El comportamiento racional puede considerarse como una consecuencia de haber establecido previamente un pensamiento coincidente con la propia realidad. Posiblemente, la mejor descripción de este tipo de pensamiento venga expresada por Baruch de Spinoza, quien escribió: “El orden y conexión de las ideas es el mismo orden y conexión de las cosas”. Tal situación ideal no se da con mucha frecuencia, de ahí que la coincidencia entre ideas y realidad debe ser una meta a lograr. De la misma forma en que distinguimos entre verdad y mentira, según el grado de correspondencia de una expresión verbal respecto de la realidad, distinguimos entre racionalismo e irracionalismo cuando se trata de definir la validez del pensamiento. El mundo real está regido en su totalidad por leyes naturales invariantes, que dan lugar a cierto orden, que denominamos orden natural. Luego, el pensamiento compatible con dicho orden hereda la coherencia típica de aquél, que denominamos coherencia lógica.
El racionalismo filosófico comienza en la antigua Grecia, donde se sostiene que la coherencia lógica asegura la veracidad del pensamiento, lo que no siempre es así. Como ejemplo de tal actitud podemos considerar el caso de Aristóteles, quien afirmaba que los cuerpos pesados caen a tierra antes que los livianos, porque era algo “lógico”, porque así debería ocurrir; sin embargo, esta aserción resultó falsa. En esa época se confiaba en la razón y no se molestaban en realizar verificaciones experimentales asociadas a conclusiones como la mencionada, algo que subsanó posteriormente la ciencia experimental. En cuanto al racionalismo filosófico, José Ortega y Gasset escribió:
“La razón pura se mueve siempre entre superlativos y absolutos. Por eso se llama a sí misma pura. Es incorruptible y no anda con contemplaciones. Cuando define un concepto, le dota de atributos perfectos. Sólo sabe pensar yéndose al último límite, radicalmente. Como opera sin contar con nada más que consigo misma, no le cuesta mucho dar a sus creaciones el máximo pulimento. A este uso puro del intelecto, a este pensar «more geometrico» se suele llamar racionalismo. Tal vez fuera más luminoso llamarle radicalismo” (Del “Diccionario del Lenguaje Filosófico” de Paul Foulquié–Editorial Labor SA-Barcelona 1965).
Incluso Georg W. Hegel afirmó: “Lo que es racional es real y lo que es real es racional”. Desde el punto de vista de la ciencia experimental, podemos decir: “Lo que es racional puede ser real y lo que es real debe ser racional”. Esto se debe a que toda descripción debe ser verificada experimentalmente y, además, deberá tener cierta coherencia lógica, al menos no existen casos en que algo verificado no tenga tal coherencia. En el caso de la física moderna, constituida por variables y conceptos contraintuitivos e “irracionales”, al estar estructurada en base a relaciones matemáticas entre magnitudes físicas, tales modelos presentan una coherencia matemática que reemplaza a la coherencia lógica perdida, y que es, justamente, la guía que existe para los futuros desarrollos en dicha rama de la ciencia.
Una de las “soluciones” adoptada para superar las limitaciones del pensamiento racional, fue la del pensamiento irracional, en lugar de adoptar la solución definitiva de la experimentación. Ante la decepción de quienes esperaban encontrar en la razón una condición necesaria y suficiente para llegar a la verdad, se fue llegando al extremo de buscar en el irracionalismo una guía para ese fin, o al menos para solucionar algunos problemas filosóficos. Quienes descreen de la ciencia son justamente los filósofos que promueven alguna forma de irracionalismo. Th. Maulnier escribió: “El actual resentimiento contra la inteligencia no es, sin duda, más que la consecuencia del racionalismo eufórico del siglo XIX: el hombre retrocede, como descorazonado ante la magnitud de los problemas. El irracionalismo no es sino el reverso del racionalismo: un racionalismo decepcionado” (“Diccionario del Lenguaje Filosófico”).
El irracionalismo presenta dos posibilidades básicas; el subjetivo, que depende de nuestras limitaciones para conocer la realidad, y el objetivo, que supone que la propia realidad se comporta en una forma impredecible. En el “Atlas Universal de Filosofía” (Editorial Océano-Barcelona 2004) puede leerse:
a) Irracionalismo gnoseológico: afirma que la razón humana no es capaz de explicar la realidad, pues su intrínseca complejidad está más allá de los límites de la mente humana. En este sentido estricto ciertas doctrinas filosóficas del pasado podrían calificarse de irracionalistas; así, por ejemplo, el escepticismo, que antiguamente negaba la existencia de todo tipo de verdad; en la Edad Media el misticismo y la teología negativa, que reducían todo conocimiento a una simple y pura forma de intuición; y también el moderno romanticismo, que plantea que el arte y los sentimientos son la única forma posible de conocimiento.
b) Irracionalismo ontológico: afirma que es la propia realidad la que se rige por los principios no racionales del azar, de la casualidad, de la vida entendida como proceso imprevisible. Esta forma absoluta y metafísica de irracionalismo, que considera al mundo como algo absurdo, ilógico, insensato y falto de objeto, es típica y exclusiva de la época contemporánea y elocuente expresión de su crisis.
La ciencia experimental no adhiere a ninguna de estas dos formas de irracionalismo, porque supone que todo lo existente está regido por leyes naturales invariantes, incluso el azar subyacente al comportamiento de las partículas elementales está regido por leyes estadísticas precisas y se supone, además, que el hombre podrá describir la mayor parte de las leyes existentes, con la posibilidad que da el tiempo que tiene por delante la humanidad.
En el caso del marxismo, se adopta una especie de lógica digital, o de dos valores, en la que se atribuye a la propia realidad estar compuesta por pares de opuestos. Luego, a ese “orden digital”, se lo trata de describir mediante la dialéctica. Mario Bunge escribió al respecto: “El principio fundamental de la dialéctica es que todo es «contradictorio», tanto internamente como en sus relaciones con otras cosas. En otras palabras, cada cosa es una unidad de opuestos y mantiene relaciones conflictivas con las otras cosas. Más aún, la «contradicción» es la fuente de todo cambio”. “La dialéctica resulta atractiva por dos motivos. Primero, porque el conflicto es un hecho característico de la vida. Segundo, porque el concepto de contradicción es tan confuso que casi todo parece ser un ejemplo de ello. Positivo y negativo, atractivo y repulsivo, arriba y abajo, izquierda y derecha, liviano y pesado, opresor y oprimido –y podríamos seguir- pueden pasar como pares de opuestos dialécticos. Pero, debido precisamente a esta falta de claridad, la dialéctica es más un juego de palabras que una ontología rigurosa”.
“La existencia misma de los sistemas muestra que la cooperación es dominante o lo fue en algún momento. También muestra que la cooperación –en y entre átomos, células, personas, sistemas sociales o de lo que se trate- es un mecanismo de emergencia de la novedad tan efectivo como el conflicto”. “En suma, la dialéctica exhibe sólo una cara de la moneda, el conflicto, y obstaculiza a la vez la visión de la otra cara, la cooperación. La consecuencia práctica de esto, particularmente para la política, es obvia: si valoramos la cohesión y la paz, mantengámonos alejados de una cosmología que enseña la conflagración universal” (De “Crisis y reconstrucción de la filosofía”-Editorial Gedisa SA-Barcelona 2002).
Puede decirse que en la actualidad, la antigua oposición entre racionalismo e irracionalismo, se da entre ciencia experimental y filosofías anticientíficas. Una de tales posturas filosóficas es el idealismo, en el que, en lugar de tomarse como referencia “el orden y conexión de las cosas”, se toma “el orden y conexión de las ideas”, llegándose al extremo de tratar de “adaptar la realidad” a las ideas de un filósofo. Mario Bunge escribió: “Una filosofía idealista es una filosofía que supone la existencia autónoma de las ideas. El idealismo es incompatible con las ciencias fácticas (o empíricas) y las tecnologías, todas las cuales estudian, diseñan o transforman cosas concretas, las cuales son mudables de lugar e inalterables”.
En la base de los totalitarismos del siglo XX, aparecieron ideologías anticientíficas e irracionales, tales como el ya mencionado marxismo y su dialéctica. Al dividir a la sociedad en dos clases sociales antagónicas, y al suponer que una es buena y la otra mala, promueve la lucha entre ambas para que la buena ejerza sobre la mala una dictadura, y que, vaya a saber uno por qué causa, dejará de dominar sobre la otra finalmente. Una idea absurda e irracional que costó la vida a decenas de millones de victimas.
También el nazismo se apoyó en filosofías que se oponían a la ciencia. Juan José Sebreli escribió: “Frente al enorme proyecto de la Ilustración de sustituir la religión por la filosofía y la ciencia, los románticos, y en especial los alemanes, se propusieron un ideal no menos trascendente: reemplazar la filosofía y la ciencia por el arte o la poesía –ambos términos eran usados indistintamente- y convertirlos en nuevo objeto de culto. La utopía romántica señalaba que el arte y la poesía eran el camino para el conocimiento de la verdad, el perfeccionamiento moral y la redención de los pueblos”.
“El fascismo -«nietzscheanismo popular» lo llamó Paul Ricoeur- tenía cierto derecho a reclamar la herencia de Nietzsche, en cuanto a apologista de la violencia y la crueldad, ya que había opuesto, en sus escritos, la fuerza contra el derecho, los instintos contra la razón, el mito contra la historia”.
“Heidegger aconsejaba que la filosofía y el pensamiento necesitaban alejarse de la ciencia o, mejor, deberían ser alógicos e irracionales puesto que, según él, no era posible circunscribirlos a las reglas fijas de la lógica, del discurso racional y ni siquiera de la gramática, de cuyas cadenas precisaba «liberarse el lenguaje». Quizá su frase «la ciencia no piensa» sintetizara sus ideas no sólo sobre cuestiones metodológicas sino sobre el abismo infranqueable que se abría, para él, entre ciencia y pensamiento”. “Heidegger se afilió por su propia voluntad al partido nazi y pagó sus cuotas hasta la disolución del mismo; usaba la divisa con la cruz svástica aun cuando viajaba al extranjero a ver a su colega Jaspers” (De “El olvido de la razón”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 2006).
El vínculo entre totalitarismo, barbarie e irracionalismo, nos hace ver que la historia de la humanidad no necesariamente está ligada a un progreso permanente sino que sufre vaivenes impredecibles. Recordemos que en el siglo III AC se sabia que la Tierra era esférica y cuánto media su radio, gracias a los trabajos de Eratóstenes, mientras que más de mil años después, se creía que era plana y sostenida por varios elefantes. La secuencia propuesta por antropólogos (salvajismo, barbarie, civilización) o la secuencia cognitiva propuesta por Comte (religión, filosofía, ciencia) son tan sólo probables; de lo contrario, la barbarie y el irracionalismo ya estarían desterrados. Juan José Sebreli escribió:
“La historia es una combinación de tres elementos: causalidad, azar y libertad humana. Tanto en un mundo donde rigiera la necesidad pura como en un mundo donde rigiera el puro azar, el hombre sería un juguete pasivo de fuerzas extrañas. Si la historia se rigiera por la pura necesidad lo mismo daría que el hombre hiciera una cosa u otra, o aun no hiciera nada. La historia se las arreglaría, de cualquier modo, para seguir su marcha inexorable. Los hombres serían actores que recitarían un texto ajeno y no autores de su propio texto. En un mundo donde todo fuera azar el hombre sería sorprendido en las circunstancias más insólitas e impredecibles en las cuales no sabría qué hacer. El caos de sucesos fortuitos es tan opresivo como el Destino; ambos son inexorables porque no están sujetos a condiciones. Sólo en un mundo donde hay azar y también causalidad, el hombre puede ser libre, puede elegir entre alternativas. El conocimiento de las leyes puede permitirle evitar resultados no deseados, y hasta modificar el curso de aquéllas” (De “El asedio de la modernidad”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1991).
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