Toda innovación social debe ser sometida al método experimental de prueba y error, para ser aceptada o rechazada en función de su éxito o de su fracaso, ya que la innovación debe adaptarse a la sociedad. Por el contrario, cuando se trata de imponer un cambio para que sea la sociedad la que se adapte a la innovación, estamos bajo la influencia de una ideología que, seguramente, poco tiene en cuenta a nuestra naturaleza humana, siendo un fundamentalismo que tarde o temprano llevará a alguna forma de totalitarismo.
En el ámbito de la justicia penal se ha propuesto una innovación social, el garantoabolicionismo, que es un proceso de dos etapas constituidas por el garantismo (que propone penas mínimas) y por el abolicionismo (que propone eliminarlas). Diana Cohen Agrest escribió: “Coherente con la premisa de que se debe preservar el derecho penal –una de cuyas condiciones de supervivencia, se piensa, es no sembrar el pánico en la ciudadanía-, el garantoabolicionismo admite que si bien «hay propuestas que se orientan hacia esto, como el abolicionismo y el minimalismo penales», enseguida suaviza su afirmación aduciendo que «se trata de propuestas que exigen un profundo cambio en la sociedad, o sea que no son propiamente propuestas de política criminal, sino de proyectos de sociedades diferentes» [Zaffaroni, Alagia, Slokar]”.
“Con su política penal, el Estado continúa fallando por partida triple: al dejar indefensas a las victimas de delitos violentos, al concederle una ventaja al delincuente armado y al pretender reinsertarlo en una sociedad a la cual el victimario, con su delito contra la integridad personal de un inocente, ha renunciado”. “Un informe de la OEA dado a conocer en julio de 2012 concluye que encabezamos el ranking de robos en el continente: la tasa de este tipo de delitos fue de 973 cada 100.000 habitantes, cuando el promedio en el continente es de 456. La comparación establece que los robos en la Argentina son mucho más frecuentes que en Brasil (415), Chile (542) y Uruguay (410). Incluso la tasa de EEUU es mucho menor (123). Desde 1991 hasta 2009, año de la última estadística oficial de delitos en el país difundida por el Poder Ejecutivo Nacional, fueron asesinadas un promedio de 7 personas por día: si sumamos las de los últimos tres años durante los cuales arreciaron los homicidios, el total estimado asciende a 60.000 vidas cobradas por la violencia salvaje de la delincuencia en la Argentina. Esos guarismos, por añadidura, distan de ser confiables”. “La modalidad ideada para ocultar las cifras reales de muertes fue trasladar los asesinatos a un casillero estadístico ambiguo y especialmente urdido para establecer una zona gris: «Muertes por causa externa de intención indeterminada»”.
A pesar de que las cosas no andan bien, Eugenio R. Zaffaroni, junto a otros abogados, pretende utilizar a los propios argentinos como “conejillos de India” para realizar un experimento social para ver qué resulta de minimizar y, luego, abolir las penas a los delincuentes. Quien observa una escalada de la violencia, advertirá que tal experimento ha sido un rotundo fracaso. Por el contrario, tal personaje afirma que existe una “sensación de inseguridad” promovida por los medios masivos de información. Diana Cohen Agrest escribió: “Transcurridas dos décadas de este experimento social, y con los resultados probatorios a la vista, es hora de volvernos hacia los muertos y sus sobrevivientes, silenciados por su mismo dolor”. “Cualquier profesional del derecho sumido en un rapto de «sincericidio» coincidirá con las estadísticas al considerar que la rehabilitación de los delincuentes que cometieron delitos graves es (casi) nula. O a lo sumo, una hipótesis no verificada y hasta falseada por el alto grado de reincidencia, pues en la Argentina del presente, un 92% de los delitos son cometidos por reincidentes”.
El abolicionismo está llegando a los establecimientos educativos estatales ya que se afirma que “las amonestaciones no mejoran a los alumnos”; a lo que debe agregarse que su abolición tampoco los ha de mejorar: por el contrario, tiende a favorecer la indisciplina generalizada, que es la principal causa por la cual la cantidad de alumnos que concurren a escuelas privadas sea cada vez mayor.
El castigo, en el ámbito penal, tiene como fin disuadir al individuo a no seguir cometiendo delitos, advirtiendo a otros por la situación. Alejandro Tomasini Bassols escribió: “En ocasiones se castiga para «hacer justicia» y en otras ocasiones para «sentar precedentes» y para que la pena cumpla una función disuasoria. Las más de las veces, por ambas razones simultáneamente. Por ejemplo, si alguien emite cheques sin fondo y se le impone una multa, la multa es tanto para castigarlo por lo que hizo como para advertirles a todos los que tienen chequeras que no les conviene emitir cheques sin fondo. Es absurdo pretender limitar el uso de «castigo» a una u otra de sus aplicaciones. Aunque conceptual y empíricamente se les puede desligar, en los hechos se dan conjuntamente” (Citado en “Ausencia perpetua”).
Los abolicionistas consideran que el castigo al delincuente es incompatible con sus “derechos humanos”, por cuanto, sostienen, el Estado se excede en sus funciones punitivas. Las innovaciones sociales útiles mejoran en algo a lo ya existente, en lugar de suprimirlo. Es un caso similar al de la religión o al del capitalismo; si funcionan mal, se los debe mejorar en lugar de descartarlos completamente. También el Estado, en el aspecto judicial, debe mejorar si no cumple adecuadamente con sus funciones.
Las ideas abolicionistas coinciden con algunas ideas marxistas por cuanto estiman que la violencia social se debe al sistema capitalista y que es la sociedad quien excluyó inicialmente al delincuente, y de ahí su accionar. La citada autora escribe: “Una vez que Zaffaroni reconoce el apartamiento del delincuente de la ley, paternalmente lo desculpabiliza, eliminando incluso la noción de culpabilidad asociada al crimen y desplazada al sistema o a la sociedad. Zaffaroni cae así explícitamente en una apología del delito: si el preso rehabilitado toma conciencia de que es un idiota al servicio de un presunto poder punitivo que lo usó, dado que el estigma es más difícil de quitar que volver al delito, entonces lo más sencillo es reincidir” (De “Ausencia perpetua”-Debate-Buenos Aires 2013).
En su aspecto teórico, el abolicionismo es una especie de anarquismo penal ya que promueve la quita de toda penalización por delitos cometidos. Sin embargo, el abolicionismo práctico, o real, conduce a una situación similar a la que ocurre en un Estado totalitario. Imaginemos el caso de un ciudadano soviético en la época de Stalin. Tal ciudadano sabe que en cualquier momento, y sin causa aparente, podrá aparecer un miembro de la policía secreta stalinista que incluso hasta podrá matarlo sin que su asesino tenga castigo alguno. En la Argentina actual, todo ciudadano sabe que en cualquier momento, y sin causa aparente, puedo aparecer un peligroso delincuente, liberado por un juez garantista, o abolicionista, que hasta podrá matarlo sin que ese asesino tenga castigo alguno. Si se lucha contra la acción punitiva normal que debe mostrar el Estado en materia penal, se propone una “solución” que empeora la situación.
El ciudadano común puede pensar que él no tiene conocimientos de derecho penal suficientes para opinar al respecto. Sin embargo, tiene nociones intuitivas de derecho natural y del comportamiento de las personas, por lo cual puede advertir con bastante justeza los nefastos efectos que produce la vigencia del garantismo y del abolicionismo. Las leyes humanas que no son compatibles con el derecho natural, no tienen razón de ser.
Si bien las leyes vigentes contemplan la posibilidad de permitir a los jueces autorizaciones para salidas anticipadas de la cárcel, existen también normas legales que los autorizan a mantenerlos detenidos si sospechan que pueden reincidir en el delito. De ahí que la gravedad de la situación radica esencialmente en la perniciosa influencia que personajes como Zaffaroni ejercen sobre la mayor parte de los jueces, que transitan sin prisa pero sin pausa hacia un pleno abolicionismo. La autora citada escribió: “En su deslegitimación del sistema penal, la razón aducida por el garantoabolicionismo es su irracionalidad, como si la abolición de la pena introdujera «racionalidad» en una sociedad constituida por seres humanos alentados a delinquir al no mediar una sanción penal. A su juicio, abolir el sistema penal (y no el derecho) es una exigencia ética, en cuanto es un sistema inhumano que reproduce los agravios infligidos a los que somete, y confisca los conflictos de los particulares, a los que ha expropiado su derecho de resolverlos entre sí. Y si bien admite la coacción jurídica en otros campos del derecho, lo excluye del derecho penal”.
“A modo de síntesis, advirtamos que, devotos de una fe inquebrantable en la erradicación a largo plazo del mal del mundo, los defensores del realismo jurídico-penal marginal califican el poder punitivo como un mal estructural, desconociendo que éste no es sino la respuesta debida por justicia a otro mal estructural: el delito. Aun cuando se puedan admitir, por un momento, esos ideales que propone en una primera etapa minimizar ese poder punitivo cerrando los espacios de confinamiento (instaurando medidas tales como el trabajo comunitario o la pulsera electrónica) para, en una segunda etapa, ser abolido definitivamente, ¿qué hacemos durante la transición?, ¿quiénes de esos abogados y jueces y legisladores son capaces de sacrificar la vida de los suyos en ese pasaje a un mundo mejor? Si Marx, en otro contexto histórico imposible de asimilar al de hoy, declaró que «la violencia es la partera de la historia», ¿quiénes ofrendarán a sus propios hijos en pos de esos ideales?”.
Lo que están consiguiendo los garantistas es el pánico social y la desconfianza generalizada que incluso promueve cierta marginación social. Así, existe miedo en el empresario que ha de contratar personal temiendo el ingreso de un posible delincuente, o desconfianza del automovilista de llevar a alguien que se lo pida. Basta que unos pocos habitantes de un barrio pobre se dediquen a delinquir para que el temor y la desconfianza se dirija hacia todos los demás. Diana Cohen Agrest, cuyo hijo Ezequiel fue asesinado por alguien que debería haber estado detenido en momentos del hecho delictivo, escribe:
“En este simulacro embanderado con la épica del «relato» oficial, una vez más, cuando se habla de derechos humanos, ¿de que hablamos? Los delincuentes gozarán de los derechos humanos de los cuales las víctimas, ni quienes las llorarán el resto de su vida, podrán invocar. Y ante la masacre por goteo perpetrada por los asesinos, los operadores judiciales imbuidos de un cinismo disfrazado de compasión traicionan el derecho humano a la vida. Pues mientras reclaman el derecho humano de los asesinos a ser protegidos de los efectos de sus actos delictivos, violan el derecho humano del ciudadano a que su vida sea protegida del salvajismo criminal. Y en un primitivismo inadmisible, la injusta justicia retrotrae a la sociedad hacia un nuevo estado de naturaleza”.
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