La revolución, por lo general, es un hecho violento por cuanto enfrenta a dos sectores de una misma población, adquiriendo a veces el carácter de una guerra civil. Como en todo conflicto, puede encontrarse un culpable; pudiendo serlo el sector gobernante, el sector que pretende derrocarlo, o ambos. Quienes buscan el cambio social abrupto, exageran los defectos del sector gobernante, tratando de justificar y de legitimar la acción beligerante. De ahí que, por lo general, se supone que la revolución surge debido a un excesivo dominio del sector gobernante sobre el resto; opinión que no es compartida por todos. Henry Hazlitt escribió al respecto:
“La teoría más común acerca de la Revolución Francesa es que se produjo porque las condiciones económicas de las masas empeoraban sin cesar, mientras el rey y la aristocracia permanecían ciegos a la realidad. Pero Tocqueville, uno de los más agudos observadores sociales de su época, y aun de todas las épocas, dio una explicación exactamente opuesta. Permítaseme exponerla primero tal como la resumió en 1899 un eminente comentarista francés: «He aquí la teoría inventada por Tocqueville…Cuanto más ligero es un yugo, más insoportable resulta: lo que exaspera no es el peso, sino la traba que supone; lo que inspira la rebeldía no es la opresión, sino la humillación. Los franceses de 1789 estaban irritados contra los nobles porque eran casi sus iguales. Son estas pequeñas diferencias las que se nos hacen presentes y, por tanto, las que cuentan. La clase media del siglo XVIII era rica. Su posición le permitía ocupar la mayoría de los cargos, y era casi tan poderosa como la nobleza. Fue este casi lo que la exasperó, y su estímulo la cercanía de la meta, pues son siempre los últimos trancos los que provocan la impaciencia»”.
“He citado este pasaje porque no encuentro la teoría expresada en forma tan adecuada por el propio Tocqueville. Pero tal es en esencia el tema de su obra «L’Ancien Régime et la Révolution» [El Antiguo Régimen y la Revolución], donde ofrece convincente documentación en su apoyo. He aquí un fragmento típico: «A medida que se desarrolla en Francia la prosperidad que acabo de describir, los espíritus parecen, sin embargo, más intranquilos, más inquietos; el descontento público se va agriando cada vez más; el odio a las antiguas instituciones va en aumento. La Nación marcha visiblemente hacia una revolución»”.
“«Es más, las zonas de Francia que habían de ser el foco principal de esta revolución son precisamente aquellas en que los progresos son más notorios…Extrañará tal espectáculo, pero la historia está llena de otros semejantes. No es siempre yendo de mal en peor como se cae en la revolución. Ocurre con mucha frecuencia que un pueblo que ha soportado sin quejarse, como si no las sintiera, las leyes más abrumadoras, las rechaza violentamente en cuanto su peso se aligera. El régimen que una revolución destruye es casi siempre mejor que el que lo ha precedido inmediatamente, y la experiencia nos enseña que el momento más peligroso para un mal gobierno es generalmente aquel en que empieza a reformarse. Solamente un gran talento puede salvar a un príncipe que emprende la tarea de aliviar a sus súbditos tras una prolongada opresión. El mal que se sufría pacientemente como inevitable resulta insoportable en cuanto concibe la idea de sustraerse a él. Los abusos que entonces se eliminan parecen dejar más al descubierto los que quedan, y la desazón que causan se hace más punzante: el mal se ha reducido, es cierto, pero la sensibilidad se ha avivado…»”.
“«En 1790 nadie pretende ya que Francia esté en decadencia; se diría, por el contrario, que no hay en aquel momento límites a sus progresos. Es entonces cuando surge la teoría de la perfectibilidad continua del hombre. Veinte años antes, no se esperaba nada del porvenir; ahora nada se teme de él. La imaginación, apoderándose por adelantado de esta felicidad próxima e inaudita, hace a los hombres insensibles a los bienes que ya tienen y los precipita hacia cosas nuevas»”.
“Las expresiones de simpatía de la clase privilegiada sólo sirvieron para agravar la situación: «Las gentes que tenían más que temer de la cólera del pueblo conversaban en alta voz en su presencia sobre las crueles injusticias de que siempre había sido víctima; se indicaban unos a otros los vicios monstruosos que encerraban las instituciones que más pesadas resultaban para el pueblo: empleaban su elocuencia para describir las miserias y el trabajo mal recompensado de éste; y al esforzarse de este modo para aliviarlo, lo que conseguían era llenarlo de furor»” (De “La conquista de la pobreza”-Unión Editorial SA-Madrid 1974).
Las ideas que favorecen y promueven la división social en dos sectores bien diferenciados, pudieron observarse en el pensamiento de Maximilien Robespierre, uno de los revolucionarios franceses. Gustav Bychowski escribió: “Robespierre, obrando bajo el convencimiento fanático de que él sólo representaba la verdad y la virtud absolutas, vio toda la realidad circundante como un posible instrumento para realizar sus fines superiores y consideró justificado cualquier acto con tal que sirviese a sus propósitos”. “Es evidente que Robespierre clasificaba a todos los hombres en virtuosos o corrompidos. «Sólo hay dos clases de hombres –decía-: la de los corrompidos y la de los virtuosos. No hay que clasificar a los hombres de acuerdo con su riqueza o su categoría social, sino solamente de acuerdo con su carácter». Por virtuosos entendía aquellos que pensaban como él, puesto que él mismo se hallaba ya muy avanzado en el proceso de identificarse con sus ideales. Los ideales de justicia y de libertad fueron, poco a poco, confundiéndose por completo con sus propios ideales”.
“Robespierre fue convirtiéndose gradualmente en un amargo censor de la humanidad. Exageró la existencia del mal, de la oposición y del peligro, hasta tal extremo que prescindió por completo de dar importancia a la virtud, a la cooperación y a la confianza en los hombres. Adquirió la costumbre siniestra de anotar los nombres de las personas que por una u otra razón incurrían en su desagrado. Estas listas de nombres le proporcionaron el material para las futuras ejecuciones. Las listas se hacían cada vez mayores a medida que se hacían también más amargas e intolerantes sus opiniones sobre las diferentes personas”.
“Nunca le fue difícil hallar una justificación a los actos de violencia cometidos en nombre de la virtud y de la libertad. Por otra parte perdonó las conductas más feroces en tanto los culpables le fueran leales”. “Solamente estos hombres conocían lo que el pueblo necesitaba para su felicidad y la forma en que podía ser conseguida. Si el pueblo no coincidía con Robespierre y sus secuaces, respecto a lo que constituía su verdadera felicidad, entonces se haría preciso imponérsela por la fuerza”.
La descripción hecha se adapta bastante a los revolucionarios rusos que actuarán algo más de un siglo después. El citado autor prosigue: “El poder, que había sido arrancado de la monarquía y de las viejas instituciones sociales, se concentró de este modo en las manos de un nuevo grupo dominante que superó a sus predecesores en despotismo y crueldad. Las antiguas diferencias de clase fueron reemplazadas por otras nuevas, a despecho del énfasis ideológico con que se hablaba de la igualdad. Las formas externas de la democracia parlamentaria se conservaron en la Convención, pero las verdaderas decisiones se tomaron siempre por unos pocos hombres que dominaban aquella asamblea”.
El odio personal de Robespierre llegó incluso a determinar la ejecución de su amigo, el también revolucionario Jacques Danton: “En este caso la envidia debió de desempeñar una parte importante, si no la principal, como sucedió también en el caso de Desmoulins, cuyos talentos literarios fueron envidiados por Robespierre. Danton era un gran orador, dotado extraordinariamente con los dones de la elocuencia, y podría haber llegado a desplazar a Robespierre en la admiración del pueblo. En su rabia envidiosa, Robespierre destruyó al rival que personificaba las cualidades de virilidad, optimismo y audacia, deseando tomar venganza en Danton de todas las ofensas que tenía contra quienquiera que fuese y de todos los agravios que había recibido en el pasado, así como el profundo complejo de inferioridad que le abrumaba y del sentimiento de debilidad que no podía vencer” (De “Dictadores”-Editorial Mateu-Barcelona 1963).
Respecto de los resultados que en el largo plazo implicó la Revolución Francesa, Jorge Bosch escribió: “Si nos remontamos a un pasado un tanto más lejano vemos que la Revolución Francesa –la más famosa y paradigmática de las revoluciones voluntaristas- fue realizada en nombre de la sagrada trilogía «libertad, igualdad, fraternidad», pero produjo a corto plazo la vulgar fórmula «tiranía, privilegio, odio», y a largo plazo el imperio napoleónico, la guerra de conquista y la restauración. Sólo después del desastre militar de 1870 pudo Francia organizarse democráticamente, recogiendo los aspectos sensatos y realizables del Iluminismo. La Gran Revolución logró atrasar en un siglo la evolución histórica de un país que en 1789 estaba en condiciones de ponerse a la vanguardia del mundo en el tránsito hacia la democracia y el triunfo de los derechos humanos. Éstos son hechos y evidencias. Sin embargo, la Revolución Francesa continúa ejerciendo una fascinación profunda en las zonas oscuras y cataclísmicas del alma humana” (De “Cultura y contracultura”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1992).
A partir de 1917 vuelve a repetirse la barbarie revolucionaria, pero a una escala bastante mayor, ya que las víctimas de la Revolución Francesa se contaban por miles mientras que las producidas por el proceso comunista llegaron a las decenas de millones, si bien en un lapso bastante mayor. Las figuras principales de la Revolución Soviética fueron Lenin, Trotski y Stalin. Orientando sus decisiones, Lenin considera lo advertido por Tocqueville, ya que, para que la toma del poder se prolongue por muchos años, debía imponer un estricto régimen de terror. Al respecto expresó:
“¿Han visto estos caballeros (los antiautoritarios) nunca una revolución? Una revolución es sin duda la cosa más autoritaria que existe; es el acto con el cual una parte de la población impone a la otra su voluntad mediante rifles, bayonetas y cañones –medios autoritarios, si es que éstos existen; y si la parte victoriosa no quiere luchar en vano, tiene que mantener su dominio mediante el terror que sus armas inspiran a los reaccionarios. ¿Hubiera durado un solo día siquiera la Comuna de Paris, si no hubiera hecho uso de la autoridad del pueblo armado contra la burguesía? ¿No debemos más bien nosotros reprocharle el no haberla usado suficientemente?” (Citado en “Usted puede confiar en los comunistas” de Fred Schwarz-Prentice Hall Inc.-EEUU 1957).
Por lo general, se supone que Stalin se desvió del comunismo leninista para llegar a producir las catástrofes sociales más graves en toda la historia de la humanidad. Sin embargo, varias opiniones confirman que en realidad seguía los planes establecidos por su antecesor. Alfredo Sáenz escribió: “En la actualidad se tiende a calificar la época stalinista como un periodo especialmente cruel que hizo añorar la época de Lenin. Con todo, según advierte Solzhenitsyn, el completo periodo staliniano es una continuación directa de la era de Lenin. «Jamás existió el stalinismo –afirma-. Este fue ideado por Kruschev y su grupo para endosarle al stalinismo todas las características y los principales defectos del comunismo. Fue una movida muy eficaz. Pero, en realidad, Lenin había logrado dar forma a todos los aspectos principales antes que Stalin se presentara en escena. Fue Lenin el que engañó a los campesinos respecto de sus tierras. Él fue quien convirtió a los sindicatos en órganos de opresión. Él fue quien creó la Tcheka, la policía secreta. Él fue quien creó los campos de concentración….La única cosa nueva que Stalin hizo estaba basada en la desconfianza. En donde habría bastado –para infundir un temor general- con encarcelar a dos personas, arrestaba a cien. Y los que siguieron a Stalin sencillamente han vuelto a la táctica anterior: si hay que mandar dos personas a la cárcel, entonces mandaban dos, no cien»”.
“La hija de Stalin lo dejó dicho con absoluta claridad: «Mi padre fue el instrumento de una ideología. Pero los fundamentos del sistema de partido único, de terror, de la prohibición de albergar otras opiniones, son obra de Lenin. Él es el verdadero padre de todo lo que Stalin, más tarde, desarrolló hasta los máximos límites. Todas las tentativas de blanquear a Lenin, de hacer de él a un santo, son inútiles: han quedado 50 años de historia atrás para probarnos lo contrario. Stalin no descubrió nada, ni siquiera `combinó`. Recibió de Lenin, como herencia, un régimen comunista totalitario, del cual fue él la encarnación ideal, personificación completa de un poder sin control del pueblo, basado en la supresión de millones de seres humanos»” (De “De la Rus` de Vladímir al «hombre nuevo» soviético”-Ediciones Gladius-Buenos Aires 1989).
En cuanto a la ideología que fundamentó la acción de los revolucionarios, Alfredo Sáenz escribió: “El marxismo en el poder muestra una admirable continuidad doctrinal en lo sustancial, a pesar de sus aparentes virajes y cambios de figuras. Esa continuidad se basa en la certeza de que la razón histórica está de su parte. Se sabe «la» verdad, la única verdad, junto a la cual no puede haber «verdades concurrentes», como pensarían los liberales. Su sistema político es único, puesto que la existencia de competidores en la polis tendría por corolario la concurrencia de ideas; y la verdad, cuando proviene de la fe –en este caso, la fe marxista- es indivisa e indiscutible. Como bien lo sostiene H. Carrère d`Encausse, de la opción inicial de Lenin, a saber, un gobierno en manos exclusivas de un Partido en nombre de una necesidad histórica, de la que dicho Partido será al mismo tiempo la expresión, el árbitro y el garante, deriva el entero sistema soviético tal como fuera organizado: un partido único, monolítico, «una única ideología» encargada de custodiar el monopolio de «una única verdad»”.
Los revolucionarios, en lugar de buscar los defectos humanos en ellos mismos, siempre los buscan en los demás. Los exageran y los sobreestiman, por lo que también se convierten en victimas del odio y de la violencia. Cuando los revolucionarios marxistas encuentran una forma de corrupción en el simple intercambio comercial entre dos ciudadanos, comienza el proceso de decadencia social que incluso lleva a toda una nación a vivir bajo las decisiones de tan perturbados personajes.
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