martes, 12 de diciembre de 2023

El origen del cristianismo

Con la finalidad de hacer accesible la idea del proceso del surgimiento del cristianismo, se recurrirá a una analogía del ámbito deportivo. Así, encontramos a un club de fútbol, en Italia, en la ciudad de Milán, en donde un sector promueve la contratación de jugadores extranjeros. A este sector se opone otro que acepta sólo jugadores italianos. El desacuerdo persiste y el primer sector se separa surgiendo el Internazionale F.C., quedando el otro sector como el Milan A.C. En forma similar, mientras el cristianismo aspira a convertirse en una religión universal, o mundial, el judaísmo mantiene la idea de ser sólo una religión nacional.

Mientras ambos clubes comparten el estadio San Siro, o Giusseppe Meazza, Jerusalén y su templo han de ser compartidos en las primeras etapas del cristianismo. También ambas religiones han de compartir el Antiguo Testamento, ya que lo esencial de la religión moral es la ética. La diferencia esencial radica, en este aspecto, en que, mientras los mandamientos de Moisés son accesibles respecto de su cumplimiento (No matar, no robar, no mentir, etc.), los mandamientos de Cristo son bastante más exigentes (como el Amarás al prójimo como a ti mismo).

A continuación se transcribe un artículo al respecto:

¿UNA RAMA DE LA RELIGIÓN JUDAICA?

Por Alfredo Sáenz

Justamente éste sería el gran escollo que debió superar la Iglesia primitiva. Porque después de nuevas predicaciones y de nuevos milagros, entre los cuales resultó especialmente impactante la curación del paralítico de nacimiento, justamente a las puertas del Templo, el número de fieles subió pronto a cinco mil. Entre los que se iban convirtiendo, la mayor parte eran de raza judía.

¿Sería el cristianismo una rama de la religión judaica, o se trataba de algo nuevo? En otras palabras: ¿Cómo llegó el cristianismo a independizarse de sus raíces locales y convertirse en una religión universal? Nuestra religión se llama católica, es decir, universal.

Ello es para nosotros algo obvio y aceptado sin reservas. Cristo envió a los suyos “a todas las naciones”, diciéndoles “Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta el extremo de la tierra”. Sin embargo dicho universalismo no fue entendido de entrada por todos. Tal desinteligencia constituyó el primer gran escollo con que se topó la Iglesia en los albores de su existencia.

¿Cuál era la actitud que se debía tomar frente a la ley antigua, frente a Israel? No olvidemos que los cristianos, al igual que los judíos, estaban convencidos de que Israel era el pueblo de Dios; judíos de nacimiento, como los doce apóstoles y los setenta y dos discípulos, fieles a la ley de Moisés, sólo podían entender el cristianismo como un complemento del judaísmo. La Iglesia no era sino la flor que coronaba el viejo tronco de Jesé.

Resultaba lógico que así se pensara. Desde hacía siglos, Israel esperaba al Mesías. Los profetas le habían enseñado que saldría de sus filas, y que vendría a establecer el Reino de Dios, implantando en la tierra la justicia y la paz. Es cierto que la mayor parte de los judíos, cuando pensaban en el futuro reino, lo concebían como un reino prevalentemente material, no como un reino espiritual, según lo entendieron los cristianos desde el principio. Pero siempre era para todos, judíos y cristianos, “el reino de Israel”.

Por algo Dios le había prometido a Abraham que tendría una descendencia inmensa, y a Moisés le anunció que entablaría una alianza con su gente, merced a la cual Él sería su Dios e Israel la parte de su herencia, y a David le aseguró que el Mesías provendría de su casa real. El mismo Cristo afirmaría que Él no había venido a abrogar la Ley sino a darle pleno cumplimiento. Más aún, les encargaría a sus discípulos que cuando se lanzasen a la predicación de la buena nueva empezaran por los judíos.

Parecía, pues, obvio que en el pensamiento de los primeros cristianos, todos o casi todos de procedencia judía, la Iglesia no era sino la prolongación de Israel, una nueva rama brotada del pueblo elegido. La Iglesia era judía: judío su divino fundador, judía su madre, judíos los apóstoles, judíos sus primeros miembros. Aquellos tres mil hombres que se convirtieron a raíz de la predicación de Pedro el día de Pentecostés eran también judíos.

Cuando el apóstol les decía: “Varones israelitas, escuchad estas palabras”, estaba hablando exclusivamente a judíos. Y más tarde, cuando los enviados de Jesús, apóstoles y discípulos, fueron recorriendo Palestina, se detenían sólo en las ciudades donde existían comunidades judías, iban a las sinagogas y allí anunciaban que el Mesías por ellos esperado ya había llegado: no era otro que Jesús de Nazaret, el hijo de María. Como se ve, la Iglesia hundía sus raíces en la Sinagoga.

Antes de seguir adelante debemos hacer una aclaración. Entre los judíos había dos corrientes espirituales respecto de los extranjeros, o de los “gentiles”, como gustaban llamarlos, los integrantes de las diversas “naciones”. Una era la del particularismo. Un escritor judío del siglo II, el autor de la Carta de Aristeo, decía: “El legislador nos encerró en los férreos muros de la Ley, para que, puros de alma y de cuerpo, nos mezclásemos para nada con nación alguna”.

Tal era la posición común entre los judíos de Jerusalén y de Palestina, que vivían aferrados al Templo y su entorno cultual. Pero había también otra corriente, más universalista, en base a lo que Dios le había prometido a Abraham: “En ti serán benditas todas las familias de la tierra”. Ellos hacían suyas las palabras de Tobías: “Confesadle, hijos de Israel, antes las naciones, porque él los dispersó entre ellas… Pregonad que él es vuestro Dios y Señor, nuestro Padre por todos los siglos”.

El lugar privilegiado de esta tendencia era Alejandría, donde vivía una nutrida colonia judía en estrecho contacto con el mundo helénico. Según una legendaria tradición, el faraón Ptolomeo II había hecho traducir al griego los libros sagrados de Israel por una comisión de setenta sabios. Fue la llamada versión de “los Setenta”, que se difundiría por doquier.

Allí floreció también el gran pensador Filón, contemporáneo de Cristo, que sin perder la fidelidad a su pueblo, no ocultaba su admiración por Platón, tratando concientemente de utilizar la cultura griega para ponerla al servicio de la fe judía. Los seguidores de esta segunda corriente se esforzaban por conquistar a la fe revelada a los hijos de otros pueblos, en un sincero proselitismo. De ello da testimonio el mismo Evangelio, según se colige por aquel reproche de Jesús: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorréis mar y tierra para hacer un solo prosélito, y luego de hecho, lo hacéis hijo de la gehena, dos veces más que vosotros!”. Más allá del aspecto recriminatorio de las palabras del Señor, se advierte cómo los judíos trataban de propagar su fe.

Había, pues, una multitud de “prosélitos”, es decir, de adherentes gentiles que abrazaban el judaísmo. Unos eran los “prosélitos de la puerta”, así llamados porque sólo podían franquear la puerta del primer atrio del templo de Jerusalén. Debían reconocer al verdadero Dios, observar el sábado, contribuir al sostenimiento del templo y frecuentar las sinagogas. Los otros, los “prosélitos de la justicia”, eran los que aceptando el Pentateuco y la circuncisión, entraban en la comunidad de la alianza y se hacían judíos de nación y de religión. Los primeros, los de la puerta, por no haber accedido a la plenitud, estaban excluidos de la participación del culto judío, no pudiendo entrar en el Templo. Eran judíos, sí, pero de segunda categoría.

Pues bien, para los primeros cristianos la Iglesia era algo así como una rama de la Sinagoga, una rama peculiar, por cierto, diferente, ya que no era incluíble ni en las filas de los fariseos, con sus filacterias en la frente, ni tampoco de los saduceos, porque no huían como éstos del mundo. Era una rama a la que Dios había revelado el sentido real de las profecías, por lo que podían anunciar con certeza: Ha llegado el Mesías.

A la Sinagoga no se podía entrar sin ser miembro, por nacimiento o por adopción, del pueblo de Israel. Hoy se nos hace difícil de entender esa manera de pensar: tener que renunciar, casi, a la propia nacionalidad, para hacerse miembro de ese pueblo pequeño, universalmente despreciado, objeto de odio para todo el género humano, como decía Tácito, y luego el mismo San Pablo. Renunciar a ser griego o romano para hacerse judío.

Con todo, así lo han de haber entendido inicialmente aquellos cristianos. Ni hubieran podido entenderlo de otra manera, si no recibían una nueva luz sobre dicho problema. Tal sería la primera gran encrucijada en la historia de la Iglesia. ¿Sería el cristianismo, asimilado a Israel, una religión nacional? ¿O sería católico, o sea, universal?

Esta perplejidad se manifestaba asimismo en la liturgia de los primeros cristianos. Había entre ellos un culto privado, que se realizaba en las casas particulares, y consistía en la predicación de los apóstoles y la celebración de la Eucaristía, pero también asistían al culto público, que celebraban en el Templo, junto con los demás judíos.

Por eso, como también lo había hecho Jesús, acudieron a las sinagogas, donde les era posible hacer oír la buena nueva al interpretar la ley y los profetas. Lo único que los distinguía de los allí presentes era la fe en el Mesías ya venido. El vínculo entre la Iglesia y la Sinagoga sólo se rompería por una señal del cielo y en razón de una imposibilidad absoluta, cuando la autoridad de la Sinagoga, hasta entonces respetada, rechazase de manera formal la buena nueva, consumando teológicamente su hostilidad.

(De “La nave y las tempestades”-Ediciones Gladius-Buenos Aires 2005).

1 comentario:

agente t dijo...

No existe documento irrefutable sobre la existencia del cristianismo antes del siglo cuarto de la era común. Toda esa presunta historia del cristianismo primitivo se basa en un libro escrito por Eusebio de Cesarea (La historia eclesiástica) escrito hacia el 325.

https://www.sofiaoriginals.com/ano-303-inventan-el-cristianismo/