martes, 5 de junio de 2018

La drogadicción como enfermedad social

Existen enfermedades hereditarias que no dependen de las acciones o hábitos de quienes las padecen. Otras, en cambio, dependen de la personalidad heredada, aunque original e irrepetible, que lleva a un individuo a una forma de vida que puede ser favorable, o no, a padecer alguna enfermedad. Finalmente, aparecen enfermedades que dependen de la influencia del medio social, de la que cuesta liberarse.

Una enfermedad social es el suicidio. Si bien nos parece un acontecimiento individual, del que poco o nada tendría que ver el resto de la sociedad, las investigaciones de Emile Durkheim muestran que se trata en realidad de un fenómeno social que se transmite a todos los individuos, como cualquier enfermedad contagiosa, aunque sólo afecta a las personas que tienen predisposición a padecerla. George Ritzer escribió: “Una corriente social de «lánguida melancolía» no puede derivarse de un solo individuo, sino que mana de la actitud conjunta de un segmento significativo de la población total. Las «actitudes» colectivas, o corrientes sociales, varían de una colectividad a otra y en consecuencia producen variaciones en las tasas de ciertos comportamientos, entre ellos el suicidio. Igualmente, si estas «actitudes» colectivas cambian, se producen variaciones también en las tasas de suicidios” (De “Teoría Sociológica Clásica”-McGraw-Hill/Interamericana de España-Madrid 1993).

En el caso de la drogadicción, pareciera que se trata de una enfermedad social propia de nuestra época posmoderna y nihilista, en la cual la ausencia de un sentido de la vida hace que muchos individuos se refugien en la búsqueda de diversión para la mente y placer para el cuerpo. Debido a que la diversión y el placer constituyen una “artificial” finalidad de la vida, no propuesta por las leyes que conforman el orden natural, se admite la normalidad de la homosexualidad, el consumo de drogas y todo hábito que apunte a esos fines. Armando Roa escribió: “El nihilismo de fondo sólo tranquiliza mientras no se piense en él y se constituya entonces en serio problema. No deja de ser inquietante, a su vez, para una perduración de esta nueva época, el que la familia, institución básica en que se ha fundamentado la historia de Occidente, y quizás toda la historia, esté en franco quebranto y que la necesidad de acudir a la drogadicción para liberarse de la supuesta ventura de los actuales tiempos sea cada vez más perentoria y amenace los cimientos mismos de lo humano”.

“Siendo el placer sexual lo que, en medio de una atmósfera nihilista, le da cierta consistencia y atractivo a la vida dentro de su brevedad antes de que se hunda en la nada, privar a alguien de él resulta una discriminación suma, igual o peor quizás que la discriminación de razas; por eso, propio de algo posmoderno es dar igualdad de derechos a homosexuales y lesbianas para contraer matrimonio si eso les apetece…”.

“Se trata pues de un hedonismo que no tiene mucha similitud con el de edades anteriores; este hedonismo posmoderno propicia la venta libre de drogas, argumentando que no hay motivos para privar de un placer y aún más, que es la prohibición la originante de consumos excesivos perniciosos, pues toda prohibición provoca atracción desmedida sobre lo prohibido” (De “Modernidad y Posmodernidad”-Editorial Andrés Bello-Santiago de Chile 1995).

Siendo la moral el hábito o la costumbre de favorecer el bien como desalentar el mal, puede decirse que tales hábitos cambian en función de los valores predominantes en una sociedad. Así, cuando la búsqueda de la felicidad o de la vida eterna fueron valores predominantes, la ética cristiana dio respuesta a esos valores. Cuando predomina la búsqueda de diversión y placer, también cambian los hábitos y costumbres respecto de los anteriores mencionados.

Se dice que “la moral cambia con las épocas”, lo que es cierto. Pero también cambian los resultados logrados. De ahí que no tiene sentido atribuir validez al relativismo moral, ya que tendría validez si distintos hábitos y costumbres produjeran los mismos resultados. Si la “ética indolora” de la posmodernidad lograra similares resultados que la ética previa de los deberes y los derechos, se les daría la razón a los relativistas morales. Sin embargo, resulta bastante evidente (al menos para algunos) que existe un absolutismo moral impuesto por las leyes naturales que conforman al orden natural.

La mentalidad generalizada de la sociedad tiende a imponer creencias, hábitos y costumbres y, por lo tanto, a dominar mentalmente a las personas más influenciables, que son una mayoría. De ahí que la posmodernidad no sea otra cosa que el predominio del nihilismo, como ausencia del sentido de la vida, del egoísmo extremo y de la búsqueda prioritaria de placer y diversión. El resto (drogadicción, consumismo, negligencia, libertinaje, irresponsabilidad, etc.) es una consecuencia necesaria e inevitable de las ideas y creencias dominantes. Gilles Lipovetsky escribió: “La autonomía de la moral respecto de la religión se erigía como principio pero de alguna manera era «negada» en su funcionamiento real vía la absolutidad intransigente del deber. El fin de esta separación: al organizarse en lo esencial fuera de la forma-deber, la ética alcanzaba en adelante en su plena radicalidad la época de la «salida de la religión». Las democracias han oscilado en el más allá del deber, se acomodan no «sin fe ni ley» sino según una ética débil y mínima, «sin obligación ni sanción»; la marcha de la historia moderna ha hecho eclosionar una formación de un tipo inédito: las sociedades posmoralistas” (De “El crepúsculo del deber”-Editorial Anagrama SA-Barcelona 1994).

Algunos aspectos asociados al proceso de la drogadicción masiva son descritos por Enrique Rojas: “Los jóvenes empiezan a drogarse por curiosidad, para saber qué es eso, en qué consiste, qué se experimenta. Como esto sucede en un círculo juvenil muy contagioso, los que en principio no la prueban son tachados de personas no abiertas a la realidad, retrógrados y atrasados, con lo que enseguida abandonan esa postura”.

“Los jóvenes empiezan a drogarse porque está de moda y se lleva. Este argumento no tiene valor para las personas con criterio, pero en la adolescencia es casi sustancial. Y las modas se contagian más que las infecciones; éste es un dato extraído de la psicología diaria. Hay que tener mucha personalidad y un entorno en donde uno se pueda sentir arropado para no dejarse llevar por esa corriente”.

“El mundo de la droga significa para el joven satisfacer su sed fáustica de aventuras, su necesidad de nuevas experiencias….Hay también un deseo de escapar uno mismo de vez en cuando, abandonarse en una pasividad que repudia todo lo que significa esfuerzo y responsabilidad”.

“La droga siempre es evasión. Los adolescentes y los jóvenes tienen como una especie de sismógrafo interior capaz de detectar muchas cosas negativas de la sociedad de los mayores. Se produce una reacción contra los adultos y la sociedad que ellos han creado: racionalista, centrada en el éxito y en el dinero, burocrática, montada sobre el consumo, muy alejada de los valores y de lo espiritual. Rematan diciendo: «Esta sociedad no me gusta y quiero escapar de ella, ir haciendo otra distinta que no tenga estas coordenadas». Así se inicia esta fuga hacia los paraísos artificiales que la droga promete y que arrancan de su crítica del «stablishment» de los mayores: buscando una nueva libertad que a mediano-largo plazo termina en una sugestiva prisión donde va a ir quedándose atrapado física, psicológica y socialmente”.

“Evasión y protesta son dos notas claves para comprender la psicología de esta plaga social. Por eso podemos descubrir un cierto fondo positivo: el que se droga rechaza conformarse con el mundo y pretende otro mejor. Desaprueba una realidad considerada como prisión. Y aquí caben muchas observaciones que ciertamente son atinadas: la moral interpretada como hipocresía, la felicidad como autoengaño y la vida como tener y acumular. Eso es lo que ellos captan y el mensaje cifrado que transmiten”.

“La droga es también una reacción al vacío espiritual de nuestro tiempo. El hombre necesita del misterio, decía Heidegger. Hay en su fondo más íntimo una aspiración hacia lo trascendente. Y para muchos esta inquietud se sosiega en estos parajes…La droga es una pseudomística en un mundo materialista, hedonista y de consumo. Por eso podemos decir que la droga subraya el vacío de nuestra sociedad. La falta de consistencia en algo sólido y que sea capaz de llenar tantos huecos como tiene el corazón del hombre”.

“La droga permite alejar el dolor y el sufrimiento, desterrar los sentimientos de fracaso y frustración –al menos momentáneamente. Pero no hay que perder de vista que el sufrimiento es la vía regia de aprendizaje…El drogadicto ha renunciado a luchar, quiere sólo sensaciones evanescentes de flotar y suspenderse en el océano de las vivencias nirvánicas”.

“Una vez instalado en la droga de una manera más o menos estable, las motivaciones cambian. Se combate con ella el aburrimiento y la falta de un proyecto de vida coherente y realista. El joven se va viendo empujado por una psicología de personas que se arremolinan en torno a este dios mágico y maravilloso que todo lo arregla de inmediato, pero que pasa una terrible factura por ello; la dependencia y la tolerancia”.

“Por la primera el sujeto no puede dejar de consumirla, ya que si no aflora el célebre síndrome de abstinencia o «mono». La dependencia es la progresiva adaptación biológica del organismo, de tal forma que si se interrumpe el consumo se alteran algunas constantes biológicas. Esto tiene una base metabólica, que no es otra cosa que una protesta celular. La tolerancia aparece en una fase posterior y consiste en la necesidad de ir incrementando progresivamente la dosis para producir los efectos del principio”.

“La drogodependencia es la expresión permanente del mito de la ambrosía: aquella sustancia que, al tomarla los dioses, les hacía inmortales sin esfuerzo alguno” (De “El hombre light”-Grupo Editorial Planeta SAIC-Buenos Aires 2012).

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