Las distintas propuestas éticas consisten esencialmente en sugerir, mediante normas, las acciones que conducen a lograr el bien y a evitar el mal. Esta definición general, aparentemente evidente, presenta, sin embargo, algunos interrogantes ya que, para algunos, la norma que sugiere una acción ha de ser prioritaria a los efectos derivados de su cumplimiento, mientras que para otros la norma ética surge luego de considerar los efectos de las acciones humanas, para tratar de optimizar nuestro comportamiento social. Para aclarar el tema, a fin de encontrar la secuencia adecuada entre normas, conducta y efectos, debemos considerar la siguiente pregunta básica: ¿Me gusta porque es bueno o es bueno porque me gusta?.
Si aceptamos que algo nos gusta porque previamente consideramos que es bueno, en cierta forma estamos considerando prioritaria una norma, un mandamiento o una sugerencia ética que será considerada como nuestra referencia, incluso una referencia más importante que los efectos concretos asociados a nuestra conducta. Por el contrario, si aceptamos que algo es bueno porque nos gusta, en principio estamos priorizando los efectos de nuestra conducta bajo la previa aceptación del principio de felicidad, como la tendencia básica que orienta nuestros actos y nuestra vida.
Consideramos como bueno a lo que nos lleva a la felicidad y malo lo que nos aleja de ese objetivo. Javier Sádaba escribió: “El deontologismo afirma que algo es bueno porque debe hacerse. El utilitarismo afirma que algo debe hacerse porque es bueno. El deontologismo parte de unos principios que considera deberes y sólo lo que se realiza según tales deberes es bueno. El utilitarista pone la vista en las consecuencias de una acción y, si ve que son buenas, concluye que debe hacerse”.
Puede decirse que en el primer caso estaríamos adoptando como referencia la norma, el mandamiento o la sugerencia originada en un ser humano, relegando a la propia ley natural como la referencia obligada (si no se la ha tenido en cuenta), mientras que en el segundo caso adoptamos como referencia a la propia realidad y a la ley natural. Sin embargo, al guiarnos por los resultados de nuestra conducta, nada nos asegura que el nivel de felicidad obtenido sea siempre el adecuado, como es el caso del que encuentra un fugaz bienestar en el juego o en el vicio. Tampoco las sugerencias éticas que provienen de otras personas nos dan una garantía total acerca de su validez. Podemos sintetizar las secuencias seguidas en ambos casos:
a) Deontologismo: Normas -> Conducta -> Efectos
b) Utilitarismo: Efectos -> Normas -> Conducta
El autor citado agrega: “Pero vamos a intentar responder antes a dos objeciones que a buen seguro habrán ido apoderándose de la mente del lector atento:
1- La primera es ésta: si el fin último de la moral es la felicidad, entonces todo el bien o deber que se haga tendrá por objeto ser feliz, luego no es verdad que la moral es algo absoluto; es, más bien, relativa, y un medio o un instrumento para lograr la felicidad.
2- Si existe un segundo nivel, el de las teorías morales, que responde a la pregunta de por qué esto es bueno o malo, también habrá un tercer nivel en el que se pregunte por qué, por ejemplo, las consecuencias son buenas o por qué los principios son buenos. Más aún, podemos imaginar un cuarto nivel, y así hasta el infinito”
(De “La Ética contada con sencillez”-Maeva Ediciones-Madrid 2004)
Desde el punto de vista de los razonamientos, entramos en los laberintos típicamente filosóficos, de ahí que conviene salir de ellos recurriendo a la verificación experimental, acudiendo, por ejemplo, a la psicología social. En este caso, podemos advertir que, afortunadamente, existen sólo cuatro posibles componentes afectivas básicas de nuestra actitud típica, o característica, de la cual debemos elegir una. Así, si a alguien le pasa algo malo, podemos compartir ese dolor (amor), o podemos alegrarnos de ello (odio), o podemos ignorarlo porque sólo nos interesamos por nosotros mismos (egoísmo) o porque poco nos importa lo que le sucede a los demás e incluso a nosotros mismos (indiferencia).
Luego, teniendo presente la natural tendencia hacia el logro de la felicidad, la actitud que mejor se adapta es la primera, por la cual compartimos las penas y las alegrías de los demás como si fuesen propias, que es, esencialmente, el significado del “Amarás al prójimo como a ti mismo”. De esa forma, vemos que dicho mandamiento responde tanto a la postura deontológica (debemos cumplir una norma) como a la postura utilitarista (la norma es buena porque nos orienta hacia la felicidad).
Nuestra respuesta, o actitud característica, es un conjunto de respuestas típicas que pueden variar desde el amor hacia nuestros familiares hasta la indiferencia hacia las personas extrañas pasando por el odio hacia alguna figura popular, o hacia alguien conocido. El mandamiento cristiano nos sugiere al amor como la tendencia que debe predominar sobre las restantes, hasta llegar, incluso, a anularlas.
Es posible que la ética cristiana haya surgido como surgen todos los conocimientos asociados con la conducta humana, es decir, mediante prueba y error, y una posterior selección de lo que produce los mejores resultados. Este supuesto origen “terrestre”, en lugar de una revelación, no cambia esencialmente el contenido del mandamiento, mientras que el mérito de su cumplimiento no radica en creer en su origen sobrenatural, sino en poder aplicarlo en una forma generalizada.
Entre los impedimentos de su cumplimiento, encontramos las diversas interpretaciones que tan sólo confunden al ciudadano común. También la prioritaria consideración de la fe sobre las obras, asumida por algunas iglesias cristianas, relega la ética cristiana a la adhesión a cierta postura filosófica, olvidando que la religión es una cuestión de moral antes que de filosofía.
La ética formaba parte de la religión, en forma exclusiva, hasta hace algunos siglos atrás. Sin embargo, la severa crisis moral que afronta gran parte de la humanidad requiere de cierta claridad conceptual y sencillez para reencausar al ser humano por el camino indicado por la ética natural, o cristiana. No resulta admisible considerar que la propia naturaleza haya impedido que los lineamientos básicos de nuestra conducta moral sean accesibles tan sólo a las personas con una formación intelectual especializada. La religión para monjes no es justamente una religión, sino que lo es solamente cuando los destinatarios son todos los seres humanos.
Una moral desvinculada de los afectos, no es una moral, ya que el cumplimiento de normas por vía puramente racional dará pobres resultados, lo mismo que el cálculo utilitario desligado de los mismos. Además, los estados de ánimo son accesibles a nuestro control y son los indicadores de lo que debemos hacer en cada circunstancia en lugar de tener que decidir en base a un razonamiento previo que ha de adaptar nuestras decisiones a los principios morales conformados bajo la forma de deberes irrenunciables. Como ejemplo de esta postura, puede mencionarse a Immanuel Kant. Al respecto, Armando Ribas escribió: “Tres máximas establece Kant para definir el valor moral, esto es, que tales acciones sean hechas no por inclinación sino por deber:
1- La de procurar cada cual su propia felicidad no por inclinación, sino por deber; sólo entonces tiene su conducta un verdadero valor moral.
2- Una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta.
3- El deber es la necesidad de la acción por respeto a la ley.
“Es importante destacar, entonces, que razón práctica, para Kant, en modo alguno implica un concepto sacado de la experiencia. La popularidad de la razón vulgar ha sido lograda no como un conocimiento surgido empíricamente, sino como una metafísica de las costumbres que tiene su validez universal a priori, más allá de que alguna vez pueda encontrarse una conducta semejante en la experiencia. Kant enfatiza este punto diciendo: «Por todo lo dicho se ve claramente que todos los conceptos morales tienen su asiento y origen completamente a priori, en la razón, y ello en la razón humana más vulgar tanto como en la más altamente especulativa; que no pueden ser abstraídos de ningún conocimiento empírico, el cual por lo tanto sería contingente, que en esa pureza de su origen reside su dignidad de servirnos de principios prácticos supremos….Puesto que las leyes morales deben valer para todo ser racional en general»” (De “Entre la libertad y la servidumbre”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1992).
Max Weber también advirtió la diferencia entre las morales de principios y aquellas orientadas a los resultados, por lo que escribió: “Debemos tener claro que toda actividad de orientación ética puede estar sometida a dos máximas antitéticas, absolutamente opuestas: puede basarse en una «ética de la convicción» o en una «ética de la responsabilidad». Eso no quiere decir que la ética de la convicción sea irresponsable ni que la ética de la responsabilidad carezca de convicciones. En absoluto. Pero sí existe una abismal contradicción entre los actos que se fundamentan en la máxima de la ética de la convicción –para expresarla en términos religiosos: «el cristiano actúa como es debido, el éxito de sus actos está en manos de Dios»- y la máxima de la ética de la responsabilidad: es menester asumir las consecuencias (previsibles) de los actos”.
“La ética de la convicción fracasa precisamente cuando se trata de justificar los medios por los fines”. “Quien sella un pacto con esos medios –sean cuales fueren los fines- está sometido a sus consecuencias. Todo político lo hace, en especial los que luchan por fe, ya sean religiosos o revolucionarios. Citemos con toda tranquilidad algunos ejemplos de nuestra época. Quien desea establecer la justicia absoluta en la Tierra mediante la violencia, necesita de un grupo de seguidores, de una «aparato» humano. Entonces debe ofrecer a dicho grupo unas recompensas internas o externas –terrestres o celestiales- pues de lo contrario la relación no funciona. Recompensas internas: en la lucha de clases modernas, la satisfacción del odio y de la sed de venganza, del resentimiento y de la necesidad de un ergotismo pseudoético, del afán de difamar y calumniar al enemigo. Recompensas externas: la aventura, la victoria, el botín, el poder, las prebendas” (De “El trabajo intelectual como profesión”-Editorial Bruguera SA-Barcelona 1983).
Las éticas de los principios, o de la convicción de su validez, han actuado como justificativos de las grandes catástrofes sociales asociadas a los totalitarismos, por cuanto han suplantado la ley natural inmediata y evidente de nuestros propios afectos individuales por los “elevados principios” de los pueblos, las razas o las clases sociales “superiores”, bajo el tácito criterio de que los grandes fines justifican cualquier medio empleado para establecerlos.
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