sábado, 18 de mayo de 2019

Principios éticos vs. “Prejuicios” éticos

En las sociedades en decadencia podemos observar dos grupos más o menos definidos. En el primero encontramos personas orientadas por principios éticos impuestos a nivel familiar y también asimilados de una tradición social afín a la religión prevaleciente en otras épocas. En el segundo encontramos personas “orientadas” por el relativismo moral y que observan a las personas del primer grupo como individuos prejuiciosos que impiden el progreso de la sociedad. La decadencia social no es otra cosa que la lenta disminución del porcentaje de miembros del primer grupo y el simultáneo aumento del porcentaje de miembros del segundo grupo.

La palabra “prejuicio” indica un juicio previo que, por lo general, resulta desacertado. El prejuicioso tiende a ser una persona equivocada en sus ideologizadas opiniones; de ahí que sea descalificado por quienes así lo consideran. El sector descalificador pocas veces intenta comprender la enseñanza moral de los textos bíblicos, ya que apunta a burlarse de las incoherencias lógicas, los misterios y las simbologías insertas en escritos realizados algunos miles de años atrás. Si un físico de la actualidad se burlara del conocimiento científico de dos mil años atrás, lo miraríamos como un ignorante que desconoce el lento proceso asociado a la búsqueda de la verdad.

Existen dos formas principales de equivocarse. La primera, que podemos denominar “benigna”, es la del científico que comete errores al intentar establecer hipótesis descriptivas acerca del mundo real. Como la ciencia experimental se basa esencialmente en el método de “prueba y error”, el error es parte del proceso y constituye el camino inevitable y necesario para llegar a la verdad, siendo “la verdad” el error mínimo, o nulo, en el mejor de los casos.

La segunda manera de equivocarse, que podemos denominar “maligna”, es la de quien ignora toda instancia superior (Dios, ley natural, orden natural, etc.) para intentar imponer a sus semejantes criterios de validez personal o sectorial. Si el proceso civilizatorio implica esencialmente la adaptación del hombre al orden natural, el desconocimiento de dicho orden tiende a impedirlo.

En cada manifestación social y cultural tiende a manifestarse el segundo tipo de error, sazonado con una alta dosis de cinismo, como es el caso del sindicalista que reclama al gobierno de turno por el nivel de desempleo existente, cuando es el propio sindicalista quien presiona por la imposición de excesivas ventajas laborales para el empleado, desconociendo la imposibilidad empresarial de cumplir con tales demandas. El abanderado de la promoción del trabajo y la ocupación laboral, es el principal causante de la desocupación crónica en un país.

El político populista aduce que su misión en la sociedad es la defensa de los pobres y la erradicación de la pobreza, promoviendo la redistribución de las riquezas creadas por el sector empresarial sin la contraprestación laboral respectiva. Tal político basa su prédica en una abierta discriminación social contra el sector productivo (presunto culpable de todos los males sociales) mientras que irresponsablemente ubica al vago y al inepto como víctimas inocentes de la “maldad empresarial” promoviendo el odio social y la vagancia crónica en los sectores auto-marginados.

Al sugerir a los sectores menos favorecidos de la sociedad de que “somos un país rico” y que el Estado tiene la obligación de alimentarlos, promueve la vagancia crónica de jóvenes que no trabajan ni estudian. Tampoco pueden aprender un oficio por cuanto el trabajo de menores está penalmente castigado. De ahí que, cuando el joven llega a la mayoría de edad, nadie querrá darle trabajo, por cuanto no tiene una capacitación previa y ni siquiera una predisposición mínima hacia el trabajo y la responsabilidad laboral. Sin embargo, pretende recibir un “sueldo digno” por cuanto sólo piensa en sus derechos y poco o nada en sus deberes. Incluso no deja de lado la posibilidad de entablar alguna demanda contra su empleador para poder así participar activamente de la floreciente “industria del despido”.

Teniendo en mente el socialismo teórico (nunca el socialismo real), quienes redactan las leyes y quienes las hacen cumplir, sostienen que todos los males sociales se deben a una “injusta distribución de la riqueza” y no a una injusta distribución de deberes y responsabilidades. De ahí que el delincuente urbano sea considerado como una inocente víctima de la sociedad y que sus acciones delictivas son una justa venganza ante un medio social que lo excluyó previamente (ya que no lo alimentó ni tampoco alimentó gratuitamente a sus extramatrimoniales hijos). La “Justicia” se convierte entonces en una promotora deliberada de la delincuencia, por cuanto intercambia las categorías de culpable e inocente, favoreciendo de esa manera el auge de la inseguridad y de la violencia urbana.

El ámbito educativo ha sido usurpado empleándoselo como un medio de adoctrinamiento político en el cual el alumno debe aprender a rechazar todas las ideas, costumbres y creencias de la “perversa” sociedad burguesa y capitalista. Como la ética cristiana ha sido la base de tal sociedad “excluyente”, se la adopta como referencia obligada para hacer todo lo contrario a lo que sugiere. Se promueve, además, el relativismo con sus tres variantes: moral, cultural y cognitivo.

El hombre-masa sólo tiene derechos, y no obligaciones. De ahí que a las mujeres se les otorga el derecho a realizar abortos, sin culpa alguna, para evitarle la incomodidad de intentar aprender alguna forma de evitarlo. Los promotores del aborto, poco o nada tienen en cuenta el posible arrepentimiento posterior y daño psicológico de la mujer que fue inducida a tan aberrante acción, ya que poco o nada les interesa la vida de esas mujeres, ya que el objetivo final es la destrucción de la sociedad burguesa-capitalista.

La promoción abierta de la homosexualidad apunta a descalificar a quienes se orientan por las leyes naturales sosteniendo, además, que la intimidad de las personas no debiera trascender del medio privado. Se ataca a quienes se oponen a tal promoción acusándolos de “discriminadores”. Quienes se orientan por las leyes naturales, verán como un mal ejemplo, para sus hijos, la promoción, en escuelas públicas, de actitudes centradas en una prematura y extramatrimonial sexualidad. Se les inculca a los niños que su futura felicidad dependerá esencialmente de su “identidad sexual” en lugar de que dependa de sus vínculos afectivos, familiares y sociales.

El alejamiento del proceso civilizatorio, es decir, del proceso de adaptación cultural al orden natural, llega al extremo cuando se aduce que la masculinidad y la feminidad son “construcciones sociales” y no productos de las leyes naturales asociadas a la evolución biológica. Mientras que las sociedades normales tienden a favorecer y a acentuar los atributos de hombre o de mujer en niños y niñas, respetando la “voluntad” de la naturaleza, los promotores de la contra-cultura aducen que tales atributos no provienen de lo biológico, sino de la influencia del medio y que por ello no se los debe acentuar en el sentido indicado. Indirectamente, tales agentes contra-culturales tratan de ser quienes definirán en el futuro las bases culturales del individuo y de la sociedad, es decir, de una “cultura” desvinculada totalmente del orden natural y de las leyes naturales que lo conforman.

La idea de la igualdad entre seres humanos surge del concepto de ley natural que gobierna a todos y cada uno de nosotros. Por el contrario, los falsos promotores de la igualdad, que son los verdaderos promotores de la desigualdad, son quienes siempre advierten diferencias entre sectores para introducir la odiosa cuña separadora que favorece los antagonismos; entre ricos y pobres, burgueses y proletarios, hombre y mujer, heterosexual y homosexual, creyente y ateo, dominador y dominado, es decir, ven innumerables posibilidades para sembrar odio y discordia entre los diversos sectores de la sociedad.

Quien fundamenta sus pensamientos y sus acciones en el orden natural, tiende a hablar y a pensar en “nosotros los seres humanos”. El promotor de odio tiende siempre a hablar y a pensar en “ellos” (el enemigo) y “nosotros” (el sector al que pertenece o ampara). Incluso ha llegado a la absurda tarea de distorsionar el lenguaje para introducir una supuesta inclusividad, que pocos desconocían. Cuando la persona normal habla del hombre, tiende a referirse a todo el género humano, sin menospreciar a la mujer (su madre, su esposa o su hija) que por lo general es el ser que más valora.

Los promotores de nacionalismos y culturalismos regionales desconocen la civilización humana y la cultura universal, compatibles con el orden natural, ya que buscan modelos sociales en competencia sin referencia alguna a ese orden. De ahí que se llega al extremo de rechazar todo lo extranjero, no porque sea malo, sino porque es ajeno a la “cultura” propia.

2 comentarios:

agente t dijo...

Los particularismos, sean regionales, sexuales o de grupo social se fomentan, entre otras cosas, para camuflar tras ellos lo más civilizado y avanzado que ha alcanzado el ser humano, y que podemos compartir todos con algo de esfuerzo y al margen de su lugar de creación, buscando alagar y crear un falso sentimiento de superioridad en quienes no tienen ningún mérito o cualidad destacable al margen de esa pertenencia que da el mero nacimiento en un territorio concreto, gusto sexual o nivel económico. Es atrasismo colectivista que busca estabularnos y anular la individualidad para ponernos al servicio de los intereses de unas élites rapaces y medievalizantes.

Bdsp dijo...

Lo mejor es sentirnos iguales dentro del grupo mayoritario de la humanidad entera, tal como lo propone el cristianismo....