Si bien la tendencia hacia la cooperación resulta ser la más ventajosa, tanto para el individuo como para la sociedad, especialmente cuando predomina sobre la competencia, es necesario observar que el sentido competitivo es parte de nuestra naturaleza humana y que por algo se ha “filtrado” luego de la evolución y posterior selección natural. El aspecto positivo radica, seguramente, en que la competencia tiene como finalidad posterior hacer que el individuo logre una capacidad de cooperación superior. Cuando no logra ese objetivo, la competencia se torna un aspecto personal negativo.
Uno de los ejemplos más evidentes es el de la competencia entre productores en el mercado. De no haber competencia, habría monopolio, con un perjuicio para el consumidor. Por el contrario, cuando dos productores compiten por lograr un mayor porcentaje del mercado, necesariamente debe triunfar el que muestra una mayor capacidad de cooperación con el consumidor, ya sea mejorando el precio o bien la calidad de sus productos, o ambos. Podemos, entonces, distinguir entre dos tipos de competencia:
a) Competencia buena: para mejorar nuestra capacidad de cooperación
b) Competencia mala: para promover nuestro egoísmo
Un caso que se presenta frecuentemente, asociado a nuestro aspecto cognitivo, o intelectual, es el hecho de conocer de cerca la obra de alguno de los más destacados científicos, como Newton o Einstein. Pronto nos surge un importante sentimiento de inferioridad intelectual por cuanto existe un abismo insalvable entre el genio y el hombre común. En ese caso, dos son las decisiones posibles que hemos de adoptar para tratar de eliminar la desagradable sensación de inferioridad intelectual:
1- Adoptando el criterio de la buena competencia, poco a poco procederemos a conocer y a comprender la obra del científico. Ralph Emerson escribió: “Todos los hombres que conozco son superiores a mí en algún sentido, y en ese sentido puedo aprender de todos”.
2- Adoptando el criterio de la mala competencia, poco a poco procederemos a descalificar la obra del científico o a renegar de nuestra pobre capacidad intelectual, sin hacer ningún esfuerzo por comprenderla.
En el primer caso, advertimos que los grandes científicos nos “ganan” abrumadoramente, aunque nos permiten que, con el tiempo, podamos “empatarles” en cuanto a sus conocimientos, si bien les quedará el mérito de haber sido los primeros en llegar a él. Mientras estudiamos sus obras, nos ilusionamos con poder realizar algún aporte original ya que nos sentimos protegidos por la incertidumbre capaz de amparar aquella fuerza oculta que nos lleva a realizar un gran trabajo intelectual.
En el segundo caso, abandonamos de entrada la tarea de acercarnos a la comprensión de las grandes obras científicas, reconociendo nuestras propias limitaciones. Si bien no existe una mala competencia, habrá cierta negligencia que nos impide intentar reducir el abismo intelectual mencionado. Sin embargo, hay quienes no reconocen al genio y lo descalifican aduciendo que “Newton no vivió la vida”, como si por hacer su gran obra necesariamente hubiese tenido que sufrir bastante, o aduciendo que “las teorías atribuidas a Einstein las realizó su primera mujer”. Si así hubiese ocurrido, la diferencia abismal se habría producido entonces entre la mujer de Einstein y el hombre común, por lo cual nada cambia las cosas.
En los demás aspectos de la vida, la naturaleza nos ha provisto de un saludable sentimiento de inferioridad que nos impulsa diariamente a superarnos emulando a quienes, por edad o por capacidad, nos superan. Alfred Adler expresó: “Ser hombre es sentirse inferior y pasar de la inferioridad a situaciones de superioridad”. “¿Quién duda seriamente de que para el individuo humano, tan mal dotado por la madrastra naturaleza, la sensación de inferioridad es una verdadera bendición que sin cesar le impulsa hacia una situación de «plus», o super, hacia la seguridad, hacia la superación?”.
“La vida anímica está dominada por el sentimiento de inferioridad, y esto es fácilmente comprensible si se parte de la sensación de imperfección, de la incompletitud y de la incesante tendencia a ascender que tiene el hombre y la humanidad”. “El sentimiento humano de inferioridad, que suele diluirse en el afán de progresar, se revela con más claridad en los avatares de la vida y con claridad deslumbradora en las duras pruebas que ésta nos depara” (De “El sentido de la vida”-Luis Miracle Editor-Barcelona 1959).
Por otra parte, el analista grafológico Mauricio Xandró escribió: “Utilizando el símil de Adler, podríamos decir que todos somos inferiores y que, por tanto, no es una novedad ni un estigma de desgraciados sentirse mordido por el aguijón punzante de la inseguridad, sino que es el principio activo y el acicate psicológico que nos impulsa hacia la meta dorada de la superioridad”. “Alfred Adler distingue al sentimiento de inferioridad como una señal normal al ser vivo que le impele hacia la superioridad, y complejo de inferioridad, al problema obsesivo de quien padece profundamente por esta inferioridad”. “También podríamos decir que el sentimiento de inferioridad es consciente, y el complejo de inferioridad, inconsciente”. “Frente al sentimiento de inseguridad autoestimativa hay varias posturas:
a) Aceptar pasivamente la inferioridad
b) Luchar para vencer la sensación
c) Compensarla destacando en otro campo
d) Supercompensarla en el propio terreno
e) Encubrir la inferioridad a los ojos de los demás
f) Desviar la superación engañando a los demás.
(De “Los complejos de inferioridad en la escritura”-Paraninfo-Madrid 1976)
Mientras que la persona que tiene ambiciones intelectuales puede “solucionar” de alguna forma su sentimiento de inferioridad, tenemos, por otra parte, a quien tiene como valor supremo al dinero, aunque en este caso le resultará imposible “empatarle” a quienes lo superan en ese aspecto. Solamente quienes en su vida valoran según los aspectos éticos o afectivos, tienen la posibilidad de ser los verdaderos ganadores en nuestra cotidiana lucha por la felicidad. Wolfgang Goethe expresó: “Lo que yo sé todos pueden saberlo, pero el corazón es sólo mío”.
Excepto en este último caso, el de los valores afectivos, el fenómeno estudiado por Adler se ramifica hacia actitudes de soberbia, deshonestidad, incluso en aquellos aspectos de trascendencia social como los prejuicios de todo tipo asociados a alguna forma de discriminación, ya sea social, étnica, cultural o económica. Recordemos que las mayores matanzas masivas de seres humanos se produjeron por motivos de discriminación racial (Hitler) como por motivos de discriminación social (Stalin y Mao). Guido Calogero escribió: “Prejuicio es, evidentemente, cada juicio inadecuadamente justificado, que se haga sobre una cosa o sobre una persona, y que, una vez aceptado como válido, influya en forma estable sobre las valoraciones y sus comportamientos, sin ser sometido jamás a un nuevo examen” (Citado en “El prejuicio y la educación” de María Ricciardi Ruocco-Angel Estrada Editores-Buenos Aires 1969).
Podemos decir que los prejuicios, cuya palabra implica hacer un “juicio previo”, o más bien un juicio apresurado e inexacto sobre individuos y grupos, nace luego de abandonar la lucha natural y compensatoria que el sentimiento de inferioridad nos impone para optimizar los atributos positivos de nuestra personalidad. El individuo que renuncia a la lucha, trata de autoconvencerse de su valor rebajando a los demás, descalificándolos de alguna forma, incluso generalizando en todo un grupo los defectos que observó sólo en alguno de sus integrantes. Así, luego de la etapa del prejuicio, le sigue la etapa de la discriminación. De ahí que podamos establecer la siguiente secuencia del fracaso:
a) Adopción de una escala de valores incompleta, en la que se deja de lado uno o más de los tres atributos básicos del hombre, tales los aspectos afectivos, intelectuales y corporales (materiales).
b) Renuncia al esfuerzo por superar los sentimientos de inferioridad, cayendo entonces en el complejo de inferioridad.
c) Búsqueda compensatoria del valor personal a través de rebajar a los demás estableciendo prejuicios y otorgando descalificaciones, que incluso llegarán a convertirse en algún tipo de discriminación.
Adviértase que el odio, actitud por la cual respondemos con alegría ante la tristeza ajena y con tristeza propia ante la alegría ajena, resulta ser una respuesta típica y compensatoria de quien padece un complejo de inferioridad. De ahí la expresión de Friedrich Nietzsche: “No se odia mientras se menosprecia. No se odia más que al igual o al superior”.
La discriminación adquiere características importantes en cuanto trasciende el ámbito privado para convertirse en pública. En el origen de los movimientos políticos totalitarios y populistas aparece siempre una ideología que exacerba los complejos de inferioridad latentes en las masas. La culpa atribuida a los judíos, a la burguesía o al imperialismo yanki, lleva como objetivo principal satisfacer a quienes poco hicieron por superar sus sentimientos de inferioridad, sino que esperan la justificación o compensación que vendrá de un líder totalitario o populista que confirmará la presunción de maldad de los integrantes de aquellos sectores a quienes se odia. La acción antinatural y perversa de los ideólogos totalitarios todavía sigue en vigencia, como si las catástrofes sociales del siglo XX, promovidas por nazis y marxistas, nunca hubiesen ocurrido. Kurt Wolff escribió: “La opinión no tiene tantas consecuencias como la acción, o es menos dañosa que aquélla. Hay que distinguir entonces entre discriminación privada y discriminación oficial o pública”. “En el primer caso se trata de un asunto particular, mientras que en el segundo la discriminación goza del reconocimiento público que revela que es justa, o al menos es una alternativa aceptable” (Citado en “El prejuicio y la educación”).
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