jueves, 13 de julio de 2023

La envidia, entre las causas de la Revolución Francesa

Los acontecimientos sociales, con la participación de muchas personas, son fenómenos complejos, ya que admiten una gran cantidad de causas, como lo es la influencia de líderes sobre el resto, la situación social y económica de los distintos sectores, las ideas predominantes en la sociedad, etc.

Entre las causas no reducibles a otras más elementales aparecen las actitudes básicas de los seres humanos, que responden a las dos tendencias generales: cooperación y competencia. En el caso de la Revolución Francesa, y a partir de la indiscutible capacidad descriptiva de Alexis de Tocqueville, pudo encontrarse en la envidia una de las causas principales de tal acontecimiento histórico.

Por lo general, suponemos que las diversas revoluciones se producen cuando existe una importante tensión social debida a grandes diferencias económicas y sociales entre los diversos sectores. Sin embargo, a partir de los estudios de Tocqueville, pareciera que las cosas no son tan simples como parecen.

A continuación se transcribe un escrito al respecto:

CÓMO PROVOCAR UNA REVOLUCIÓN

Por Henry Hazlitt

La teoría más común acerca de la Revolución Francesa es que se produjo porque las condiciones económicas de las masas empeoraban sin cesar, mientras el rey y la aristocracia permanecían ciegos a la realidad. Pero Tocqueville, uno de los más agudos observadores sociales de su época, y aun de todas las épocas, dio una explicación exactamente opuesta. Permítaseme exponerla primero tal como la resumió en 1899 un eminente comentarista francés:

«He aquí la teoría inventada por Tocqueville…Cuanto más ligero es un yugo, más insoportable resulta: lo que exaspera no es el peso, sino la traba que supone; lo que inspira la rebeldía no es la opresión, sino la humillación. Los franceses de 1789 estaban irritados contra los nobles porque eran casi sus iguales. Son estas pequeñas diferencias las que se nos hacen presentes y, por tanto, las que cuentan. La clase media del siglo XVIII era rica. Su posición le permitía ocupar la mayoría de los cargos, y era casi tan poderosa como la nobleza. Fue este casi lo que la exasperó, y su estímulo la cercanía de la meta, pues son siempre los últimos trancos los que provocan la impaciencia» (Emile Faguet).

He citado este pasaje porque no encuentro la teoría expresada en forma tan adecuada por el propio Tocqueville. Pero tal es en esencia el tema de su obra L’Ancien Régime et la Révolution [El Antiguo Régimen y la Revolución], donde ofrece convincente documentación en su apoyo. He aquí un fragmento típico:

«A medida que se desarrolla en Francia la prosperidad que acabo de describir, los espíritus parecen, sin embargo, más intranquilos, más inquietos; el descontento público se va agriando cada vez más; el odio a las antiguas instituciones va en aumento. La Nación marcha visiblemente hacia una revolución».

«Es más, las zonas de Francia que habían de ser el foco principal de esta revolución son precisamente aquellas en que los progresos son más notorios…Extrañará tal espectáculo, pero la historia está llena de otros semejantes. No es siempre yendo de mal en peor como se cae en la revolución. Ocurre con mucha frecuencia que un pueblo que ha soportado sin quejarse, como si no las sintiera, las leyes más abrumadoras, las rechaza violentamente en cuanto su peso se aligera. El régimen que una revolución destruye es casi siempre mejor que el que lo ha precedido inmediatamente, y la experiencia nos enseña que el momento más peligroso para un mal gobierno es generalmente aquel en que empieza a reformarse. Solamente un gran talento puede salvar a un príncipe que emprende la tarea de aliviar a sus súbditos tras una prolongada opresión. El mal que se sufría pacientemente como inevitable resulta insoportable en cuanto concibe la idea de sustraerse a él. Los abusos que entonces se eliminan parecen dejar más al descubierto los que quedan, y la desazón que causan se hace más punzante: el mal se ha reducido, es cierto, pero la sensibilidad se ha avivado…».

«En 1780 nadie pretende ya que Francia esté en decadencia; se diría, por el contrario, que no hay en aquel momento límites a sus progresos. Es entonces cuando surge la teoría de la perfectibilidad continua del hombre. Veinte años antes, no se esperaba nada del porvenir; ahora nada se teme de él. La imaginación, apoderándose por adelantado de esta felicidad próxima e inaudita, hace a los hombres insensibles a los bienes que ya tienen y los precipita hacia cosas nuevas».

Las expresiones de simpatía de la clase privilegiada sólo sirvieron para agravar la situación: «Las gentes que tenían más que temer de la cólera del pueblo conversaban en alta voz en su presencia sobre las crueles injusticias de que siempre había sido víctima; se indicaban unos a otros los vicios monstruosos que encerraban las instituciones que más pesadas resultaban para el pueblo: empleaban su elocuencia para describir las miserias y el trabajo mal recompensado de éste; y al esforzarse de este modo para aliviarlo, lo que conseguían era llenarlo de furor».

Tocqueville sigue citando largamente las recriminaciones en las que el monarca, los nobles y el parlamento se culpaban mutuamente de las desgracias del pueblo. Al leerlas, tenemos la pavorosa impresión de hallarnos ante un plagio de la retórica de nuestros obreristas de salón.

Todo esto no significa que debamos vacilar en adoptar cualquier medida realmente adecuada para aliviar las penalidades y disminuir la pobreza. Lo que afirmo es que nunca ha de actuarse con el simple propósito de calmar a los envidiosos o apaciguar a los agitadores, o de evitar una revolución. Tales medidas, que denotan debilidad o mala conciencia, sólo conducen a exigencias mayores e incluso desastrosas. El gobierno que cede ante el chantaje sólo conseguirá precipitar las mismas consecuencias que teme.

(De “La conquista de la pobreza”-Unión Editorial SA-Madrid 1974).

1 comentario:

agente t dijo...

La Francia de finales del dieciocho cayó en el primer populismo. Marcó la tónica que luego siguieron los demás, pues sus dirigentes provenían de las clases privilegiadas, fundamentalmente de la clase media, pero usaron a las populares como ariete en su lucha y consecución del poder.