Se califica de utópico a todo proyecto de cambio social considerado inviable. Cuando el proyecto ha de ser impuesto en forma coactiva, tiende a ser perjudicial para el ciudadano desprevenido. Aquí debemos adoptar el “principio de culpabilidad del arquero de fútbol”, es decir, considerar la culpa, o la inocencia, en función de los resultados de sus acciones antes que por sus intenciones, ya que un guardameta que sea fácilmente vulnerable será despedido del equipo aun cuando se le reconozcan valiosas cualidades personales. En cuanto a la mentalidad utópica, Karl Mannheim escribió: “Un estado de espíritu es utópico cuando resulta incongruente con el estado real dentro del cual ocurre. La incongruencia es siempre evidente por el hecho de que semejante estado de espíritu, en la experiencia, en el pensamiento y en la práctica, se orienta hacia objetos que no existen en una situación real” (De “Ideología y utopía”-Fondo de Cultura Económica-México 1987).
Uno de los casos extremos de pensamiento utópico ha sido el del socialismo marxista con sus promotores revolucionarios que luchaban por lograr una sociedad ideal en la cual habría de reinar (en teoría) la paz, la igualdad y la armonía entre sus integrantes. El medio para lograrlo era la eliminación de todo aquel que se opusiera a sus ideales, como sucedió en la Argentina de los setenta. El “ideal utópico” consistía en construir una dictadura totalitaria similar a la existente en Cuba. El “idealista” habría de ubicarse en la cima del poder, con sus camaradas, mientras el resto de la población obedecería sus órdenes.
A la violencia desatada a través de asesinatos, secuestros extorsivos y atentados a la propiedad, se les respondió con una violencia similar. Quien odia sin poder descargar en el destinatario ese sentimiento negativo, lo vuelca contra seres inocentes que poco tienen que ver en el asunto. Quienes pretendían destruir la sociedad capitalista y burguesa, descargaban su malestar eliminando policías, militares, empresarios, obreros, intelectuales, o lo que fueran, sin que esas personas fueran las culpables directas de las fallas atribuidas al sistema imperante.
Con los años, se han ido tergiversando los acontecimientos históricos hasta un punto tal que el ciudadano común considera casi como a héroes a quienes asesinaban sin piedad a todo el que se opusiera a sus planes. Este es el caso del Che Guevara, que no era otra cosa que un asesino serial llevado a la categoría de idealista utópico.
Superada la etapa violenta, debido principalmente a que los marxistas han cambiado sus métodos de lucha hasta adoptar un disfraz democrático, ha aparecido otra utopía que incluso produce mayor cantidad de victimas inocentes, y es el garantismo penal, con sus penas mínimas, junto al abolicionismo, que propone eliminarlas completamente. Carlos S. Nino escribió: “La obra que comentamos [libro de Eugenio Zaffaroni] parte de la base de que el abolicionismo, o sea la desaparición lisa y llana del sistema penal, es el ideal al que se debe intentar llegar, por más que haya obstáculos considerables para su concreción inmediata. Frente a la objeción obvia sobre la indefensión en que se dejaría a la sociedad –e incluso más aún a sus sectores más débiles- sin ningún recurso a instrumentos coercitivos, objeción que reconoce la observación de sentido común que comentamos antes, de que la pena tiene alguna eficacia preventiva, el profesor Zaffaroni apela a los cambios que deberían producirse en la misma sociedad”.
“Aquí está obviamente presente la imagen que ha alimentado a tantas utopías de una comunidad fraternal de hombres y mujeres, movidos por impulsos altruistas, en la que o bien está ausente todo conflicto de intereses o ellos se resuelven por la mera persuasión o por la comunión de sentimientos. El problema de esta imagen no es que sea utópica, ya que toda concepción de filosofía política descansa en cierta utopía, o sea, en una visión de una situación ideal que no puede ser plenamente materializada. El problema es que se trata de una utopía ilegítima, ya que no nos permite graduar a diferentes conformaciones sociales por su mayor o menor acercamiento al ideal –que es la función que una utopía válida debe cumplir”.
“Según John Elster cuando los demás no realizan lo que sería deseable en la situación óptima puede ser totalmente contraproducente actuar como habría que hacerlo en esa situación si todos actuaran de igual modo. A sus ejemplos de que un poco de socialismo o un poquito de racionalidad pueden ser peligrosos en un contexto capitalista o irracional, yo agregaría que un poquito de abolicionismo (aun suponiendo que éste sea bueno en un mundo ideal), en la forma de intervención penal mínima, puede ser sumamente riesgoso en un marco de considerable violencia” (De www.stafforini.com).
El proyecto abolicionista parece tener como fundamento la idea marxista de que el hombre actúa principalmente por influencia social (y poco por herencia biológica) y que, una vez que se lo educa para vivir en una sociedad previamente diseñada, o planificada, por algún reformador social, se adaptará a la misma junto a las nuevas generaciones que vendrán. De ahí surgió la idea de formar al “hombre nuevo soviético”; proyecto que tantas víctimas inocentes produjo.
El castigo y las penas por infracciones, impuestas por la sociedad o por el Estado, para encauzar a los ciudadanos por caminos deseables, en cierta forma reeditan los elementales mecanismos de “prueba y error” de los cuales el sufrimiento es una medida de la gravedad del error cometido. Los castigos forman parte del entrenamiento y de la formación moral del individuo. El temor a los castigos junto a la búsqueda de los estímulos positivos, forman parte del progreso personal individual. Quienes tratan de eliminar todo tipo de penalidad en cierta forma desnaturalizan el método esencial que dispone el ser humano tanto para su adaptación a la sociedad como al propio orden natural. Carlos S. Nino agrega:
“El que Zaffaroni no parezca dar importancia al efecto preventivo general no sólo del cepo y de la grúa [aplicados por mal estacionamiento de un automóvil] sino de penas más importantes, como la prisión, francamente me desconcierta. Sostiene que no hay pruebas positivas ni negativas sobre ese efecto. Sin embargo, todos vivimos múltiples circunstancias de la vida cotidiana en que la gente deja de cometer un delito o una falta por temor a la aprehensión policial, al procesamiento, al castigo, y a la exposición pública a que todo ello da lugar”. “En una encuesta realizada por el Centro de Estudios Institucionales sobre diversos aspectos de la ilegalidad en la Argentina, hice incluir una pregunta sobre si alguna vez el encuestado dejó de cometer una falta o delito por temor a una sanción. Aunque es obvio que se trata de una pregunta demasiado directa como para evocar respuestas sinceras en la afirmativa, aún así el 37,3% de los encuestados contestó positivamente. Por lo tanto, ¡por fin ahora tenemos la prueba positiva del efecto preventivo general de la pena que, según Zaffaroni, nunca se obtuvo!”.
No es difícil darse cuenta que existe facilidad para cometer delitos cuando no hay ni oposición ni castigo, mientras que existe dificultad para cometerlos cuando los hay, de ahí que una de las funciones del Estado es la de disuadir a los posibles delincuentes a no cometer delitos. Podemos citar como ejemplo de acción opositora la simple señal de que alguien se interesa por un lugar, como un edificio, para desalentar a que sea objeto de algún tipo de deterioro voluntario adicional. El exitoso ex Jefe de la Policía de la ciudad de Nueva York, Howard Safir, escribió:
“La reducción de la criminalidad conlleva un sentido renovado de seguridad civil. Si una ciudad es segura, florecerá; la gente deseará visitarla y hacer negocios ahí. Creo que la vigilancia policíaca debería ser proactiva y preventiva, y mi estrategia para combatir el crimen está fundada en el artículo «Ventanas rotas», de J.Q. Wilson y G. Kelling. Tal artículo se basa en el concepto de que si se atienden los delitos menores, habrá un impacto correspondiente en los de mayor envergadura. Al combatir los delitos relacionados con la calidad de vida, se está enviando a los delincuentes el mensaje de que la policía no aceptará la criminalidad en ningún nivel. El ejemplo escogido por Wilson y Kelling era el de un edificio con una ventana rota. Si una ventana permanece rota por días y la gente la ve, esa ventana rota les indicará que al dueño del edificio no le interesa. Esta falta de interés incitará a otros a arrojar piedras al resto de las ventanas, y pronto habrá un edificio lleno de ventanas rotas”.
“Dejar el edificio en el abandono es similar a lo que sucede cuando permitimos que ocurran delitos menores. Wilson y Kelling identificaron los delitos relacionados con la calidad de vida, como mendicidad, vagancia y pintar graffiti, como detonadores de delitos más graves. Podría parecer descabellado que arrestar delincuentes de poca monta reducirá el índice de criminalidad, pero esta filosofía se sustenta en estadísticas que muestran que quienes cometen delitos menores, por ejemplo saltarse los molinetes del metro, son con frecuencia quienes cometen o saben de delitos mayores, como asesinato, violación y robo” (De “Seguridad”-Grupo Editorial Planeta SAIC-Buenos Aires 2004).
La estrategia adoptada por la “justicia” argentina puede considerarse opuesta a la adoptada en ciudades que bajaron eficazmente el nivel de delincuencia. Podemos sintetizar tal estrategia negativa como el hecho de ubicarse el Estado a favor del delincuente en su lucha contra la sociedad. De ahí que no es de extrañar que el principal promotor del abolicionismo penal en ciertas ocasiones haya lamentado la muerte de delincuentes, mientras que apenas se ha interesado por las víctimas inocentes. Diana Cohen Agrest escribió: “[A la expresión de Zaffaroni] «la única realidad en la cuestión criminal son los muertos», de ella infiero, ingenuamente, que el magistrado recoge el legado para concluir que al servirse de la intermediación del sistema penal el Estado descuida a sus muertos. Y hasta le roba la palabra a la víctima, expresado este gesto cuando el juez reconoce «lo que hacemos es enmudecer a los muertos, ignorar que nos dicen que están muertos». Tras ese reconocimiento, una invocación: «Empecemos, pues, a escuchar a los muertos…»”.
“-¡Por fin!- me digo a mi misma-. Un académico del derecho, pero fundamentalmente un ser humano que presenció el sufrimiento en sus expresiones abismales, es el portavoz de todos aquellos que, impotentes, rumian su silencio”. “Prosigo la lectura, esperanzada, hasta que me detengo en una exhortación a escuchar a los muertos «donde los hay en masa: en los asesinatos cometidos por los Estados»” (De “Ausencia perpetua”-Debate-Buenos Aires 2013).
El académico se interesó por los delincuentes muertos, pero no por sus víctimas inocentes, algo bastante habitual en una sociedad que casi nunca protestó por los asesinatos cometidos por la guerrilla marxista de los 70. La citada autora, prosigue más adelante: “¿Cómo se explica que una obra que gira en torno de la «cuestión criminal», en un país donde el número de homicidios asciende de forma exponencial, eluda la criminalidad que nos toca de cerca? Si todo acto es síntoma, ¿cómo interpretarlo? ¿Indiferencia? ¿Mala fe? ¿Lunatismo judicial? ¿Esquizofrenia moral?”.
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