La evolución cultural de la humanidad se ha estado estableciendo a través de sucesivas “mutaciones culturales”. Estos cambios, a veces aceptados y a veces rechazados, se producen tanto en la religión como en la filosofía y en la ciencia. Todo cambio en religión implica oponerse parcialmente a lo que se viene aceptando, por lo que surgen reacciones desde la tradición en contra de la innovación, siendo considerado como “hereje” quien propone cambios significativos. El propio Cristo es condenado a muerte por intentar introducir cambios en la religión judía, mientras que Baruch de Spinoza es expulsado de la sinagoga por sus ideas filosóficas.
El innovador será considerado en un primer momento como un enemigo de la religión, recayendo incluso tal calificativo en quienes desde la ciencia experimental establecieron teorías que fueron consideradas incompatibles a las creencias vigentes en una determinada época, tales los casos de Copérnico, Galileo, Darwin y otros; ninguno de los nombrados fue un opositor de la religión, mientras que Copérnico era sacerdote y Galileo el padre de una monja.
Mientras que no tenemos derecho a hablar públicamente respecto de alguien, especialmente cuando sus acciones no afectan a los demás, tenemos amplio derecho a hacerlo respecto de quien “se introduce en nuestro televisor”. Con un criterio similar, quienes se dedican a la religión, o a cualquier actividad con trascendencia social, deben aceptar el derecho que los demás integrantes de la sociedad tienen para cuestionar su posible influencia.
Entre los conflictos de tipo religioso tenemos el antagonismo aparente entre religión revelada y religión natural, que surge de dos posturas filosóficas distintas. Puede decirse que es aparente si lo consideramos desde el punto de vista de la acción ética sugerida en ambos casos, ya que resulta similar. La primera postura supone la existencia de un Dios con atributos humanos, mientras que la restante admite la existencia de un orden natural con leyes invariantes (resumido en la expresión de Spinoza: “Dios o la naturaleza”). En el primer caso, la religión se basa en la fe y en la obediencia, mientras que en el otro caso se basa en la observación y el razonamiento, haciéndose indistinguible de la ciencia experimental.
La religión revelada, o sobrenatural, supone la existencia de seres que actúan fuera de las leyes naturales, que hacen “contactos” con el mundo real a través de la revelación y de los milagros. La fe religiosa se apoyaría en pruebas aportadas respecto de tales materializaciones de lo espiritual. La religión natural, por el contrario, trata de espiritualizar a la materia, ya que considera que no hace falta algo distinto a tal sustancia para la formación del hombre, tal como lo establece cada vez con mayor convicción el caudal de conocimientos aportados por la neurociencia.
En la religión revelada se prioriza la fe a la acción, suponiendo que aquélla asegura un adecuado comportamiento ético, lo que no siempre ocurre así. En la religión natural se prioriza la actitud ética antes que cualquier postura filosófica o religiosa adoptada. La primera brinda mayor seguridad porque se supone que Dios acudirá en nuestro auxilio cuando sea necesario, aunque también debilita en cierta forma el hábito de tomar precauciones suficientes en cada circunstancia que ofrezca riesgos. Por el contrario, la religión natural, al admitir la existencia de leyes naturales invariantes, sugiere que la seguridad ha de quedar en nuestras propias manos sin dejar de reconocer la existencia de procesos mentales “auto-protectores” que pueden existir aun cuando no los conozcamos en detalle.
La religión revelada centra su atención en la existencia de la vida eterna; sin embargo, si existe, o no, no depende de nuestras creencias, sino de cómo funciona el mundo real. Por el contrario, la religión natural centra su atención en la acción ética, especialmente la que resulta accesible a nuestras decisiones y es el camino que nos lleva a la felicidad y que nos llevará a la vida eterna en caso de que exista. En un caso, se supone la existencia de un Dios que premia la creencia y castiga la infidelidad; mientras que en el otro caso se premiaría o se castigaría la propia acción, ya que el orden natural autoorganizado así habría de hacerlo.
Si bien existen cambios en la actualidad, es oportuno citar algunas prohibiciones surgidas en la Iglesia Católica del siglo XIX. Los denominados anatemas podían conducir a la excomunión del creyente, o del que renunció a tal condición: “Sea anatema: Quien niegue el único Dios verdadero creador y señor de todas las cosas visibles e invisibles. Quien afirme sin rubor que sólo existe materia. Quien diga que la sustancia o esencia de Dios y de todas las cosas es única e igual”. “Quien diga que el hombre puede y debe por sus propios esfuerzos y por progresos constantes llegar al cabo de la posesión de toda verdad y virtud. Quien rehúse aceptar como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura íntegros, con todas sus partes, según fueron enumerados por el santo Concilio de Trento, o niegue que son inspirados por Dios”. “Quien diga que la razón es tan sabia e independiente, que Dios no puede pedirle la fe. Quien diga que la revelación divina no puede hacerse creíble por pruebas exteriores. Quien diga que no pueden hacerse milagros o que nunca pueden conocerse con certeza, y que el origen divino del cristianismo no puede probarse por ellos. Quien diga que la revelación divina no incluye misterios, sino que todos los dogmas de la fe pueden comprenderse y demostrarse por la razón debidamente comprobada. Quien diga que la ciencia humana debe proseguirse con tal espíritu de libertad que puedan considerarse sus afirmaciones como verdaderas, aun cuando se opongan a la verdad revelada. Quien diga que llegará un tiempo en el progreso de las ciencias en que las doctrinas enseñadas por la Iglesia deban tomarse en otro sentido que aquel que la Iglesia les dio y les da todavía” (Citado en “Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia” de Juan G. Draper-Editorial Toba-Buenos Aires 1954).
En las prohibiciones mencionadas está implícita la penosa separación entre ciencia y religión; incluso la exclusión de la Iglesia de todos aquellos que tengan del mundo una visión compatible con la de la ciencia. De ahí que una religión que pretenda ser universal, o católica, debería tener un mensaje compatible con las leyes naturales, que son las leyes de Dios, de manera de priorizar los mandamientos bíblicos a la postura filosófica adoptada. Una Iglesia que puede excluir aun a los que “aman al prójimo como a si mismos”, por no compartir sus dogmas básicos, no responde a lo esencial del cristianismo. Juan G. Draper escribió: “Venimos, pues, a parar a esta conclusión: que el cristianismo católico y la ciencia son absolutamente incompatibles, según reconocen sus respectivos adeptos. No pueden existir juntos: uno debe ceder ante la otra, y la humanidad tiene que elegir, pues no puede conservar ambos”.
En la actualidad, si alguien pretende ser un seguidor de Cristo, dejando de lado todo misterio, ya que no necesita de ninguna materialización de lo espiritual, será visto como un infiel, ya que para el “creyente” resulta prioritaria, no la ética, sino la legitimación de la intermediación que avalaría una determinada postura filosófica respecto del funcionamiento del mundo real.
El filósofo Giordano Bruno, quemado vivo por la Inquisición, repetía antes de morir, dirigiéndose a sus captores: “Ustedes tienen más miedo que yo”. En la actualidad cabe la pregunta acerca de quién debe tener más miedo respecto de una posible condena eterna: el que tiene una conducta ética adecuada (ignorando los misterios) o el que predica el cristianismo (priorizando los misterios) y alejando del cristianismo a gran parte de la población, a pesar de la imperiosa necesidad de orientación que existe en épocas de crisis.
Uno de los últimos casos de herejía fue el del sacerdote y paleontólogo Pierre Teilhard de Chardin, que fue marginado de la Iglesia por buscar la unión entre ciencia y religión. Respecto de su obra científica, el Santo Oficio afirmó: “Confunde el espíritu con la materia, al reducir aquél a un simple estado superior de la materia” (Citado en “Gigantes de la Filosofía” de Oriol Fina-Editorial Bruguera SA-Barcelona 1979).
Mientras que la Iglesia mira hacia el pasado, Teilhard mira hacia el futuro. La postura estática y tradicional se opone a la actitud dinámica y futurista. Georges Crespy escribe: “Al final de este proceso, es evidente que el Cristo de Teilhard se presenta a nuestros ojos fundamentalmente hacia delante, absolutamente igual que el Cristo de la parusía” (De “Ensayo sobre Teilhard de Chardin”).
En cuanto al psicólogo social, que a partir de conceptos tales como cooperación, competencia y actitud característica, describe el comportamiento ético del hombre sugiriendo adoptar una actitud similar a la sugerida por Cristo, no debería ser considerado un infiel por cuanto tan sólo transmite lo que ha comprendido basándose en la razón y en la observación. Sin embargo, se le “prohíbe” autodenominarse cristiano por cuanto su razonamiento excluye lo sobrenatural.
Cuando se establece una teoría basada en la psicología de las actitudes, que permite interpretar gran parte de la ética cristiana, como una ética natural, se tiene un indicio de que no hace falta revelación alguna para llegar a tal conocimiento. Uno cree haber hecho un aporte a la sociedad porque fundamenta las prédicas cristianas en aspectos observables dejando de lado los misterios y haciendo que el contenido de la religión sea accesible al hombre común. Sin embargo, el cristianismo sin revelación y sin misterios es considerado una herejía.
Ante la acusación de que la religión natural deja de lado la creencia en la resurrección, en la vida eterna, etc., puede responderse que el científico social es un buscador de la verdad, y de ahí que sólo afirme lo que pudo ver y lo que pudo comprender. Esto resulta menos riesgoso que utilizar el nombre de Cristo con la posibilidad de predicar algo distinto a lo que quiso significar, aunque debe respetarse la prioridad científica de la ética cristiana una vez que se llega a algo similar desde la psicología social. Además, debe reconocerse que la ética cristiana involucra conceptos muy simples, que han sido relegados por gran cantidad de conceptos tradicionales haciéndoles perder el carácter prioritario que aparece en los propios Evangelios. Por lo general, no se predica lo que Cristo dijo a los hombres sino lo que los hombres dicen sobre Cristo, algo que relega a un lugar secundario al mensaje original. Baruch de Spinoza escribió: “La Escritura no enseña sino cosas muy sencillas, ni busca otra cosa que la obediencia, y que, acerca de la naturaleza divina, tan sólo enseña aquello que los hombres pueden imitar practicando cierta forma de vida” (Del “Tratado teológico-político”-Ediciones Altaya SA-Barcelona 1994).
Si alguien no puede entender el proceso de la resurrección, o de la vida eterna, ello no implica que lo niegue. Simplemente no necesita pruebas distintas a las propias palabras de Cristo. Admite la enseñanza ética, que es lo único accesible a sus decisiones; se identifica con el Cristo de los Evangelios, que predica la existencia del Reino de Dios y el camino para lograrlo.
La religión, para ser verdaderamente la “unión de los adeptos”, debe tener validez universal de manera de no favorecer la discriminación religiosa. Tal universalidad ha de provenir necesariamente de su compatibilidad con la ley natural. Además, debe tener carácter público antes que privado ya que es común en muchos “cristianos” observar con total indiferencia la cada vez menor influencia de la religión por cuanto sólo parece interesarles llegar en forma individual a la vida eterna sin apenas importarles el resto de la sociedad, tendencia que afortunadamente tiende a ser revertida por el Papa Francisco.
Quien no comprende el cristianismo tradicional por tener una formación intelectual en las ciencias exactas, por lo general no duda de los beneficios que podrá ofrecer dicha religión al individuo y a la sociedad, aunque no llegue a ser una parte importante de su vida por cuanto su mente no le permite admitir una gran variedad de aparentes incoherencias lógicas provenientes de las interpretaciones admitidas de la Biblia. Hasta que un día habrá de asociar la idea del Reino de Dios a la existencia de la adaptación cultural del hombre al orden natural. Desde ese momento, la religión pasará a tener un sentido claro y eliminará de su mente todo antagonismo entre ciencia y religión con la optimista suposición de que tales ideas podrán ser útiles a los demás.
El creyente, en su condición de tal, a veces se siente eximido de cumplir con normas éticas elementales, mientras que al hereje nada se le perdona. El buscador de la verdad, sin embargo, siente su conciencia tranquila luego de haber hecho el máximo esfuerzo intelectual tratando de colaborar en una posible disminución del sufrimiento humano, ya que es lo único que está a su alcance.
Es conveniente que los “creyentes” centren su interés en sus propias acciones y en sus propias ideas, ya que gran parte de la Iglesia de Cristo ha caído en un simple y vulgar paganismo en el que sólo se busca el intercambio de ofrendas por pedidos concedidos. Ello poco tiene que ver con el cambio ético que Cristo esperaba de los hombres.
La universalidad de la religión se logrará dejando de lado todo subjetivismo, asociándose a la ciencia; compartiendo su método y su actitud. Al compatibilizarse ambas, ya no será necesario vincular el cristianismo a posturas filosóficas, políticas o económicas ajenas a su esencia, ya que la conversión religiosa o ética implica admitir el mensaje de los Evangelios tal como fueron expresados originalmente siendo suficientes para establecer una sociedad nueva a través de un hombre nuevo.
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