Tanto en el aspecto económico, como en los demás ámbitos de las acciones humanas, recibimos influencias exteriores que, en el mejor de los casos, adoptará el carácter de un estímulo, o bien se nos impondrán como obligaciones; siendo recomendable que nuestras acciones sean favorecidas por la ilusión del premio que se recibirá en un futuro cercano, simbolizado por la zanahoria que lleva colgada el burro delante de sus narices, en lugar de ser empujados a nuestras espaldas para que nos movamos en una cierta dirección.
Es sabido, y reconocido, por todos los sectores, que los seres humanos tenemos distintas capacidades, especialmente respecto de nuestras habilidades productivas, ya que existen personas con inventiva, con capacidad empresaria, con intenciones de trabajar en relación de dependencia, y también existen vagos crónicos que solamente hacen algo cuando se los empuja hacia ello.
Nuestras necesidades son también distintas, especialmente en el caso de quienes tienen pocos, o ningún hijo, y aquellos que tienen muchos. En este último caso, si se trata de quienes tienen pocas aptitudes para el trabajo, el resto de la sociedad tendrá que auxiliarlo económicamente por cuanto no dispondrá de lo suficiente para mantenerlos. En ese caso, los demás serán obligados coercitivamente por el Estado a colaborar con quien tuvo más hijos que aquellos que podría mantener con sus propios medios. Esto se debe a que, para muchos, los hijos son un importante incentivo para trabajar con mayor entusiasmo, mientras que para otros no implican diferencia alguna en cuanto a motivaciones.
Para compatibilizar capacidades con necesidades, se han propuesto dos alternativas principales y que son el socialismo y el liberalismo (o capitalismo). Podemos caracterizar a ambos sistemas en base a su postulado básico que vincula las mencionadas variables descriptivas del accionar humano:
Socialismo: “De cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad”
Liberalismo: “A cada uno según su capacidad, de cada uno según su necesidad”
En el caso del socialismo, los más capaces deberán trabajar arduamente para compensar el trabajo deficitario de los menos capaces, o de los vagos, pero para recibir igualitariamente, ya que quienes dirigen al Estado “saben perfectamente” cuáles son las similares necesidades de todas las personas. Al ser obligados a trabajar “según sus capacidades”, para recibir “igualitariamente”, carecen de estímulos suficientes para hacerlo con entusiasmo, por lo cual la actividad económica tiende a decaer, ya que además los vagos tienden a trabajar lo menos posible. Al menos en teoría, se llega a una igualdad en la pobreza (ya que la clase dirigente resulta “desigual por naturaleza”).
En el caso del liberalismo, cuyo lema mencionado se ha supuesto para fines comparativos, tiene la ventaja de permitir que los estímulos y proyectos individuales puedan ser realizados con libertad. Como cada individuo tiene un cuerpo para alimentar y para vestir, la producción realizada más allá de lo necesario para vivir, será volcada como inversión productiva que incluso dará trabajo a algunos que no lo posean. De esa forma se llega a una desigualdad en la riqueza.
La gran diferencia que se advierte entre socialismo y capitalismo es que en el primer caso los individuos trabajan por obligación mientras que en el segundo caso lo hacen por motivación. De ahí que, históricamente, los resultados económicos hayan sido siempre superiores bajo sistemas de tipo capitalista. Ludwig von Mises escribió:
“Quienes propugnaban la abolición de la servidumbre, aduciendo argumentos de tipo humanitarista, quedábanse dialécticamente desarmados cuando se les probaba que, en muchos casos, la institución favorecía e interesaba también a los pobres seres esclavizados [por la protección recibida]. Lógica era la perplejidad puesto que un solo razonamiento válido hay contra la esclavitud, desarbolando toda otra dialéctica, a saber, que el trabajo del hombre libre es incomparablemente más productivo que el del esclavo. Carece éste, en efecto, de interés personal por producir lo más posible. Aporta a regañadientes su esfuerzo y sólo en la medida indispensable que le permita eludir el correspondiente castigo. El trabajador libre, en cambio, sabe que cuanto mayor sea su productividad mayor también, en definitiva, será la recompensa que le corresponda. Da de sí todo lo que puede por ver incrementada la propia retribución” (De “Liberalismo”-Editorial Planeta-De Agostini SA-Barcelona 1994).
La existencia de incentivos es gran importancia por cuanto el estado de ánimo de las personas depende, muchas veces, no tanto de su situación actual, sino del ritmo de cambio existente. De ahí que haya gente, con una mala situación económica, pero en ascenso, que se siente bastante mejor que otra con buena situación económica, pero en descenso, por lo que los “estados estacionarios”, caracterizados por la ausencia de incentivos, resultan poco favorables a la condición humana. Niall Ferguson escribió al respecto:
“En dos pasajes raramente citados de «La Riqueza de las Naciones», Adam Smith describía lo que él denominaba «el estado estacionario»: la situación de un país anteriormente rico que había dejado de crecer. ¿Cuáles eran las características de dicho estado? De manera significativa, Smith destacaba su carácter socialmente regresivo. En primer lugar, los salarios de la mayoría de la gente eran miserablemente bajos: «Por grande que sea la riqueza de un país, como esté mucho tiempo estacionaria, o sin aumentarse incesantemente, no hay que creer que se aumente el precio de los salarios del trabajo….el estado en que parece ser más feliz y soportable la condición del pobre trabajador, y de la mayor parte del pueblo común, es aquel que se llama progresivo, o en que la sociedad no cesa de adelantar; siendo este más ventajoso que aquel en que ya ha adquirido toda la plenitud de sus riquezas. La condición del pobre es dura en el estado estacionario, o en que ni adelanta ni atrasa la nación; y es miserable en el decadente de la sociedad. El progresivo es en realidad el próspero, el alegre, el deseado de todas las clases del pueblo; el estacionario es triste; el decadente, mustio y melancólico»”.
“El segundo rasgo característico del estado estacionario era la capacidad de una elite corrupta y monopolista de explotar el orden jurídico y la administración en su propio beneficio: «En un país además de esto donde, aunque el rico y el que posee gruesos capitales goce de la mayor seguridad, apenas vive seguro el pobre y el que solo ha podido granjear un caudal escaso, estando expuestos siempre a ser insultados, con el pretexto de justicia, por el pillaje, el robo y la estafa de los mandarines subalternos, la cantidad de los fondos empleados dentro de él en los diferentes ramos de tráfico y comercio interior no puede ser tan grande, ni proporcionada a lo que es capaz de admitir la naturaleza y extensión de aquellas negociaciones. En todos aquellos ramos la opresión del pobre no puede menos de ocasionar el monopolio del rico, el cual, engrosándose con una especie de tráfico exclusivo, podrá hacer cada vez mayores sus ganancias»” (De “La gran degeneración”-Debate-Buenos Aires 2013).
Los comentarios citados de Adam Smith se referían principalmente a la China del siglo XVIII, mientras que tal situación afecta en la actualidad a los países occidentales. Niall Ferguson agrega: “En la época de Smith, obviamente, era China la que estaba «mucho tiempo estacionaria»: un país antaño «opulento» que simplemente había dejado de crecer. Smith culpaba del estancamiento a las deficientes «leyes e instituciones» de China, incluida su burocracia. Más libre comercio, más estímulo para la pequeña empresa, menos burocracia y menos capitalismo clientelista: esta era la receta de Smith para curar el estancamiento chino. Él era testigo de lo que tales reformas estaban haciendo a finales del siglo XVIII para galvanizar la economía de las islas Británicas y sus colonias americanas. Hoy, en cambio, si Smith volviera a visitar aquellos mismos lugares observaría una extraordinaria inversión de papeles: somos nosotros, los occidentales, quienes nos hallamos en estado estacionario, mientras China crece más deprisa que ninguna otra gran economía del mundo. Las tornas de la historia económica se han cambiado”.
Por lo general, se supone que las discusiones entre quienes sostienen que se deben favorecer los incentivos y aquellos que opinan que el Estado debe obligar al trabajo, son propias de los últimos dos o tres siglos. Sin embargo, el auge y caída del Imperio Romano tuvo bastante que ver con tales aspectos. Si bien Julio César fue un demagogo y un dictador en lo político, se le atribuye la virtud de haber otorgado plenas libertades económicas al pueblo romano. En cierta forma se parecía al actual gobierno de la China, totalitario en política, pero liberal en economía.
Los historiadores asocian a la época de Octavio Augusto el esplendor de la civilización romana, que fue caracterizada por dar continuidad a la libertad económica que Julio César había implantado. La “paz romana” se mantuvo por bastante tiempo. Sin embargo, en el siglo III comienza la debacle cuando se limitan o se anulan los incentivos a la producción. J. R. escribió: “La catástrofe final sobrevino cuando, al objeto de prevenir mayores perturbaciones políticas, los emperadores devaluaron la moneda e implantaron la tasa de los precios. Los agricultores redujeron el área de sus cultivos considerando insuficientes los precios impuestos. Poco a poco la producción y el comercio en gran escala quedaron desarticulados y el sistema económico del Imperio saltó a pedazos. Cuanto más entusiasmo ponían las autoridades en las medidas adoptadas con la finalidad de que los precios máximos fueran respetados, más desesperada se hacía la condición de las masas urbanas”.
“La maravillosa civilización de la antigüedad desapareció porque ni quiso ni supo amoldar su código moral y su sistema legal a las exigencias de la economía de mercado. Es imposible mantener cualquier orden social si los actos humanos indispensables para que funcione normalmente son condenados por la moral, declarados ilegales y perseguidos por la policía. El Imperio Romano sucumbió porque sus ciudadanos ignoraron el espíritu liberal y menospreciaron la iniciativa privada. El intervencionismo económico –y su inevitable corolario político, el gobierno dictatorial- descompuso la poderosa organización del Imperio” (Del Estudio Preliminar de “La mentalidad anticapitalista” de Ludwig von Mises-Fundación Ignacio Villalonga-Valencia 1957).
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