Existen cuatro etapas para evitar que el individuo adopte conductas antisociales. Estas etapas constituyen un “sistema de seguridad” con prioridad, ya que, al cumplirse con la primera, no son necesarias las restantes, mientras que, si falla la primera, actúa la segunda, y así sucesivamente. Y si fallan todas, sobreviene el hecho delictivo. Las etapas son las siguientes:
1- Conciencia moral individual
2- Influencia de la familia
3- Influencia de la sociedad
4- Acción coactiva del sistema jurídico o penal
Estas posibles influencias pueden apuntar a dos objetivos diferentes, que son el estímulo o premio a las actitudes traídas de instancias previas, por una parte, y su debilitamiento o castigo, por otra parte. Aunque no siempre la sociedad tendrá la razón, por cuanto se supone la existencia de un orden social respecto del cual debemos compatibilizar nuestras ideas y nuestras acciones, y no a lo que acepta la mayoría.
Una de las influencias que produce mayores efectos es la de origen social, ya que, si es una mala influencia, puede llegar a inducir al individuo a revertir la buena conducta que traía de las dos instancias previas. Este el caso del adolescente que empeora notablemente debido a sus nuevas amistades.
Si bien no resulta agradable tener que criticar o desalentar a otros por sus conductas poco sociales, cuando existe en la sociedad una situación de anomia o caos, con nuestro silencio habremos de colaborar en mantener vigentes esas situaciones indeseables. Con las habituales sugerencias de “no juzgar a los demás” y de “no discriminar”, la sociedad se “protege” respecto de quienes pretendan modificarla, en especial cuando se la trata de mejorar. En realidad, quien no juzga a las personas, especialmente en casos en que establece un contrato o algún tipo de vínculo laboral o comercial, seguramente deberá padecer de alguna forma los efectos del exceso de confianza.
Como ejemplo de castigo social puede mencionarse el padecido por el filósofo holandés Baruch de Spinoza en el siglo XVII, cuando es expulsado de la sinagoga y de la comunidad a la cual pertenecía. Si bien poseía atributos éticos personales suficientes, debe tenerse presente que las comunidades con reglas propias tienden a priorizarlas incluso sobre los atributos sociales que un individuo pueda poseer. En la expulsión se manifestó, entre otras cosas: “Maldito sea Baruch de Spinoza de día, y maldito sea de noche, maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta. Maldito sea cuando sale y maldito sea cuando entra. El Señor no le perdonará la vida, sino que luego la cólera del Señor y sus celos caerán sobre él, y el Señor borrará su nombre de debajo del cielo. Y el Señor lo separará por el mal sacándolo de todas las tribus de Israel, de acuerdo con todas las maldiciones de la Alianza que están escritas en este Libro de la Ley. Pero vosotros que seguís al Señor vuestro Dios estáis todos vivos este día”. “Ordenamos que nadie debe comunicarse con Baruch de Spinoza, ni por escrito ni concediéndole favor alguno, ni permanecer bajo el mismo techo que él, ni a menos de cuatro codos de distancia de él, ni leer cualquier tratado compuesto o escrito por él” (Citado en “El enigma Spinoza” de Irvin D. Yalom-Grupo Editorial Planeta SAIC-Buenos Aires 2012).
Cuando los valores y las actitudes de un individuo no concuerdan, o se oponen, a los valores predominantes en el grupo social, se dice que tal individuo está poco integrado al mismo. A su vez, la escala de valores del grupo puede, o no, ser compatible con las leyes inmanentes que rigen al orden natural. De ahí que, como “ciudadano del mundo” que fue Spinoza, quien adopta como referencia las leyes naturales (antes que las humanas) tratando de describirlas, no concordaba con las creencias y las ideas dominantes en la sinagoga de Ámsterdam. Y de ahí el conflicto.
También ocurren conflictos entre el individuo y el grupo masificado en instancias en que predominan los gobiernos de tipo populista. John Stuart Mill escribió: “Al igual que las otras tiranías, la de las mayorías fue, desde luego, y aun es vulgarmente temida, sobre todo cuando obra con carácter de autoridad pública. Pero las gentes reflexivas comprendieron bien pronto que cuando la sociedad se constituye en tiranía en sí misma –la sociedad colectivamente, con respecto a los individuos separados que la componen- sus medios de tiranizar no se restringen a los actos que encomienda a sus funcionarios políticos. La sociedad puede ejecutar y ejecuta sus propios decretos; y si los dicta malos, o si los dicta a propósito de cosas en las que no debiera mezclarse, ejerce una tiranía social más formidable que cualquier opresión legal; en efecto, si esta tiranía no tiene a su servicio frenos tan fuertes como otras, ofrece, en cambio, menos medios de poder escapar a su acción, pues penetra mucho más a fondo en los detalles de la vida llegando hasta encadenar el alma” (“De la libertad”-Editorial Tecnos SA-Madrid 1965).
La inseguridad creciente en la Argentina, que en algunos lugares se torna alarmante, impide, a un importante sector de la población, vivir con cierta tranquilidad, ya que debe afrontar su realidad cotidiana inmerso en temores y preocupaciones ante el riesgo que debe afrontar. Entre las causas de la inseguridad creciente están: el criterio legal de priorizar el derecho a la reinsersión social de peligrosos delincuentes sobre el derecho a la vida de la persona decente y, en segundo lugar, el prioritario derecho de la no imputabilidad de los menores de edad cuando cometen actos delictivos sobre el derecho a la vida de las víctimas inocentes.
Previamente a la acción delictiva, el individuo recibe una influencia social que favorece sus actitudes antisociales. De ahí que no sea raro que, en establecimientos educativos, el alumno que muestra tales actitudes, se lo trate de socializar a costa de la tranquilidad y, a veces, de la seguridad personal de otros alumnos. Si bien resulta aconsejable el perdón y la tolerancia, como nos sugiere la Biblia, ello tiene sentido solamente cuando el beneficiado muestra síntomas de mejoría. Pero, si el perdón y la tolerancia son interpretadas como una respuesta social favorable a las actitudes delictivas y amenazadoras, lo que pudo ser una buena influencia del medio educativo se torna en un premio que las alienta y las favorece.
La permisividad del ámbito escolar y la vigencia de leyes que descartan cualquier tipo de castigo al menor de edad, resultan ser los medios adecuados para favorecer la delincuencia y, como consecuencia, la inseguridad social. El niño que recibe como respuesta la tolerancia y el perdón por actitudes agresivas en el ámbito escolar, pero nunca un castigo, tiende a pensar que el resto de la sociedad se ha de comportar en forma similar. De ahí que, puede decirse, los establecimientos educativos constituyen, en algunos casos, la primera etapa para la formación de potenciales delincuentes.
En décadas pasadas, el alumno sabía que habría de ser separado de la escuela luego de que superara algunos límites permitidos. De ahí que no son pocos los que piensan que en esa época pasada había muchas expulsiones. Por el contrario, como todos conocían los castigos a los excesos, la gran mayoría se cuidaba de llegar a situaciones límites por lo que había muy pocas expulsiones, mientras que, con el sistema permisivo actual, las causas de expulsión (con el criterio anterior) son muchas más, sólo que no se efectúan por las múltiples trabas vigentes para hacerlo.
Los castigos morales, que se utilizan en lugar de los castigos materiales, son factibles a partir de la previa existencia de cierta dignidad personal del individuo que se avergüenza cuando recibe algún tipo de sanción. Cuando el individuo va perdiendo su dignidad básica y elemental, y comienza a mostrar cierto cinismo, el castigo social va perdiendo su efectividad. Como resulta inadmisible volver a las épocas de los castigos materiales, los castigos morales dejan de tener el efecto esperado, de ahí que en algunas provincias han optado por la eliminación de las amonestaciones en los establecimientos educativos. En vez de que el infractor se adapte a la sociedad mediante cierto castigo moral, que cuando fuere poco efectivo sea reemplazado por otro más contundente, directamente se lo elimina. Por ello es que a nadie le resulte extraño el deterioro progresivo del proceso educativo argentino.
En el ámbito de la política, la corrupción existente no es más que una consecuencia inmediata de la escala de valores vigente en la sociedad. De ahí que resulta bastante frecuente escuchar que “si yo estuviese en el lugar del funcionario corrupto, haría lo mismo”. Incluso se acepta la corrupción política como algo normal, de donde surge la expresión permisiva: “roban, pero hacen”, hasta que finalmente el pueblo deba tener que soportar a los que “roban y no hacen”. Carlos S. Nino escribió: “Como lo han destacado algunos estudios sociológicos, el tipo de valores que señala Lipset subyace a muchos comportamientos asociados a la corrupción pública y a la evasión impositiva, que muestran la primacía de la moral de la amistad o de la moral familiar sobre la moral impersonal de alcance social (muchos funcionarios llegan a justificar, con aparente sinceridad, la corrupción como consecuencia de sus obligaciones frente a su familia, ya que no le perdonarían haber pasado por altas funciones sin haber aprovechado la oportunidad de hacerse de un patrimonio «como la gente»)” (De “Un país al margen de la ley”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1992).
Si bien una gran parte de los conflictos entre individuo y sociedad se debe a la poca integración social, debe tenerse presente que la sociedad tiende a desconocer la existencia de una ética natural objetiva. Su conocimiento, por el contrario, afianzaría la conciencia moral individual promoviendo un cambio social que ha de beneficiar a todos. La vigencia del relativismo moral, que implica la inexistencia del bien y del mal, o de actitudes básicas del hombre que tienden a lograr buenos efectos, en todos los casos, y actitudes que tienden a producirlos malos, le quitan al hombre la base moral que luego permitirá alcanzar la integración social efectiva de todos sus miembros. El relativismo moral lleva implícita cierta capacidad para establecer una efectiva desintegración social. José Manuel Saravia escribió: “Las sociedades del pasado tenían un sólido sistema de normas y valores al que todos sus miembros adherían y que incorporaban a su personalidad desde la infancia. La distinción entre el bien y el mal era clara, y del interior de cada individuo, moldeado por tales normas y valores, surgían las pautas que utilizaba para obrar”. “Si es imposible encontrar en Dios o en la razón criterios éticos universales, cada individuo tiende derecho a decidir, por sí, lo que es bueno y lo que es malo”. “Lo que equivale a decir que cada uno puede, desde el punto de vista moral, hacer consigo mismo y con los demás lo que le dé la gana” (De “El silencio de Dios”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 2001).
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