Uno de los criterios que permite encontrarle sentido a gran parte de los acontecimientos que vivió la humanidad en el siglo XX, y que sigue viviendo actualmente, consiste en considerar la lucha, abierta o encubierta, contra la civilización occidental. Tanto los totalitarismos políticos (fascismo, nazismo, marxismo) como el totalitarismo teocrático (Islam), se han caracterizado por oponerse y pretender destruir, y luego reemplazar, a los valores predominantes en los pueblos occidentales.
En realidad, los totalitarismos políticos mencionados surgieron en Europa, por lo que serian tan “occidentales” como los valores democráticos y liberales que pretendieron reemplazar, sin embargo, cuando se habla de Occidente, se lo asocia al cristianismo y al liberalismo, como tendencias predominantes, sin que ello signifique que todo habitante de Europa o de EEUU comparta el deseo de una vigencia permanente de tales valores. Friedrich Hayek escribió al respecto:
“Aquí no sólo se abandonan los principios de Adam Smith y de Hume, de Locke y de Milton. Aquí se abandonan las características más básicas de la civilización desarrollada por los griegos y los romanos y el Cristianismo, es decir, de la civilización occidental. Aquí no se renuncia sólo al liberalismo del siglo XVIII y del XIX, es decir, al liberalismo que completó dicha civilización. Aquí se renuncia al individualismo que gracias a Erasmo de Rótterdam, a Montaigne, a Cicerón, a Tácito, a Perícles, a Tucídides, heredó dicha civilización. El individualismo, el concepto de individualismo, que a través de las enseñanzas proporcionadas por los filósofos de la antigüedad clásica, del Cristianismo, del Renacimiento y de la Ilustración nos ha hecho tal y como somos. El socialismo se basa en el colectivismo. El colectivismo niega el individualismo. Y el que niega el individualismo niega la civilización occidental” (Citado en “La Fuerza de la Razón” de Oriana Fallaci-Editorial El Ateneo-Buenos Aires 2004).
Incluso actividades como la ciencia experimental, ligada principalmente a Occidente, sufre continuos ataques, no tanto por sus resultados, sino por sus orígenes. Steven Weinberg escribió: “Sospecho que Gerald Holton está cerca de la verdad al ver el ataque radical a la ciencia como un síntoma de una hostilidad más amplia hacia la civilización occidental, una hostilidad que ha envenenado a los intelectuales occidentales desde Oswald Spengler en adelante. La ciencia moderna constituye un blanco obvio para esta hostilidad; el gran arte y la gran literatura han surgido de muchas de las civilizaciones del mundo pero, desde Galileo, la investigación científica ha estado abrumadoramente dominada por Occidente” (De “El sueño de una teoría final”-Crítica-Barcelona 1994).
La guerra fría del siglo XX fue en realidad una lucha, a veces no tan “fría”, entre los EEUU, que trataba de mantener la vigencia de los valores occidentales (liberalismo político y económico, cristianismo) en oposición a la URSS, que trataba de suplantarlo por el totalitarismo marxista. Alexander Solyenitsin escribía al respecto: “Durante decenios, en los años veinte, treinta, cuarenta y cincuenta, toda la prensa soviética decía: «¡Capitalismo occidental, llegó tu fin! ¡Te aniquilaremos!» Pero los capitalistas hicieron oídos sordos: no podían entenderlo ni creerlo”. “Pero, para desgracia de los comunistas, en 1945 esta línea directa tropezó con vuestra bomba atómica. Con la bomba atómica norteamericana. Y entonces los comunistas cambiaron de táctica. Entonces se convirtieron, de repente, en partidarios de la paz a cualquier precio. Empezaron a reunirse los Congresos de la Paz y se redactaron peticiones por la paz. Y el mundo occidental cayó en este engaño. Pero los propósitos y la ideología no cambiaron: aniquilar vuestro régimen, aniquilar el modo de vida occidental”.
“¡Y cuando se lleva a cabo el aflojamiento de la tensión, la convivencia pacifica y el comercio, insisten en que la guerra ideológica debe continuar! ¿Y qué es la guerra ideológica? Un cúmulo de odio, la repetición del juramento: el mundo occidental debe ser aniquilado. Como otrora en el Senado de Roma un famoso senador terminaba sus alocuciones con la sentencia «Cartago debe ser destruida», también hoy, en cada acto de comercio o de relajamiento de la tensión, la prensa comunista, las instrucciones reservadas y miles de conferenciantes repiten: ¡El capitalismo debe ser aniquilado!” (De “En la lucha por la libertad”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1976).
Con la caída del Imperio Soviético y la adopción de la economía de mercado por parte de China, los marxistas se sienten identificados con el Islam por cuanto gran parte de los seguidores de esta religión comparte el mencionado objetivo destructivo del marxismo. Para el Islam, occidente es una zona poblada por “infieles” a los que hay que convertir. En el Corán aparece la siguiente expresión: “La recompensa de los que corrompiendo la Tierra se oponen a Alá y a su Profeta será ser masacrados o crucificados o mutilados de manos y pies, es decir, ser expulsados con infamia de este mundo” (Citado en “La Fuerza de la Razón”).
Luego del atentado contra las torres de Nueva York, que ocasionó miles de víctimas, un sondeo de opinión realizado en Buenos Aires determinó que el 55% de los encuestados apoyó la expresión de “haber festejado” el acto terrorista emitida por una dirigente representativa de la izquierda, que en cierta forma concuerda con el porcentaje de votos otorgados al kirchnerismo. En Italia, un gran porcentaje de inmigrantes islámicos, luego nacionalizados, y de italianos convertidos al Islam, apoyan electoralmente a la izquierda de ese país. Oriana Fallaci escribió: “Pero la mayor culpa con la que se manchó la Izquierda durante los últimos cincuenta años no es siquiera la de habernos quitado la confianza y el respeto por la política, la de habernos arrojado a un desierto donde no cae una gota de agua y no crece una brizna de hierba. Es la culpa de haber favorecido, junto a la Iglesia Católica y a los restos del Movimiento Social Italiano, la islamización de Italia. Es obvio que Europa se ha convertido en Eurabia porque en todos los países la Izquierda se ha comportado y se comporta como en Italia”.
Los pueblos que han trascendido a sus épocas, debido a los aportes realizados a la cultura universal, son aquellos que han sabido adoptar previamente las mejores costumbres disponibles en su tiempo, aunque hayan provenido de otros pueblos, como es el caso de Roma, que no tiene inconvenientes en adoptar la cultura griega o la religión cristiana, surgida en una de sus colonias. Por el contrario, los pueblos que poco contribuyen a la cultura planetaria son precisamente aquellos que sólo han manifestado la intención de imponer sus costumbres con un evidente espíritu competitivo.
Roma entendió que de todas las propuestas culturales, ya fueran religiosas, legales, filosóficas, científicas, etc., algunas de ellas producen mejores resultados que las restantes. De ahí que no existe una igualdad cultural en el sentido de que no han de ser igualmente válidas dos posturas que conducen a resultados muy distintos. Si el relativismo cultural es válido (o si se lo acepta como válido), suponiendo que toda propuesta distinta produce resultados similares, entonces ello asegura la continuidad de los conflictos para todo el futuro de la humanidad.
Veamos como ejemplo lo que sucede en Italia con el “multiculturalismo”; cuando un italiano es polígamo, viola una ley impuesta por el Estado, excepto que sea musulmán, por cuanto el Islam admite hasta cuatro mujeres por cada hombre. Cuando un italiano asesina a su madre, bajo cualquier pretexto, será condenado por la ley (y por la sociedad), mientras que si un musulmán asesina a su madre aduciendo que “incumplió una ley del Corán” se acepta su acción por cuanto “forma parte de su cultura” y de una tradición milenaria. De ahí que cualquier italiano que cometa alguna de las infracciones mencionadas podrá luego decir que “se convirtió al Islam” y que, por lo tanto, se deben respetar sus creencias, algo que no se le podrá negar debido a la igualdad cultural que debe respetarse a todos los ciudadanos. De ahí en más, las leyes italianas perderán su vigencia adquiriendo mayor relevancia las leyes que provienen del Corán. Oriana Fallaci escribe:
“…si eres un bígamo italiano o francés o inglés, etcétera, vas derecho a la cárcel. Pero si eres un bígamo argelino o marroquí o paquistaní o sudanés o senegalés, etcétera, nadie te toca un pelo”. “Porque si dices lo que piensas del Vaticano, sobre la Iglesia Católica, sobre el Papa, sobre la Virgen, sobre Jesucristo, sobre los santos, no te pasa nada. Pero si haces lo mismo con el Islam, con el Corán, con Mahoma o con los hijos de Alá, te conviertes en racista y xenófobo y blasfemo y culpable de discriminación racial”.
Ante las afirmaciones, respecto de los aportes de la cultura islámica a la ciencia, resulta oportuno mencionar que, hasta el año 1979, sólo un científico musulmán había logrado un Premio Nobel, como es el caso del físico paquistaní Abdus Salam, situación que no ha cambiado esencialmente. Seguramente este ha sido el precio de ubicar a la sabiduría (el Corán) en una categoría superior al conocimiento (la ciencia).
Es necesario que los pueblos europeos, especialmente los que poco o nada hacen para resistir la invasión islámica, tengan presentes los distintos aspectos de esa cultura que se irán incorporando progresivamente a sus países. Uno de esos aspectos es el trato del hombre hacia su mujer (o hacia sus mujeres). Oriana Fallaci agrega: “…el término «tradición islámica» significa total subordinación de la mujer. Esclavitud total. Y que tal esclavitud incluye el derecho que tiene el marido a pegarle, flagelarla y golpearla. «Las mujeres virtuosas obedecen incondicionalmente al marido. Las desobedientes deben ser alejadas por él de su lecho y apaleadas», enseña el Corán”.
El Islam es un claro ejemplo de religión pagana, ya que no tiene presentes las más sencillas y elementales leyes naturales que rigen al hombre. Incluso, como existe una similar tasa de natalidad de hombres y de mujeres, en todos los pueblos y en todas las épocas, si algunos tienen hasta cuatro esposas, otros se quedarán sin ninguna. Vemos que, para algunos pueblos, las leyes propuesta por un hombre resultan ser más importantes que las leyes naturales, impuestas por Dios.
En cuanto a las Cruzadas, tan criticadas aun cuando ocurrieron hace más de mil años, se advierte que se trata de encubrir la acción del otro bando. Los historiadores parecen decirnos que la Biblia desaconseja las respuestas armadas, por lo cual los cruzados cristianos cometieron un serio pecado, mientras que el Corán promueve la Guerra Santa, por lo cual sus adeptos realizan sus conquistas en forma “legítima”. (Debemos respetar las consecuencias de haber aceptado previamente el “Relativismo Cultural”). La autora mencionada escribió: “Pero antes que una serie de expediciones encaminadas a reconquistar el Santo Sepulcro, las Cruzadas fueron la respuesta a cuatro siglos de invasiones, ocupaciones, vejaciones, carnicerías. Fueron una contraofensiva para bloquear el expansionismo islámico en Europa”.
Para el que odia al prójimo en forma intensa, la infelicidad de la persona odiada resulta más importante que la felicidad propia. De ahí que las madres de los terroristas islámicos sienten cierta felicidad al saber que, aunque pierdan a sus hijos, las victimas de sus atentados suicidas sufrirán bastante. Incluso se supone que el terrorista tendrá recompensas eternas por haber eliminado al enemigo. Esto contrasta con el sufrimiento que sienten quienes siguen las prédicas cristianas y comparten las penas y las alegrías de sus semejantes como si fuesen propias. La cultura del odio pretende reemplazar la cultura del amor. De todas formas, no implica que toda persona que sea tradicionalmente islámica haya de seguir estrictamente lo que le sugiere el Corán, ni tampoco que toda persona que sea tradicionalmente cristiana ha de seguir el comportamiento ético sugerido por su religión. De todas formas, toda sugerencia para la acción debe contemplar los valores éticos elementales. El sentido de la vida debe ser una consecuencia de haber aceptado una sugerencia a adoptar una actitud cooperativa, y no una actitud de odio hacia un importante sector de la humanidad.
Entre los aspectos discutibles, asociados a la cultura islámica, se encuentran algunos preceptos del Corán respecto del vinculo matrimonial, como el que indica que: “Si un hombre se casa con una menor que ha cumplido los nueve años y le rompe inmediatamente el himen, no puede gozarla más”. Otro: “Si una mujer viuda o repudiada no ha cumplido los nueve años, puede casarse inmediatamente después de la viudez o del repudio sin esperar los cuatro meses y diez días prescriptos. Y eso, aunque haya mantenido recientemente relaciones íntimas con su primer marido”. Otro: “Si un hombre ha mantenido relaciones sexuales con un animal, por ejemplo con una oveja, no puede comer su carne. Caería en pecado” (Citados en “La Fuerza de la Razón”).
Entre los aspectos sorprendentes para la mentalidad occidental, además de los mencionados, encontramos el de la castración a las niñas pequeñas. La citada autora escribe al respecto: “¿Sabes, realmente, en que consiste la infibulación? Es la mutilación que los musulmanes imponen a las niñas para impedirles, una vez que hayan crecido (o incluso antes, si se casan a los nueve años), gozar del acto sexual. Es la castración femenina que los musulmanes practican en veintiocho países del África islámica y por la que todos los años dos millones de criaturas (cifra proporcionada por la World Health Organization) mueren por infección o desangradas”.
En cierta oportunidad, el Papa Juan Pablo II pidió perdón al Islam por las Cruzadas, aunque el Islam no hizo otro tanto con el cristianismo. Oriana Fallaci escribió (dirigiéndose simbólicamente al Papa): “¿Nunca le han pedido perdón por haber dominado durante más de siete siglos la catoliquísima Península Ibérica, invadido y usurpado todo Portugal y tres cuartas partes de España, perseguido al pueblo, desnaturalizado sus costumbres y sus idiomas, así que si en 1492 Isabel de Castilla y Fernando de Aragón no hubiesen tomado cartas en el asunto, hoy en España y Portugal se hablaría todavía el árabe?” (De “La rabia y el orgullo”-Editorial El Ateneo-Buenos Aires 2004).
La intromisión de la religión islámica involucra aspectos que avasallan a la individualidad aun en cuestiones tan elementales como la manifestación de sentimientos básicos personales, como fue el caso ocurrido en Afganistán. Oriana Fallaci escribe: “¿No saben que en al Afganistán de los Talibanes las mujeres no pueden reírse, que a las mujeres les está también prohibido reírse?”.
Como las leyes europeas, y la propia sociedad, condenan todo tipo de discriminación, los musulmanes hacen lo que más les conviene para la conquista cultural de Europa, mientras que sus victimas callan y observan ante el temor a ser consideradas “discriminadoras”. La citada autora agrega: “Si un guardia urbano se les acerca y murmura: «Señor Hijo de Alá, Excelencia, ¿le importaría apartarse un poquito para dejar pasar a la gente?». Se lo comen vivo. Lo agarran más bestialmente que los perros rabiosos. Como mínimo, insultan a su madre y a su progenie. Y la gente calla resignada, intimidada, chantajeada por la palabra «racista»”.
Nos gustaría escuchar que todo lo que comenta la periodista y escritora italiana no es verdad. Sin embargo, gran parte de sus afirmaciones son comprobables o verificables por otras vías. Por querer proteger a su patria, y a su continente, de la influencia creciente del totalitarismo religioso, ha sido repudiada en su propio país. En realidad, es lo mismo que sucede con quienes se oponen a la implantación del totalitarismo marxista en su propia patria, ya que por lo general se les niega un derecho tan elemental.
La lucha de los totalitarismos contra Occidente forma parte de la antiquísima lucha entre el Bien y el Mal, entre la cooperación y la competencia, entre el amor y el odio. Con ello, sin embargo, no se dice nada nuevo, incluso tales conceptos son utilizados por marxistas y musulmanes con un significado totalmente opuesto al asignado por los ciudadanos de Occidente. Sin embargo, es sencillo apreciar que, quien lucha a favor del Bien, es el que tiende a compartir las penas y las alegrías de quienes le rodean, por lo que se trata de alguien que no tiene enemigos. Por el contrario, quien lucha a favor del Mal se caracteriza porque centra sus esfuerzos y sus pensamientos en la destrucción de su enemigo, por lo general algún pueblo que ha alcanzado cierto éxito en alguna actividad emprendida.
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