Frederick Polak, «rebelarse contra el lugar asignado por Dios al Hombre en este mundo equivalía a cometer un pecado mortal y a desafiar al mismo trono de Dios»”.

“Aunque el creyente cristiano se encontraba firmemente situado en el mundo de la carne, su corazón, su mente y su alma siempre se ubicaban en los cielos, donde lo esperaba la salvación. Dado que esta imagen del futuro se basaba tan poco en las fortunas mundanas de las existencias terrenales, el paso del tiempo nunca fue un tema de gran preocupación o de gran importancia. La Iglesia formalizó esta imagen espiritual del futuro elogiando todas las búsquedas divinas y denigrando cualquier esfuerzo secular, especialmente aquellos que amenazaban alterar el panorama económico, social o cultural”.

“La Iglesia publicó una lista de actividades prohibidas y deshonrosas. «Virtualmente todas las profesiones medievales» fueron consideradas, en un grado u otro, inadecuadas, deshonestas e inaceptables ya que todas estaban asociadas a «los caminos de la carne». Sólo la agricultura y unas pocas actividades selectas –que incluían al orfebre, el herrero y al fabricante de espadas y, por supuesto, al clero mismo- eran eximidas de la condena de la jerarquía de la Iglesia. Mientras los bañeros y taberneros eran condenados por alentar la vida licenciosa; los carniceros, bataneros, tintoreros y cocineros eran castigados por ser impuros, y los cirujanos y barberos eran evitados por derramar sangre, la Iglesia reservaba su mayor desprecio para la clase comerciante”.

“Se suponía que el trabajo del hombre debía ser a imagen de Dios, y como el trabajo de Dios es la creación, cualquier profesión que no creara algo tangible debía ser condenada. La Iglesia atacaba a la incipiente clase comerciante acusándola de fuerza parasitaria, un grupo de conspiradores que no creaban nada de valor y que solamente explotaban el trabajo de otros” (De “Las guerras del tiempo”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1989).

La primera etapa de una pesadilla totalitaria aparece con la consolidación de un sector que se considera “poseedor de la verdad”, pero no de una verdad parcial, sino de una verdad absoluta sobre todas las cosas. Mientras que los Evangelios sugieren una actitud a adoptar respecto de Dios y de los demás seres humanos, la Iglesia medieval los interpretó como que ella era la depositaria de una misión que excedió ampliamente la tarea de difusión de una propuesta ética para ser reemplazada por un gobierno terrenal despótico ejercido sobre toda la sociedad.

La segunda etapa implica actuar con la pretensión de imponer a toda costa la “verdad absoluta” poseída. Como siempre surgen disidencias, habrá de utilizarse la violencia necesaria para lograr consenso hasta, finalmente, imponer la unanimidad. Los totalitarismos del siglo XX repiten parcialmente el proceso mencionado, aunque lo llevan a una escala mucho mayor, ya que, tanto el nazismo como el marxismo-leninismo, produjeron niveles de violencia catastróficos. John Bagnell Bury escribió: “Los cristianos, durante los dos siglos en los que fueron una secta prohibida, reclamaban la tolerancia basándose en que la creencia religiosa es voluntaria y no puede ser impuesta. Cuando su fe llegó a ser el credo dominante y tuvieron el poder del Estado detrás, cambiaron de criterio. Se embarcaron en la empresa prometedora de llevar a cabo una uniformidad completa de opiniones de los hombres sobre los misterios del universo y comenzaron una política más o menos declarada en contra de la libertad del pensamiento”.

“Los Emperadores y los Gobiernos adoptaron en parte este sistema por razones políticas; las diferencias religiosas, tan enconadas, les parecían peligrosas para la unidad del Estado. Pero el principio fundamental descansaba en la doctrina de que la salvación se encontraba exclusivamente en la Iglesia cristiana. La convicción profunda de que aquellos que no creían en sus doctrinas se condenarían eternamente, y de que Dios castiga el error teológico como si fuese el más nefasto de los crímenes, condujo naturalmente a la persecución”.

“Se consideró un deber el imponer a los hombres la única doctrina verdadera, ya que sus propios intereses eternos estaban en juego, y el evitar que los errores se extendiesen. Los heréticos eran peores que criminales ordinarios, y las penas que el hombre podía inflingirles, no era nada en comparación con las torturas que les aguardaban en el infierno. Librar la tierra de hombres que, si bien virtuosos, eran por sus errores religiosos enemigos del Todopoderoso, fue simplemente un deber” (De “Historia de la Libertad de Pensamiento”-Ediciones Populares Argentinas-Buenos Aires 1957).

La Iglesia logra el máximo poder en el siglo XII y consigue que los diversos emperadores se sumen a la lucha contra los herejes. Bury agrega: “La Iglesia introdujo en el Derecho público de Europa, el principio nuevo de que un soberano conservaba su corona a condición de que extirpase la herejía. Si vacilaba en perseguirla desobedeciendo el mandato del Papa, debía ser forzado a ello, perdía sus tierras, y sus dominios quedaban expuestos a que se incautase de ellos cualquiera a quien la Iglesia pudiera inducir a que los atacase. Los Papas establecieron así un sistema teocrático en el que todos los intereses se subordinaban al gran deber del mantenimiento de la pureza de la fe”.

El sistema totalitario impuesto por la Iglesia medieval, comienza a desmoronarse con el surgimiento de los comerciantes (burgueses) que proliferaban por las ciudades. “Burguesía: originariamente designó al habitante del burgo o de la villa que rodeaba al burgo. Posteriormente se lo identifica con el estamento social y político denominado «tercer Estado», y se lo identifica con «ciudadanía»: el «citoyen» es el ciudadano políticamente emancipado, económicamente independiente por ser propietario y con voz y voto como miembro de la nación. En los siglos XVIII y XIX es el típico representante del pensamiento ilustrado y del liberalismo” (Del “Diccionario de Sociología” de E. del Acebo Ibáñez y R.J. Brie-Editorial Claridad SA-Buenos Aires 2006).

La Iglesia nunca perdonó a la burguesía y al liberalismo su acción desestabilizadora de la sociedad feudal; y no porque el liberalismo, con su democracia política y económica, haya sido negativa para la humanidad, sino porque fue el principal artífice de la caída del totalitarismo teocrático. Es oportuno destacar que incluso Santo Tomás de Aquino promovía la posibilidad de eliminar a los herejes, escribiendo al respecto: “Acerca de los herejes deben considerarse dos aspectos: uno por parte de ellos; otro por parte de la Iglesia. Por parte de ellos está el pecado, por el que no sólo merecieron ser separados de la Iglesia por la excomunión, sino aun ser excluidos del mundo por la muerte; pues mucho más grave es corromper la fe, vida del alma, que falsificar moneda, con que se sustenta la vida temporal. Y si tales falsificadores y otros malhechores justamente son entregados sin más a la muerte por los príncipes seglares, con más razón los herejes, al momento de ser convictos de herejía, podían no sólo ser excomulgados sino ser entregados a justa pena de muerte. Por parte de la Iglesia, está la misericordia para la conversión de los que yerran. Por eso no condena luego, sino ‘después de una primera y segunda corrección’, como enseña el Apóstol Pablo. Pero, si todavía alguno se mantiene pertinaz, la Iglesia, no esperando su conversión, lo separa de sí por la sentencia de excomunión, mirando por la salud de los demás. Y aún va más allá, legándolos al juicio seglar para su exterminio del mundo por la muerte” (Citado en “Crítica de la religión y la filosofía” de Walter Kaufmann-Fondo de Cultura Económica-México 1983).

Los humanistas, promotores del Renacimiento, vuelven a poner la atención en los antiguos filósofos griegos y romanos, como Lucio Anneo Séneca y Marco Tulio Cicerón, que fueron descalificados durante la Edad Media como simples paganos, aunque sus ideas morales eran compatibles con los Evangelios. La Reforma protestante, por otra parte, significó el reemplazo de un totalitarismo por otro distinto. Bury escribió: “La justificación intelectual del levantamiento protestante con la Iglesia, había sido el derecho a la libertad de conciencia, es decir, el principio de la libertad religiosa. Pero los Reformadores lo afirmaron sólo para sí mismos, y tan pronto como elaboraron sus propios artículos de fe lo repudiaron prácticamente. Esta fue la inconsistencia más notoria de la posición protestante; pero la aspiración que ellos abandonaron no podía quedar suprimida permanentemente”.

jueves, 7 de junio de 2018

El objetivismo de la ciencia experimental

Siendo la ciencia la actividad cognitiva por la cual describe leyes naturales, sus resultados dependen tanto del hombre como de la propia realidad. Decimos que una descripción tiene un carácter objetivo cuando su validez resulta ser la misma para cualquier ser humano que repita la experiencia verificadora. Así, las leyes de la física tienen una validez universal, no sólo en el sentido de que son convalidadas en todo el planeta, sino que presentan una validez independiente del espacio y del tiempo, ya que las observaciones astronómicas confirman las leyes de la física para enormes distancias y para épocas remotas.

Puede decirse que el realismo es la postura predominante en el científico, ya que supone la existencia de leyes naturales aun cuando el hombre no las pueda describir y aun en épocas en que no había rastros de vida inteligente. Esta actitud contrasta con la de algunos filósofos que suponen que el orden natural observado depende de las formas del pensamiento humano. Leonhard Euler escribió: “Cuando mi cerebro provoca en mi alma la sensación de un árbol o de una casa, yo afirmo, sin dudar, que un árbol o una casa existen realmente fuera de mí, de los cuales conozco la ubicación, el tamaño y otras propiedades. De conformidad, no hay hombre o animal que cuestione esta verdad. Si a un campesino se le metiera en la cabeza concebir una duda tal y dijera, por ejemplo, que no cree que el alguacil exista, aunque lo tuviera delante, lo tomarían por loco, y con razón. Pero cuando un filósofo formula tales pensamientos, espera que admiremos su sabiduría y su sagacidad, las cuales sobrepasan infinitamente las aprehensiones del vulgo” (Citado en “Más allá de las imposturas intelectuales” de Alan Sokal-Ediciones Paidós Ibérica SA-Barcelona 2009).

Mientras que el científico supone y busca un conocimiento que pueda compartir con el resto de los seres humanos, producto de su visión realista, el filósofo poco adepto al realismo científico tiende a suponer que existe una interacción diferente entre el hombre y su mundo circundante. Gaston Bachelard escribió: “Si un filósofo habla de conocimiento, lo quiere directo, inmediato, intuitivo. Se acaba convirtiendo a la ingenuidad en una virtud, en un método. Toma cuerpo el juego de palabras de un gran poeta que quita una letra n a la palabra connaissance (conocimiento) para sugerir que el verdadero conocimiento es ya un co-naissance (co-nacimiento). Y se profesa que el primer despertar se hace a plena luz, que el espíritu posee una lucidez innata”.

“Si un filósofo habla de la experiencia ocurre lo mismo, se trata de su propia experiencia, del desarrollo tranquilo de un temperamento. Se acaba por describir una visión personal del mundo como si encontrara ingenuamente el sentido de todo el universo. Y la filosofía contemporánea es así una borrachera de personalidad, una borrachera de originalidad. Y esta originalidad pretende ser radical, arraigada al propio ser, afirma una existencia concreta, crea un existencialismo inmediato. De este modo cada uno va inmediatamente del ser al hombre. Es inútil buscar más allá un tema de meditación, un tema de estudio, un tema de conocimiento, un tema de experiencia. La conciencia es un laboratorio individual, un laboratorio innato. Es terreno abonado para los existencialismos. Cada cual tiene lo suyo, cada cual encuentra su gloria en su singularidad” (De “Epistemología”-Editorial Anagrama-Barcelona 1973).

Mientras el filósofo acentúa su atención en el sujeto que observa y describe la realidad (subjetivismo), el científico acentúa su atención en el objeto a describir (objetivismo). Como consecuencia, los filósofos construyen “viviendas de baja altura” mientras que los científicos construyen “edificios imponentes” (uno por cada rama de la ciencia) que se levantan con el aporte de todos. Mientras el filósofo tiende a razonar en base a símbolos y palabras (cercanos a su mente) el científico tiende a razonar en base a imágenes extraídas de la propia realidad (cercanas a las leyes naturales).

Por las razones mencionadas, es contradictorio expresar que exista una “filosofía objetiva” o una “ciencia subjetiva”. En el primer caso, tiene sentido solamente cuando el filósofo adopta la propia realidad y los resultados de la ciencia como punto de partida. En el segundo caso, tiene sentido la expresión “ciencia subjetiva” cuando en alguna rama de la ciencia social se abandona la verificación experimental dejando de ser precisamente “ciencia”. Mario Bunge escribió: “La estrategia o método general de la ciencia nació hace tres siglos y medio, y se desarrolló y no tiene miras de estancarse en su evolución. Además de desarrollarse, se expandió y sigue expandiéndose. Ya domina las ciencias sociales y la tecnología, y está comenzando a presidir algunas zonas de la filosofía. El día que el método científico las domine a todas podremos hablar de filosofía científica, no ya como de un embrión, sino como de un organismo maduro”.

“Incluso la ontología (o metafísica o cosmología filosófica) puede ser empírica de este modo indirecto. No realizaremos, claro está, experimentos ontológicos; pero sí exigiremos que nuestras teorías estén de acuerdo con nuestras teorías científicas. No se trata de la fácil compatibilidad de teorías ontológicas que no tienen nada que ver entre sí, como podría ser el caso de una teoría astrofísica y una teoría sociológica. El acuerdo que exigimos exista entre la filosofía y la ciencia es más exigente: pedimos que las teorías filosóficas sean contrastables o comprobables, así sea indirectamente” (De “Epistemología”-Editorial Ariel SA-Barcelona 1985).

Las justificadas pretensiones de la filosofía de adecuarse a la ciencia y al realismo, pretensiones compartidas por los diversos estudios humanísticos y sociales, se debe principalmente a que el subjetivismo y el relativismo cognitivo abren las puertas a pseudo-intelectuales que terminan por hacer de las humanidades una especie de basurero de errores y de falacias.

No falta quienes aducen que las ciencias sociales son “subjetivas por naturaleza”. En ese caso no deberían denominarse “ciencias”, como actualmente se hace con la ciencia política, la ciencia económica, la ciencia jurídica, etc. En realidad, partes de estas ramas de la ciencia social encubren teorías incompatibles con la realidad, lo que no implica que la totalidad haya de ser errónea. Recordemos algunas teorías verificadas, como la del suicidio en sociología, la ley de oferta y demanda en economía, la del mejor desempeño con competencia, en psicología social, etc.

Entre las justificaciones esgrimidas por los opositores al realismo, se encuentran algunas interpretaciones de la mecánica cuántica por las cuales se asocia al proceso de observación cierto carácter subjetivo. En realidad, en las ecuaciones verificadas de la mecánica cuántica no aparece ninguna variable matemática asociada a la psicología humana, ya que sólo aparecen variables propias de la física. Mario Bunge escribió: “Es posible eliminar el lastre subjetivista que abruma a la mecánica cuántica, convirtiendo a ésta en una teoría enteramente física libre de elementos psicológicos. Al hacer tal, la mecánica cuántica no se ha quedado soltera sino que ha contraído nuevas nupcias filosóficas: el realismo” (De “Filosofía de la Física”-Editorial Ariel SA-Barcelona 1978).

En cuanto al realismo crítico, propuesto por Bunge, se puede sintetizar en lo siguiente:

1- Hay cosas en sí, esto es, objetos cuya existencia no depende de nuestra mente. (Notemos que el cuantificador es existencial, no universal: los artefactos dependen obviamente de mentes).
2- Las cosas en sí son cognoscibles, bien que parcialmente y por aproximaciones sucesivas antes que exhaustivamente y de un solo plumazo.
3- El conocimiento de una cosa en sí se alcanza conjuntamente mediante la teoría y el experimento, ninguno de los cuales puede pronunciar veredictos finales sobre nada.
4- Este conocimiento (conocimiento factual) es hipotético más que apodíctico, por lo que es corregible y no final: mientras que la hipótesis filosófica de que existen cosas, y pueden ser conocidas, constituye una presuposición de la investigación científica, toda hipótesis científica acerca de la existencia de un tipo esencial de objeto, sus propiedades, o leyes, es corregible.
5- El conocimiento de una cosa en sí, lejos de ser directo y pictórico, es indirecto y simbólico
(De “Filosofía de la Física”).

Entre los detractores de la ciencia experimental predomina la creencia de que la ciencia es una “construcción social” y que el rumbo que ha de seguir cada una de sus ramas se decide en congresos científicos que tienen presente, no tanto la búsqueda de la verdad, como la adquisición de más poder por parte de las multinacionales patrocinantes. Esto implicaría que tales congresos adoptarían funciones similares a las de los concilios de la Iglesia Católica. De esa manera los grupos de poder enturbiarían la sagrada misión de la ciencia, que debería ser organizada y dirigida por personas capacitadas, como es el caso de algún político socialista que también habría de dirigir la cultura, la economía, la política, etc. Mario Bunge escribió: “Hace medio siglo se discutió apasionadamente la cuestión de si el conocimiento, en particular la ciencia, es personal o social”.

“¿Cuál de las dos opiniones es la verdadera? Creo que se trató de un malentendido. Los unos se referían al conocer o investigar, en tanto que los otros se referían al conocimiento, o conjunto de resultados de ese proceso. Obviamente, ambos son compatibles entre sí: el individuo conoce, y la sociedad posee un fondo de conocimientos. A su vez, el investigador no parte de cero, sino del fondo de conocimientos acumulados, y aspira a enriquecerlos”.

“Los internalistas sostienen que todo conocimiento sale de la cabeza y los externalistas, que el conocimiento entra en ella. Los primeros apuestan al ingenio, los segundos, al ambiente, y ninguna de las partes acepta que la otra pueda tener algo de razón. En particular, los psicólogos cognitivos creen poder ignorar el contexto social del aprendizaje, y los sociólogos del conocimiento de nuevo cuño afirman que todas las ideas son construcciones sociales. Esto justifica terciar en esta vieja disputa” (De “100 ideas”-Debolsillo-Buenos Aires 2009).

La afirmación de que la ciencia es una “construcción social”, en cierta forma resulta compatible con el relativismo cognitivo, o con el subjetivismo, siendo poco compatible con el proceso descriptivo que se acerca paulatinamente a la verdad mediante “prueba y error”.

Los avances de la física teórica, por ejemplo, son establecidos por una elite intelectual selecta, y no precisamente selecta porque rechace el ingreso de nuevos integrantes, sino porque se trata de una tarea mental muy exigente siendo muy pocos los que desean dedicar su vida a tamaña empresa. Esto implica que la ciencia se construye mediante el aporte de individuos capaces y de cuya tarea poco o nada conoce o intuye el resto de la sociedad.