Cuando una sociedad entra en crisis, esa situación afecta también a la intelectualidad, precisamente porque las ideas dominantes han sido generadas y difundidas por tal sector. De ahí que, si esperamos mejoras notables, han de ser los intelectuales quienes nos orientarán, pero con sus ideas corregidas o reelaboradas. El intelectual ha de ser, para la sociedad, como el docente lo es para sus alumnos. Esto es, una especie de intermediario entre quienes originan el conocimiento (científicos o pensadores creativos), y el destinatario de la información a difundir; también podrá ser parte del sector creativo, como ha ocurrido muchas veces. Deberá ser un libre pensador vinculado a la realidad sin estar sometido a una previa ideología o creencia, de lo contrario será como el daltónico que ve al mundo bajo tonalidades de un mismo color.
El pseudo-intelectual es el que adopta una postura de sometimiento intelectual. Luego de suponer que en tal libro, o en tal autor, está toda la verdad, aprende su contenido, o sus ideas, para posteriormente sentir que ha quedado ubicado en la cima del conocimiento universal y por ello defiende a ultranza al autor elegido por cuanto resulta ser también una defensa de su propio prestigio personal. El físico Galileo Galilei tuvo que luchar tanto contra los aristotélicos, que suponían la infalibilidad del gran filósofo griego, como contra los que suponían que en la Biblia no sólo existían verdades sobre el comportamiento humano, sino sobre todo lo existente en el universo. Tanto a los aristotélicos como a los textualistas bíblicos, poco los interesaba la búsqueda de la verdad, porque presuponían conocerla con anterioridad.
En todas las épocas y civilizaciones han existido grupos que han orientado a los distintos pueblos, a veces para bien y otras no tanto. Ignace Lepp escribió: “Los que hoy llamamos intelectuales tienen predecesores ilustres. En la antigua Grecia se los llamaba «amigos de la sabiduría» (philosophoi). Se agrupaban en torno de maestros como Sócrates, Platón, Aristóteles y profesaban el estudio de la naturaleza y la búsqueda de la verdad”.
También en la antigua Roma, siguiendo la tradición griega, los filósofos encuentran un lugar de preeminencia. Entre los intelectuales romanos que pasan a la posteridad encontramos a Epicteto, un esclavo liberado, y también al emperador Marco Aurelio. En el pueblo judío son los profetas los que orientan al pueblo, mientras que en la Edad Media europea los sacerdotes lo hacen con la sociedad de la época. A partir del Renacimiento europeo, los intelectuales, o humanistas, se caracterizan por incorporar el conocimiento científico al anterior saber teológico y filosófico. Ignace Lepp escribió:
“Durante los largos siglos de la Edad Media, los únicos intelectuales, por lo menos en la Europa occidental, fueron los «clérigos», en su mayoría sacerdotes y, sobre todo, monjes. Pese al carácter esencialmente teocrático de la época, no se reducían a la ciencia teológica; su curiosidad se extendía a todos los dominios de lo cognoscible, ya se tratase de la filosofía, de la cosmología, de la medicina, ya de las matemáticas y de la física”. “Por su impulso comenzaron a fundarse universidades desde el siglo XII, y fueron ellos quienes enseñaron en sus aulas” (De “El intelectual y el arte de vivir”-Ediciones Carlos Lohlé-Bs. As. 1966).
En todas las épocas, a los auténticos buscadores de la verdad, se les sumaron los pseudo-intelectuales, que sólo buscaban disfrutar de un prestigio social semejante al de aquellos. El autor citado agrega: “Ciertos arrivistas y pedantes disfrutaban, al parecer, del prestigio que aureolaba la condición de filósofo; vestían un traje especial para que se los distinguiese del común de las gentes y se enzarzaban en apasionadas y vanas disputas. Eran los «sofistas», a quienes Sócrates se complacía en desenmascarar, descubriendo ante sus alumnos su vanidad e ignorancia”. “Entre los judíos del tiempo de Cristo, los intelectuales autóctonos se llamaban escribas y fariseos. De creer a los evangelistas, se asemejaban a los sofistas griegos por su afición a las discusiones y la pedantería, y su preocupación por la forma más que por la esencia de las cosas”.
Podemos suponer que, cuando predomina la opinión de los “filósofos” (los que buscan la verdad y el conocimiento), la sociedad ha de progresar en todos sus aspectos, mientras que, cuando predomina la opinión de los sofistas (los que fingen buscar la verdad o los que ya creen poseerla), la sociedad entrará en crisis.
La característica que debe predominar en el intelectual de nuestro tiempo, ha de ser su apego al pensamiento asociado a la ciencia experimental, o al menos compatible con ella. El caudal de conocimientos adquiridos mediante el método científico, no debe ser ignorado por nadie que se considere un auténtico buscador de la verdad. Sin embargo, al no predominar esta idea, se le sigue llamando “intelectual” al que incluso se jacta de despreciar la ciencia, por lo que, salvo algunas excepciones, es posible que se trate de pensadores más cercanos a los sofistas que a los filósofos. Ignace Lepp escribió al respecto:
“Se ha dado en llamar «intelectuales» a los herederos espirituales de los filósofos, clérigos y humanistas, a partir aproximadamente de los últimos decenios del siglo XIX. Pero se está lejos de concordar sobre la definición o descripción del intelectual moderno. En ciertos ambientes y en el vocabulario propio de ciertos movimientos políticos, deportivos y hasta culturales, este vocablo se reviste de un sentido peyorativo. El intelectual es el soñador, el utopista, el que se complace en habitar en las nubes de las ideas abstractas. Es por definición incapaz de actuar, no comprende gran cosa de los problemas reales de la vida. Como el «realismo» se sitúa a sí mismo políticamente a la derecha, cae de su peso que el intelectual sólo puede ser un hombre de izquierda”.
La proliferación de pseudo-intelectuales se debe, esencialmente, a las pretensiones de quienes han logrado un titulo universitario creyendo que el conocimiento parcial de su especialidad los autoriza a opinar sobre todo el espectro del conocimiento humano sin apenas dedicarse a ello. Incluso poco se interesan por leer a diversos autores, porque ello implica hacer un previo y tácito reconocimiento de que deberá adoptar la postura del alumno ante el autor-docente que le ha de enseñar algo que desconoce. Carlos Alberto Montaner escribió:
“Hay pocas culturas en las que los intelectuales tengan tanta notoriedad como en América latina. Esto se puede deber a la fuerte influencia francesa en los intelectuales latinoamericanos; en Francia sucede lo mismo. Una vez que un escritor o artista se hace famoso, se vuelve experto en todos los temas, incluyendo la guerra de los Balcanes, las virtudes de la fertilización in vitro y el desastre causado por las privatizaciones de las empresas estatales”.
“Esta característica de nuestra cultura no tendría mayor importancia si no fuera por sus destructivas consecuencias. Esta «todología» -la facultad de hablar acerca de todo sin modestia o conocimiento- practicada con gran entusiasmo por nuestros intelectuales tiene su precio: todo lo que declaran y repiten se convierte en un elemento clave en la creación de una cosmovisión latinoamericana. Esta característica de nuestra cultura tiene serias consecuencias, ya que un número significativo de intelectuales latinoamericanos es antioccidente, antiyankis y antimercado. Más aún, aunque sus puntos de vista son contrarios a la experiencia de veinte naciones que son las más desarrolladas y prósperas de nuestro planeta, de todas formas ejercen una profunda influencia sobre la cosmovisión latinoamericana. Sus pronunciamientos tienen como efecto debilitar la democracia e impedir el desarrollo de una confianza razonable en el futuro. Si los intelectuales promueven la visión de un atemorizador amanecer revolucionario, no debería sorprendernos la fuga de los capitales ni la idea de la precariedad que acompaña nuestros sistemas económicos y políticos” (De “La cultura es lo que importa” de S.P. Huntington y L.E. Harrison-Grupo Editorial Planeta SAIC/Ariel-Buenos Aires 2001).
El intelectual, apoyado en el conocimiento científico, se caracteriza por emitir escritos atemporales con validez universal, que en cierta forma “heredan” los atributos de la ley natural en ellos implícita, la que les permite mantener en el tiempo la validez de su contenido. Mario Vargas Llosa escribió:
“[Los libros] continuarán proliferando, pero vaciados de la sustancia que solían tener, viviendo la precaria y veloz existencia de las novedades, confundidos y canjeables en ese mare mágnum en el que los méritos de una obra se deciden en razón de la publicidad o de la capacidad histriónica de sus autores. Porque la democracia y el mercado han operado, además, esta reinversión: ahora que ya no hay opinión pública, sólo público, son los escritores-estrellas –los que saben sacar buen partido a los medios audiovisuales, los «mediáticos»- quienes dan prestigio a los libros y no al revés, como ocurría en el pasado. Lo que significa que hemos llegado a la sombría degradación anticipada insuperablemente por Tocqueville: la era de unos escritores que «prefieren el éxito a la gloria»” (De “El lenguaje de la pasión”-Alfaguara SA de Ediciones-Buenos Aires 2009).
Respecto a la influencia e importancia del intelectual en Latinoamérica, podemos citar la opinión de Plinio A. Mendoza, Carlos A. Montaner y Álvaro Vargas Llosa, quienes escriben: “Los intelectuales, mediante su comportamiento y pensamiento político contribuyeron a impedir durante mucho tiempo que la democracia y la economía de mercado –la única capaz de generar prosperidad- arraigaran en nuestras tierras de un modo firme. Incluso ahora, casi una década después del desplome del Muro de Berlín, los intelectuales parecen empeñados en justificar formas autoritarias de poder bajo el pretexto del «progreso» y enfilan sus baterías, a veces con lenguaje nuevo, contra el viejo enemigo: el capitalismo. Todas las acciones de gobierno se han llevado a cabo en un cierto clima intelectual, bajo el influjo de determinadas ideas, que fueron conduciendo a nuestros países por una senda de dictadura, a veces totalitaria, a veces populista, siempre enemistada con las evidencias que la realidad ponía frente a los ojos de todo el mundo y que los propios intelectuales deberían haber sido los primeros en ver. Todas las teorías que han querido explicar la pobreza a partir de conspiraciones internacionales y nacionales, y escudarse detrás de la lucha de clases para justificar el odio al éxito y la empresa libre, han tenido un origen intelectual. Los gobiernos y los partidos no producen ideas: generalmente las encarnan. Quienes las producen, o ayudan, mediante su prédica, a entronizarlas, son los intelectuales. Por eso cabe una responsabilidad principalísima a esta variante de la especie en el fracaso político y económico de tantos años” (De “Fabricantes de miseria”-Plaza & Janés Editores SA-Barcelona 1998).
Es oportuno mencionar una expresión de Julien Benda, autor del libro titulado “La traición de los intelectuales”, aparecido en los años veinte del siglo pasado, por la cual denominó a esa época como “el siglo de la organización intelectual de los odios políticos”.
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