En forma similar al sistema de seguridad político establecido a través de la división de los poderes del Estado, tales el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, propuesto para proteger al ciudadano de posibles tiranías, la división entre Iglesia y Estado apunta a algo similar. Si bien puede tenerse la sensación de que esta separación ha sido propuesta por políticos ajenos o antagónicos a la religión, no necesariamente ha de ser así. Recordemos aquella expresión del propio Cristo cuando recomienda: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, tratando con ello de expresar que, así como existe un orden social establecido y afianzado por la ley humana, existe también un orden natural establecido o regulado por las leyes de Dios, o leyes naturales, siendo tarea de los hombres compatibilizar ambos órdenes. La fe debe compatibilizarse con la razón, ya que son dos caminos diferentes que conducen a una única verdad.
Si bien las leyes humanas deben contemplar a las leyes naturales, incluso llegando a unificarse, en ese caso habrá coincidencia entre los “poderes legislativos” de la Iglesia y del Estado, lo que, en principio, no entrañaría peligro alguno. Sin embargo, resulta siempre conveniente que los “poderes ejecutivos” de la Iglesia y del Estado estén separados y se mantengan independientes. A lo largo de la historia, sin embargo, tenemos ejemplos en los que ambos poderes estuvieron unificados estableciéndose verdaderos totalitarismos teocráticos que resultaban opresivos y denigrantes para el ciudadano común. En la actualidad, en el mundo cristiano predomina la división mencionada, mientras que, en el mundo islámico, en algunos países se halla unificado el poder religioso con el del Estado.
La división entre Iglesia y Estado manifestó sus ventajas en la década de los 50, cuando el poder de la Iglesia Católica fue un contrapeso efectivo contra el régimen totalitario de Juan D. Perón, quien había dominado todos los poderes del Estado. Incluso sus partidarios llegaron a incendiar varios templos católicos siendo el tirano excomulgado por el Papa de la época. Por lo general, cuando un dictador unifica en su persona todo el poder, existe una notable división en la población entre adeptos y opositores. Ello ocurrió durante el peronismo y también en épocas de Juan Manuel de Rosas como en la actualidad bajo el kirchnerismo. Por el contrario, cuando existe una efectiva división de poderes, y una separación entre Iglesia y Estado, el pueblo no evidencia antagonismos extremos. Heinz Nubbaumer escribió: “En todas partes donde las autoridades dictatoriales se muestran claramente anticlericales, la religión, como medio de resistencia, se vuelve más popular y más fuerte” (De “Jomeini”-Círculo de Lectores SA-Bogotá 1980).
Por lo general, el poder religioso tiende a establecer preferencias por los adherentes a la “religión verdadera” y descalificaciones hacia el resto, de ahí que debe ser compensado por el poder independiente del Estado. Se puede mencionar el caso del astrónomo alemán Johannes Kepler (siglo XVII) quien tuvo que optar entre convertirse al catolicismo (siendo protestante) o tener que abandonar Gratz, el pueblo en donde habitaba. Ayn Rand dijo:
“Las religiones han vivido en paz unas con otras y con pensadores no religiosos solamente desde el siglo XIX, desde que EEUU estableció el régimen del principio de separación de Iglesia y Estado. Algunas de ellas, sobre todo la Iglesia Católica, nunca han renunciado a su sueño de recuperar el control del poder de compulsión del Estado. ¿Es éste un objetivo que los defensores del capitalismo pueden apoyar, ayudar o defender? Si este objetivo tuviera éxito, ¿qué sería de las minorías religiosas? ¿O de aquellos que no tienen religión? Un movimiento político secular no excluye a las personas religiosas. Un movimiento político religioso sí excluye a los no religiosos” (De http://objetivismo.org).
Por otra parte, el Papa Benedicto XVI manifestó: “La Iglesia no sólo reconoce y respeta la distinción y autonomía del Estado respecto de ella, sino que se alegra como de un gran progreso de la humanidad. Supone para la Iglesia una condición fundamental para su misma libertad y el cumplimiento de su misión universal de salvación entre todos los pueblos” (De www.zenit.org).
En la Argentina, la separación entre Iglesia Católica y Estado se inicia a finales del siglo XIX. Luciano de Privitellio escribió al respecto: “Pocas situaciones ilustran los puntos de coincidencia como los debates desatados por la aprobación de las leyes de la educación, de matrimonio civil y de creación del registro civil. Diseñadas como piezas maestras del proceso civilizador y secularizador por los funcionarios del roquismo, estas leyes ponían bajo la órbita del Estado cuestiones que la Iglesia Católica consideraba terreno propio: la educación y el control de los ciclos vitales”. “Cuando el roquismo vuelve al poder en 1898, ya no lo hará de la mano de una visión tan optimista. No sólo habrá cambiado su imagen sobre la España colonial: la intervención de Roca fue fundamental para evitar la aprobación de un proyecto sobre el divorcio, y hasta la ausencia de Dios en las aulas fue sometida a una fuerte autocrítica en la voz del ministro Osvaldo Magnasco. No es que repentinamente todos ellos se convirtieran en fervorosos creyentes, sino que pasaron a ver en la religión un poderoso factor de disciplina y armonía social” (De “El pensamiento de la Generación del 80”-Editorial El Ateneo-Buenos Aires 2009).
Para convencer fácilmente a quienes no estén de acuerdo con la división que estamos tratando, conviene considerar el caso del líder protestante Jehan Calvin (Calvino) y las penosas consecuencias para quienes tuvieron que soportar su tiranía teocrática en la Ginebra del siglo XVI. Marcos Aguinis escribió al respecto: “El 5 de septiembre de 1536, tres meses después que la ciudadanía juró vivir según el Evangelio, se designó a Calvino «lector de la Santa Escritura», a propuesta de Farel. Nada más. Los miembros del Consejo ni siquiera habían tenido tiempo de leer su libro. De lo contrario se habrían espantado ante su idea de que «los pastores tienen que mandarlo todo, desde lo más alto hasta lo más bajo; pueden atar y pueden desatar». No imaginaban que este francés iba a ser el dueño y señor de la ciudad y que iba a establecer una dictadura teocrática”.
“Se ocupaba de todo: administración, guerra, diplomacia, servicios secretos, propaganda, sermones. Vigilaba a los pastores de otros países, discutía con los jefes protestantes, daba consejos a estudiantes y teólogos. Su pesada mano controlaba el planeta. Su propia disciplina, despiadada, era el modelo que debían seguir todos los ciudadanos, era el núcleo de lo que se llamaría «la ética calvinista»”.
“El hombre debería perseverar en el temor al Señor, y sentirse agobiado por su humana insuficiencia. Calvino estableció que la alegría y el goce eran pecados. Todo lo superfluo respondía al Demonio. En el ritual debía excluirse aquello que complacía los sentidos. Un buen cristiano no debía ser distraído por la belleza: pinturas, esculturas, ornamentos, libros de misa, tabernáculos, todos eran ídolos abominables. Dios no necesitaba ningún esplendor, sólo importaba su palabra. Tampoco se admitía la música profana; hasta las campanas tenían que guardar mucho silencio. De un plumazo borró los días de fiesta del calendario, con la excepción de Pascua y Navidad”.
“Nada debía escapar a la observación de la autoridad cívico-religiosa. No sólo «vigilar las palabras que se dicen, sino también las opiniones e ideas íntimas». Fue más allá que la Inquisición, que sólo actuaba ante denuncias, porque cada cual era sospechoso de pecado y debía someterse a la vigilancia purificadora ´avant la lettre´. A cada momento, de día y de noche, podían llamar a la puerta para realizar una visita. Del más rico al más pobre tenía que someterse a los husmeadores profesionales. Se los examinaba como niños a ver si sabían de memoria las plegarias y debían explicar por qué no concurrieron a una prédica del ´Maître´. Los visitadores no se conformaban con hacer preguntas, sino que manoseaban los vestidos de las mujeres para determinar si eran demasiado largos o breves, si tenían excesivos adornos o un corte sensual. Observaban si sus cabellos tenían un corte provocativo y contaban los anillos de sus dedos. En la cocina observaban si había platos que superaban el simple valor nutritivo, porque no se permitía el goce de golosinas ni mermeladas”. “Los hijos eran interrogados sobre la conducta de sus padres y los sirvientes sobre la de sus patrones. Las prohibiciones asfixiaban”.
“El régimen que confundía religión y Estado, vida pública y privada, espiritualidad y política, no sólo debía imponer un calabozo al país, sino su aislamiento. Y ejercía el terror. El terror es la fuerza que se mofa de todo sentimiento humanitario y paraliza mediante el pánico sostenido. Socava cualquier resistencia, devora las almas, castra la razón. Un régimen de terror es capaz de realizar milagros, de unificar voluntades, de persuadir sobre su gloria, de confundir a propios y a extraños, como después lo hicieron los totalitarismos del siglo XX. Hace creer que le asiste la justicia, que opera para el bien común. Pero establece un luto perpetuo. Y una incertidumbre que roe el alma. Calvino confesó que prefería castigar a un inocente a que escapase un solo culpable. Balzac escribió que el terror religioso impuesto por ese hombre fue más terrible que la orgía de sangre desatada por la Revolución Francesa. Aplicaba azotes, horcas y hogueras preventivas, como ahora Fidel Castro realiza fusilamientos preventivos para desalentar a quienes pretenden huir de la isla”.
“Como afirma Zweig al término de su impresionante descripción, gracias a esos letrados y teólogos que implantaron el fundamentalismo calvinista, durante dos siglos Ginebra no produjo ni un pintor, ni un músico, ni un artista, ni un pensador de fama universal. La creatividad fue sacrificada para que hubiera obediencia absurda a un Dios que hablaba por la boca resentida de quienes detentaban el poder. «Y cuando por fin, pasando el tiempo, volvió en esta ciudad a nacer un artista, éste no será, durante toda su vida, sino una perenne rebelión contra lo que oprimía la personalidad; sólo en la figura de su más independiente ciudadano, sólo en Jean Jacques Rousseau, creará Ginebra al opuesto polo espiritual de Calvino»” (De “Las redes del odio”-Grupo Editorial Planeta SAIC-Buenos Aires 2003).
Entre los mártires de la ciencia figura Miguel Servet, médico de origen aragonés, que estudió la circulación de la sangre siendo un precursor de William Harvey, y que, como no es de extrañar, fue quemado vivo en la Ginebra calvinista debido a sus ideas religiosas. Para prolongar el sufrimiento, Servet fue quemado con leña verde y húmeda. Jesús García Tolsá escribió: “Tardó en prenderse, tanto más cuanto que un fuerte viento que se levantó en aquel momento apartaba las llamas del poste. Dos horas duró el suplicio del desgraciado médico español”. “Algunas almas compasivas añadieron nuevas maderas secas, a fin de que se acortase aquel interminable suplicio” (De “Grandes procesos de la historia”-Editorial Mateu-Barcelona 1957).
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