En la Argentina transitamos por una etapa que nos lleva, con paso lento y seguro, hacia el totalitarismo. Las autoridades del gobierno utilizan el lema “vamos por todo” que, seguramente, implica también “vamos por todos”, lo cual podría interpretarse como un anhelo de la cúpula gobernante por lograr poder político y económico suficiente que permita dominar la vida de cada uno de los millones de argentinos que habitamos este suelo. Quienes apoyan y comparten este poco disimulado proyecto de imperialismo interno, buscan sentirse como los amos y señores que dominarán indirectamente a los sectores opositores, que se vislumbran como las principales victimas de tal proceso.
El político autoritario, apoyado por la legitimidad del voto popular, se siente omnipotente y, con su soberbia característica, se dirige a los opositores como si fuera realmente el dueño de la Nación. El trato siempre es de mayor a menor, nunca igualitario. Aunque los segundos mandos, de la misma manera en que tratan de denigrar o someter a los opositores, tienden a rebajarse y a adular al líder en una forma poco decorosa. A la legitimidad del ingreso al poder se le opone la ilegitimidad de su ejercicio poco legal.
Todo proceso populista y totalitario puede resumirse en la aparición de un líder político que tiene algún problema psicológico o afectivo. Su tendencia a la búsqueda ilimitada de poder hace que se rodee de personas serviles que lo aclamarán. Luego, todo un país deberá sufrir los excesos que provienen de las deficiencias psíquicas de la persona elegida para el más alto cargo gubernamental. La psicóloga Ruth Schwarz escribió:
“Existen momentos en los cuales es evidente que una persona funciona en el mundo del poder. No nos cuesta reconocer la omnipotencia manifiesta: nos irrita –o lo admiramos secretamente- cuando alguien se toma todos los derechos, absorbe la atención de todos, «toma posesión de todo el espacio», pretende saberlo todo, y tener toda la razón. O cuando alguien –en el trabajo- no delega, no confía en nadie, descalifica, confunde a los demás con instrucciones contradictorias, incita a unos contra otros, somete a los demás a sus caprichos e impuntualidad, cambios repentinos de humor, de conversación. Todas estas «maniobras» impiden que los demás logren estructurarse y capacitarse para la tarea”.
“En estos dos casos está claro que el individuo en cuestión no tolera iguales que podrían hacerle competencia. Tiene una necesidad neurótica de imponerse por sobre los demás o por lo menos mantenerlos controlados y confundidos. Generalmente, estas actitudes se racionalizan en un descreimiento en la capacidad y sinceridad de todos aquellos que podrían representar un peligro a la propia autoridad imaginada, pero esconden una intensa resistencia emocional a capacitar a otros (porque ello se vive como «darles armas al competidor potencial»). Estos individuos sólo pueden encontrar virtudes en aquéllos que se someten o fingen someterse a su superioridad y autoidolatría”. “La necesidad de ser único, por encima de todos, se expresa en:
a) El cinismo, la costumbre de atacar y degradar los valores de los demás, de despojarlos de su seguridad y fe.
b) La mitificación y la mentira, con las cuales se intenta impedir que otro se ubique constructivamente en la realidad, y sea capaz de rivalizar por las mismas ventajas o privilegios. (Señalemos el uso común de la terrible frase porteña: «No hay que avivar a los giles»).
c) El perfeccionismo y la crítica agresiva, a través de los cuales se ataca la confianza en sí del otro o de uno mismo.
d) La rigidez moralizadora, a través de la cual una persona pretende tener el derecho de imponer su criterio en nombre de valores supremos y como juez último del bien y del mal.
e) El pesimismo mordaz y la permanente crítica quejosa que atacan la confianza básica, y frenan en los demás los impulsos constructivos que permiten enfrentar activamente situaciones y problemas difíciles.
f) La viveza de buscar permanentemente «ventajitas».
“Es evidente que estas conductas caracterizan a un individuo «agrandado» (con un Yo inflado) que tiene una necesidad imperiosa de anular a los demás y demostrarles que los desprecia. Pero a menudo no es tan fácil percibir cuanta inseguridad básica subyace a estas actitudes del mundo del poder. La fascinación que suele ejercer el poder, o la rebelión que despierta, son obstáculos que hacen más difícil percibir detrás de él señales de vulnerabilidad, de miedo al rechazo, o la desesperanza de poder lograr respeto y afecto genuinos (o autorespeto y una verdadera aceptación de sí mismo). Por ello cuesta darse cuenta de hasta qué punto muchas de estas actitudes de superioridad a cualquier precio expresan a la vez temor y envidia hacia todo lo que queda fuera de su control y dominio”.
“Quien necesita criticar y degradar cínicamente expresa solapadamente su desesperación de estar impedido de alegrarse con algo bueno y valioso; quien necesita mitificar y mentir no puede escapar a la angustia de que la verdad es el aire puro (la zona de confianza) que le está vedado; los que imponen en todo momento su prepotencia nunca pueden estar seguros de la posibilidad de ser aceptados por sí mismos y no por su poder, su dinero, su fama, etc. Y los que se pretenden «superiores por naturaleza» nunca pueden saber si realmente sirven. También reconocemos el mundo del poder en el prejuicio social y el racismo, es decir la necesidad de afirmar la superioridad absoluta de un grupo humano sobre otro, y en el fundamentalismo o el fanatismo religioso o ideológico que desplaza la superioridad esencial y absoluta a las ideas y los dogmas con los cuales uno se identifica” (De “Idolatría del poder o reconocimiento”-Grupo Editor Latinoamericano SRL-Buenos Aires 1989).
La descripción anterior se adapta bastante a la personalidad del líder populista, aunque también pueden verse síntomas similares en las personalidades de los súbditos de tal personaje. Ruth Schwarz continúa: “Nos cuesta mucho más reconocer la idolatría del poder en su aspecto pasivo, por ejemplo cuando una persona actúa y se comunica bajo el peso de su sometimiento a la idolatría del poder”. “Esto puede expresarse en su sometimiento acompañado de dependencia exagerada de una persona prepotente (o agresiva y violenta o descalificadora), o en un sentimiento permanente de inferioridad. También se manifiesta en la queja impotente, en la depresión melancólica o en el estado crónico de la duda. Todo ello significa que uno no tiene libertad interior, ni seguridad de merecer ocupar un lugar y ser aceptado por sí mismo. Esta carencia de derechos y de confianza no se produce en el vacío: es el resultado de un vínculo persecutorio interior con una parte internalizada que no nos acepta como somos, que nos critica, que nos descalifica, que nos confunde, que no nos permite movilizar nuestras capacidades ni salir de la confusión. También nos exige en todo una perfección imposible, y compara permanentemente nuestra «insignificancia» de persona real, con sus límites y defectos, con lo que debiéramos ser”.
“Sólo si comprendemos que la prepotencia, con sus formas activas de dominio y desvalorización del otro, tiene la misma raíz emocional que la timidez y la inseguridad excesiva o la autoacusación melancólica, podemos entender por qué ciertas personas pueden pasar tan fácilmente de una actitud a la otra. En el primer caso se trata de la superioridad autoidólatra asumida; en el otro, la angustia por la «superioridad y perfección absoluta» perdidas. Lo que está obliterado en ambos casos es la aceptación genuina de uno mismo y del mundo que permite confiar en el intercambio y relacionarse con los demás sin tanta autoobservación”.
Para entender el comportamiento de los gobernantes, no hace falta solamente recurrir a los manuales acerca de las ideas políticas, sino que también debemos recurrir a los libros de psiquiatría. De ahí que podamos entender mejor por qué razón el kirchnerismo desprecia tanto a la oposición, al pueblo e incluso a la Constitución nacional, tanto en su espíritu como en su letra. En cuanto a nuestra actual Presidente, la periodista Sylvina Walger escribió: “Cristina Fernández de Kirchner tiene un único y exclusivo objeto de interés: ella misma; lo cual no es una afirmación arriesgada, ya que concentra una alta dosis de egocentrismo, como gran parte de los humanos que aspiran a convertirse en los más destacados dentro de su profesión, oficio o métier”. “Su soberbia le permite convivir con alguien al lado sin haberle dirigido la palabra. A lo sumo, puede llegar a preguntarle a algún ayudante, con categoría de siervo de la gleba: «¿Cómo tengo el pelo?»” (De “Cristina”-Ediciones B Argentina SA-Buenos Aires 2010).
En cuanto al “original” estilo K, para gobernar, resulta ser una forma típica de la guerrilla marxista de los 70. Al respecto la citada autora escribe: “Un dirigente peronista que actuó en aquella época y en ese ambiente le definió a Carlos Pagni la pareja presidencial: «Los Kirchner son herederos de un modo de conducción propio de la ´orga´. En eso son setentistas puros. Hay un grupo cerrado, hermético, minúsculo, donde se toman las decisiones. Sólo allí se delibera. Y lo que resuelven se baja al resto, del que sólo se espera acatamiento. Ejecutores irreflexivos como Julio De Vido o Guillermo Moreno sólo son apreciables en ese orden de funcionamiento»”.
Respecto al origen de la inseguridad mencionada por la psicóloga citada, leemos en el libro “Cristina”: “Cristina, agrega Brunetti [amiga de la infancia] «podría haber sido una chica común y corriente si su madre no la hubiera empujado a ascender socialmente. Ahí nacen todas sus inseguridades y, por ende, sus mentiras. De ella aprendió a despreciar a su padre». Fernández era un chofer de colectivo trabajador, radical balbinista y simpatizante de San Lorenzo con un defecto insoportable a los ojos de sus mujeres: era tartamudo”.
Por lo general, quienes muestran actitudes de soberbia y desprecio hacia los demás, e incluso cuando al hablar con alguien parecen descender de un altísimo pedestal imaginario, despiertan repugnancia o asco, mientras que, además, las causas profundas de tal comportamiento le hacen sentir cierto odio por la sociedad. De ahí que, cuando existen mutuas acusaciones, entre oficialismo y oposición, de promover el odio entre sectores, debe tenerse presente que el partidario del kirchnerismo es el que festeja un atentado como el de las torres gemelas, mientras que el opositor está lejos de llegar a tal actitud. De ahí que debe distinguirse perfectamente entre el odio totalitario y el asco democrático. ¿Alguien en su sano juicio puede sentir “odio” (burla + envidia) por una líder con los atributos mencionados? Sólo puede llegar a compadecerse por el futuro que nos espera a los argentinos.
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