Los recientes saqueos ocurridos en Córdoba (Dic/2013), a partir de la huelga policial, puso en evidencia la severa crisis moral que afecta a la sociedad argentina, ya que no solamente fueron delincuentes comunes quienes robaron y destruyeron más de 1.000 locales comerciales, sino también ciudadanos “normales” que, ante condiciones favorables para el delito, mostraron la ausencia de mínimos atributos éticos y pusieron al descubierto un intenso odio social manifestado en tal acción depredadora.
El salvajismo reinante, además, se pone de manifiesto semanalmente en el comportamiento de las diversas hinchadas de fútbol, ya que los disturbios no se deben solamente a una minoría de delincuentes barras bravas, sino que incluye también a numerosos simpatizantes que no participan en actividades ilícitas ajenas al fútbol, sino que son comportamientos típicos del ciudadano común. El incremento de la violencia se evidencia también en los establecimientos educativos, en donde se incrementan los casos de agresiones entre alumnos y desde los padres de alumnos hacia los docentes.
Son varias las causas que favorecen el severo deterioro moral de la sociedad cuya sintomatología es el odio, que incluye dos facetas que lo caracterizan: la burla y la envidia. Así, la violencia escolar surge generalmente de actitudes burlescas de alumnos, o grupos de alumnos, hacia ocasionales victimas. A la acción violenta le siguen reacciones violentas, pero debe distinguirse claramente que el origen de la violencia se encuentra en quien se burla y no en quien responde de alguna forma tal agresión psicológica. Incluso la burla, en el fútbol, es considerada como algo “cultural”, reiterándose comportamientos ya evidenciados en las escuelas.
Como en los establecimientos educativos se han abolido las expulsiones, e incluso las simples amonestaciones, no funciona el elemental proceso de premios y castigos, de ahí que tales decisiones de las autoridades educativas tienden a fomentar la violencia. Luego, la ley considera inimputables a los delincuentes juveniles evidenciando cierta coherencia facilitadora del accionar ilegal de los adolescentes.
Para colmo, en algunos medios de comunicación estatales, no faltan las alabanzas a movimientos de tipo revolucionario que, mediante la utilización de la violencia, someten a los “injustos explotadores constituidos por la burguesía”. Como los comercios no están, en general, asociados a la “clase obrera”, no existiría, en principio, ninguna traba moral para destruirlos, acción legitimada además en aquel principio surgido de la sabiduría popular: “el que le roba a un ladrón tiene cien años de perdón”.
Debido a la existencia de un fuerte proceso inflacionario, con un índice anual algo superior al 25%, el ciudadano común observa cómo se deteriora su salario debido a la suba de los precios. Luego, desde el propio gobierno nacional, que es el que inicia tal proceso debido a una excesiva emisión monetaria, culpa sin embargo a los comerciantes por tales subas, con lo que trasfiere el descontento desde sus culpables verdaderos hacia los comerciantes, que deben pagar muy caro por una culpabilidad que, en general, no les corresponde.
Mediante la propaganda oficial, que implica una importante asignación de recursos, aparece en forma reiterada un slogan que afirma: “Argentina, un país con buena gente”, resultando difícil de entender su significado por cuanto, de tener cierta autenticidad, no debería haber tanta violencia en los ámbitos educativos, en el fútbol y en la sociedad en general. Al menos que haya sido realizado para recordarnos que debemos ser buena gente. Lo grave de la creencia de que en realidad ya lo somos, es que se ha abolido todo tipo de sanción en las escuelas, y se han reducido drásticamente las penas por delitos cometidos, como si en realidad hubiésemos logrado hacer verdadero el slogan mencionado. Si ya hemos llegado a ser “buena gente”, no debemos preocuparnos por mejorar y, sobre todo, podemos tranquilamente culpar al imperialismo extranjero por todos los males que todavía subsisten y que no nos dejan crecer de la manera que merecemos.
Los acontecimientos de Córdoba podrían ser denominados como el “Segundo Cordobazo”, en recuerdo de los tristes acontecimientos ocurridos en mayo de 1969. Sin embargo, para quienes quisieron que nuestro país ingresara en la órbita soviética, tal levantamiento fue mirado como un acontecimiento positivo. Roque Alarcón escribió sobre aquel acontecimiento:
“Por eso atacaron [los beligerantes] los centros y comercios más representativos de la alta burguesía y del imperialismo”. “Un verdadero festín proletario se desarrolló esa tarde en una de las plazas más importantes de la ciudad: Plaza Colón. Decenas de obreros hacían de mozos improvisados. Entraban a la Confitería Oriental como si hubieran sido sus dueños desde siempre y sacaban los manjares más preciados, los vinos más finos y los licores más pitucos. Y en la Plaza todos brindaban y festejaban. «Era el desquite», nos dirá un obrero que estaba en aquella jornada”. “Por eso podemos decir que el Cordobazo fue un gran ensayo gestado por el pueblo de lo que deberá hacer algún día, a mayor escala y con objetivos más precisos. A costa de todos los esfuerzos necesarios. O resignarse a vivir eternamente en los vaivenes de esta sociedad que no tiene más que miseria para ofrecerles”. “En el Cordobazo se acabó la paciencia de los trabajadores. Salieron de sus fábricas, se metieron en la ciudad, tomaron todo lo que quisieron tomar, derrotando cuadra por cuadra a la policía” (De “Cordobazo”-Editorial Enmarque-Buenos Aires 1989).
La exaltación de la clase obrera, considerada como una clase explotada (lo que puede ser cierto en muchos casos) implica exaltar a quienes no estudiaron lo suficiente o a quienes no trataron de adquirir un mejor adiestramiento laboral. Utilicemos como ejemplo el trabajo en la construcción. Alguien que no quiso aprender algunas de las especialidades de tal rama laboral, como armador de hierros, encofrador, frentista, etc., prefiriendo pasar toda su vida como ayudante de albañil, no debería ser criticado por ello, pero tampoco debería ser puesto como ejemplo, y mucho menos como víctima de los “explotadores”. Todo empresario de la construcción preferirá tener trabajadores capacitados en lugar de obreros no calificados, porque ello contribuirá a la eficiencia productiva. La “clase social” asociada a los obreros, es justamente el sector que renunció a todo tipo de movilidad social, por cuanto renunció a escalar posiciones dentro de su actividad laboral. Por el contrario, es típico en un empresario haber comenzado sus actividades como obrero, para llegar a medio oficial, oficial, capataz y finalmente contratista de obra.
Los ideólogos izquierdistas protestan por una supuesta y generalizada explotación laboral de los obreros, lo cual no es justo generalizar, pero lo que puede asegurarse es que el ideólogo les imprime una dosis cotidiana de odio para utilizarlos posteriormente a favor de sus oscuros intereses, algo que denigra a cualquier persona y que resulta mucho peor que explotarlos laboralmente. Cuando un izquierdista habla del “pueblo” se refiere a los obreros, a quienes, supone, se los puede engañar más fácilmente, utilizando el tácito lema “usar y descartar”. Los demás trabajadores, incluso los empresarios, no son considerados como pueblo y de ahí que se sugiera al “verdadero pueblo” robarles o cometer cualquier ilícito sin que el obrero, previamente inoculado de odio marxista, sienta el menor remordimiento.
El segundo componente del odio es la envidia y se da en una misma persona conjuntamente con la tendencia a la burla. De ahí que nos enteremos por la televisión que una alumna, que se destaca por algún atributo estético, puede llegar a ser agredida físicamente por sus compañeras de curso al carecer éstas de los atributos mencionados. De ahí que, para vivir con cierta seguridad en la sociedad argentina, resulta conveniente esconder o hacer menos evidente todo tipo de atributo o de éxito personal que pueda despertar la envidia de los demás. Se da por supuesto que toda ostentación motivada para provocar envidia ajena, resulta también una actitud reprobable por cuanto es una forma de provocar conflictos.
Para no sentir la desagradable sensación asociada a la inferioridad que el envidioso se concede a si mismo por su propia actitud, busca devaluar y degradar todo tipo de valor susceptible de envidia, lo que implica resentimiento social. José E. Abadi y Diego Mileo escribieron: “Triunfar está prohibido. El éxito produce envidia. Y la envidia al éxito, al suceso, hace del suceso algo sospechoso. Si a una persona le va bien, siempre habrá alguien que comente: «Éste debe lavar dinero». Así, el supuesto ganador se convierte inmediatamente en blanco de la ira y la sospecha de los demás. En ese sentido, la envidia termina creando una muralla que impide acercarse al otro positivamente, aprender aquello que sabe y llegar así adonde llegó”.
No siempre el envidioso es el que carece de bienes materiales suficientes, sino que afecta también a quienes más dinero poseen y buscan superar a los que los superan en ese aspecto. Los autores citados escriben: “El otro nivel es el de los valores materiales y los objetos de ostentación, o que poseen determinados símbolos de prestigio, y su peculiaridad es que esta expresión de la envidia social suele darse en sectores de la misma clase. «Yo tengo un BMW –piensa el envidioso-, pero me da bronca que el vecino se haya comprado un Land Rover…»”.
“La envidia está caracterizada no tanto por el deseo de tener lo que el otro tiene, sino más bien por las ganas de que el otro no posea aquello que a uno le falta. El ansia de tener lo que el otro tiene sería una envidia «sana» […]. En cambio, la envidia que llamamos patológica, sintomática, es la manifestación del deseo de que el otro no posea lo que nosotros jamás podremos tener. Lo que está presente de modo latente es la necesidad de destruir, desvalorizar, acusar a ese otro”. “¿Será por esto que en los EEUU los millonarios escriben libros contando sus experiencias y aquí los millonarios se esconden?”.
“Normalmente, la desvalorización produce envidia, la envidia conduce al fracaso y éste a la desvalorización. Pero a veces se dan graves cuadros depresivos de malestar y proyecciones de estos sentimientos negativos en el otro, con lo cual empiezan a crearse situaciones paranoicas que generan peligrosos niveles de hostilidad intrasocial. En estos casos no hay comunidad, hay simplemente un grupo de personas que discuten, y todo esto en función de aquel sentimiento regresivo y estancante que es la envidia” (De “No somos tan buena gente”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 2000).
La envidia surge siempre en quienes orientan sus vidas a lo material, descartando valores afectivos e intelectuales, los que, por lo general, son accesibles a cualquiera que pretenda adoptarlos. Ello no significa que no exista envidia en los ámbitos de mayor nivel intelectual. Sin embargo, al menos se escapa de la vulgar y penosa envidia motivada por todo aquello que solo sirve para brindar comodidad al cuerpo. Lo que más vale, lo que da tranquilidad al espíritu, generalmente no despierta envidia.
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