No resulta difícil advertir que vivimos condicionados, por nuestra propia naturaleza humana, hacia el seguimiento de dos tendencias principales: cooperación y competencia. Respecto de la primera, pocas dudas caben acerca de su efectividad, mientras que en el caso de la segunda nos preguntamos por qué tal tendencia ha sido incorporada como una ventaja adaptativa, ya que si no lo fuese, seguramente habría ido desapareciendo durante el proceso evolutivo. Alfred Adler interpreta a los sentimientos de inferioridad, asociados a una actitud competitiva, en una forma optimista:
“El hombre tendría que dejarse vencer por la tempestad de las fuerzas de la Naturaleza, de no haber sabido emplearlas a su favor….¿Quien podría dudar seriamente de que el individuo humano, equipado tan mediocremente por una madrastra Naturaleza, haya recibido para su trayectoria la bendición del sentimiento de inferioridad que le impulsa hacia una situación de plus, hacia la seguridad, hacia la superación? Y esta rebelión formidable y obligada contra un sentimiento de inferioridad duradero como fundamento de la evolución de la Humanidad se despierta siempre de nuevo y se repite en todo nuevo lactante y niño pequeño….El Sentimiento de Inferioridad domina toda la vida psíquica y se comprende fácilmente como consecuencia del sentimiento de imperfección, de insuficiencia y del impulso nunca roto del Hombre y la Humanidad” (De “El sentido de la vida”-Luis Miracle Editor- Barcelona 1959).
El aspecto positivo de tales sentimientos se advierte luego de haber adoptado una actitud por la cual se pretende alcanzar a quienes nos superan. Sin embargo, otras veces el individuo se siente derrotado antes de comenzar la tarea de aproximación, de donde surge el complejo de inferioridad. A este complejo se lo trata de enmascarar, muchas veces, a través del opuesto “complejo de superioridad”, como una compensación adoptada ante la renuncia a toda mejora posible. Oliver Brachfeld escribió: “La autoestima es un hecho inminentemente social. Sólo en la sociedad puede brotar, como resultante de la comparación con los demás, comparación que es inconsciente y poco violenta en el caso de la persona «normal», y es exagerada y enfermiza en el proceso de sentimientos de inferioridad más o menos violentos” (De “Los sentimientos de inferioridad”- Luis Miracle Editor- Barcelona 1959).
Respecto de las formas en que nos evaluamos, José Ortega y Gasset escribió: “Hay dos maneras de valorarse el hombre a sí mismo radicalmente distintas. Nietzsche lo vio ya con su genial intuición para todos los fenómenos estimativos. Hay hombres que se atribuyen un determinado valor –más alto o más bajo- mirándose a sí mismos, juzgando por su propio sentir sobre sí mismos. Llamemos a esto valoración espontánea. Hay otros que se valoran a sí mismos mirando antes a los demás y viendo el juicio que a éstos merecen. Llamemos a esto valoración refleja. Apenas habrá un hecho más radical en la psicología de cada individuo”. “Se trata de una índole primaria y elemental, que sirve de raíz al resto del carácter. Se es de la una o de la otra clase”. “Para los unos, lo decisivo es la estimación en que se tengan; para los otros, la estimación en que sean tenidos. La soberbia sólo se produce en individuos del primer tipo; la vanidad, en los del segundo”.
“Ambas tendencias traen consigo dos sentimientos opuestos de gravitación psíquica. El alma que se valora reflexivamente pondera hacia los demás y vive de su periferia social. El alma que se valora espontáneamente tiene dentro de sí su propio centro de gravedad y nunca influyen en ella decisivamente las opiniones de los prójimos. Por esta razón, no cabe imaginar dos pasiones más antagónicas que la soberbia y la vanidad. Nacen de raíces inversas y ocupan distinto lugar en las almas. La vanidad es una pasión periférica que se instala en lo exterior de la persona, en tanto que el soberbio lo es en el postrer fondo de si mismo” (Citado en “Los sentimientos de inferioridad”).
Quienes muestran actitudes de soberbia, al tratar de encubrir sentimientos de inferioridad, despiertan en los demás cierto desprecio. De ahí que los líderes populistas no despierten odio en sus rivales, ya que el odio se siente por el igual o el superior, sino repugnancia. Ello se debe a que el soberbio se caracteriza por una actitud de indiferencia, o de valoración nula, hacia los demás. Ortega y Gasset escribió: “Ese error persistente en nuestra valoración implica una ceguera nativa para los valores de los demás. En virtud de una deformación imaginaria, la pupila estimativa, encargada de percibir los valores que en el mundo existen, se halla vuelta hacia el sujeto, e, incapaz de girar en torno, no ve las cualidades del prójimo. No es que el soberbio se haga ilusiones sobre sus propias excelencias, no. Lo que pasa es que a toda hora están patentes a su mirada estimativa los valores suyos, pero nunca los ajenos. No hay, pues, manera de curar la soberbia si se trata como una ilusión, como un alucinamiento…Sólo métodos indirectos cabe usar”.
El complejo de inferioridad se hace tanto más evidente cuanto más notorio resulte el disfraz de la soberbia: “Las almas soberbias suelen ser herméticas, cerradas a lo exterior, sin curiosidad, que es una activa porosidad mental. Carecen de grato abandono y temen morbosamente el ridículo. Viven en un perpetuo gesto anquilosado, ese gesto de gran señor, esa «grandeza» que a los extranjeros maravilla siempre en la actitud del castellano y del árabe”. “Al sentimiento de creerse superior a otro acompaña una erección del cuello y la cabeza –por lo menos una iniciación muscular de ello-, que tiende a hacernos físicamente más altos que el otro. La emoción que en este gesto se expresa es finamente nombrada «altanería»” (Ortega y Gasset).
En cuestiones de política, muchas veces se establece un vínculo entre un líder, con complejo de superioridad, y el hombre masa, con complejos de inferioridad. En ese caso, el líder es observado, no como alguien débil que trata de ocultar sus sentimientos de inferioridad, sino que, por el contrario, logra convencerlo de que no los tiene. De ahí surgen, esencialmente, los liderazgos de tipo populista.
Además de los sentimientos de inferioridad personales, existen sentimientos de inferioridad colectivos, como es el caso de los grupos étnicos, religiosos o nacionales. A ello se debe el surgimiento de mitos que actúan en forma similar al complejo de superioridad adoptado individualmente, tal el de compensar la debilidad que se siente. Walter Theimer escribió: “Propiamente el antiguo absolutismo no tenia ideología alguna; en cambio la ideología pasa en la dictadura totalitaria al primer término, convirtiéndose en una especie de religión secular. Lo político se identifica con lo sacro, se transforma en un mito colocado en la esfera de lo absoluto nacional, de lo absoluto racial o de lo absoluto social. Los adversarios pasan a ser incrédulos, pecadores. Ninguna otra opinión es ya respetable: el totalitarismo fomenta la intolerancia y el fanatismo. La política deviene en él una demonología, la lucha de los ángeles contra los diablos” (De “Historia de las Ideas Políticas”-Ediciones Ariel SL-Barcelona 1960).
El pueblo alemán, luego de la derrota sufrida durante la Primera Guerra Mundial, es un pueblo deprimido que encuentra en el nazismo el estimulo anímico que cambia una situación en la que imperan los sentimientos de inferioridad a otra en la que predominan los sentimientos de superioridad, siendo una “solución” sólo aparente. Oliver Brachfeld escribió: “El hecho de que los sentimientos nacionales surjan con fuerza precisamente después de grandes catástrofes nacionales, echa una extraña luz sobre la génesis de los nacionalismos y demás formas del etnocentrismo en general. Aun cuando resultaría abusivo explicar todo sentimiento nacional y todo nacionalismo como una «mera compensación» de una duda acerca de la propia identidad étnica y de un complejo de inferioridad étnico, las interrelaciones entre ambos grupos de fenómenos, sumamente complejos, no podrían desconocerse hoy”.
“El «complejo de inferioridad» que sufren las grandes naciones al perder su hegemonía en el concierto internacional, como España al perder Cuba y Filipinas, los «pueblos pequeños» lo sufren «desde siempre»: su equilibrio autoestimativo peligra. Antaño una violenta baja del nivel autoestimativo se compensaba mediante esos grandes mitos nacionales que son las epopeyas, verdadera «psicoterapia» del complejo de inferioridad étnico. En los tiempos modernos, la «compensación» se efectúa por el surgimiento de una «generación del 98», o…¡por el surgimiento del interés por la «Psicología de los Pueblos!»”.
Los populismos, por lo general, promueven el odio colectivo hacia algún enemigo, real o imaginario, a quien se lo culpa por todos los males de la nación. El líder populista protegerá a su pueblo del enemigo común. Este ha sido el caso de los totalitarismos respecto de los EEUU, y del capitalismo en general. De ahí que sean dos los efectos que tal mentalidad dominante provoca:
1- Se promueve el sentimiento de inferioridad nacional bajo apariencias de una superioridad de algún tipo
2- Se ataca a los cipayos (nacionales a favor del “enemigo”) por lo que aparece una importante división en la sociedad
Desunidos por la división y envenenados por el odio, poco se puede esperar de una nación. Por ese camino se acentúa la dependencia más efectiva y denigrante; la de los sentimientos negativos. Jorge Luis Borges escribió: “Odiando, uno depende de la persona odiada. Es un poco esclavo de la otra. Es su sirviente”.
Cuando los gobiernos populistas comienzan a hacer expropiaciones de empresas, o de organismos privados, los capitales y las inversiones tienden a irse a lugares seguros, como son los EEUU. Luego, el gobierno que promueve el odio colectivo hacia ese país, lo termina favoreciendo con el aporte de miles de millones de dólares en inversiones, algo completamente opuesto a lo que se predica insistentemente. De ahí que uno se pregunte si los políticos populistas de la Venezuela chavista o de la Argentina kirchnerista hayan al menos recibido de los EEUU algún tipo de comisión monetaria por haber favorecido la llegada de capitales a ese país, o bien si lo han hecho en forma “desinteresada”.
Si predominara la idea de que cada individuo es un ciudadano del mundo, es posible que se dejaran de lado los sentimientos de inferioridad locales, lo que constituiría un progreso notable. Luego, al incluir entre los valores personales aquellos esencialmente éticos, o afectivos, es posible que todo individuo comience a sentirse liberado de los complejos de inferioridad que impiden su progreso personal. El lema de Ralph Emerson puede ser efectivo: “Todos los hombre que conozco son superiores a mí en algún sentido, y en ese sentido puedo aprender de todos”.
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