domingo, 11 de junio de 2023

Breve historia de la educación

Tanto en Occidente, como en otras partes del planeta, el proceso educativo presenta cierta complejidad por cuanto han sido varias las influencias acerca de sus fines, contenidos y métodos de enseñanza. A continuación se trascribe una breve historia de la educación en Occidente desde la visión de un sacerdote católico, tal el caso de Alfredo Sáenz. Se advierte en la misma cierto predominio de críticas a lo no católico y pocas críticas a la influencia de su propia religión. Aún así, brinda un panorama general del proceso en cuestión.

El autor, al criticar el rechazo de lo sobrenatural, tal la postura de quienes observan un universo en donde lo natural y lo sobrenatural se identifican, pareciera que los propios creyentes no confían en las habilidades del Creador, ya que suponen que no le bastaba con una sola materia para construirlo todo. Una gran limitación del alcance y efectividad del cristianismo radica precisamente en la complejidad innecesaria que establece la intromisión de lo sobrenatural, siendo posible describir el universo en base a leyes naturales invariantes que no requieren de la intervención de una deidad que las interrumpe de vez en cuando.

BREVE HISTORIA DE LA EDUCACIÓN

El tema de la educación es un tema perenne. Ya los griegos se preocuparon por la formación del hombre integral. Y lo pensaron sobre todo en base a dos actividades, la gimnasia y la música; la gimnasia para la formación del cuerpo y la música (o bellas artes) para la educación del alma. Así trataban de lograr el hombre de la "areté", de la virtud.

Llegada la época del cristianismo, se planteó enseguida en la primitiva Iglesia el problema de la vinculación de las materias profanas con la revelación cristiana. Ello fue motivo de largas discusiones, que tuvieron por protagonistas a algunos Santos Padres y escritores eclesiásticos, discusiones que versaron acerca de la relación entre el Evangelio y la cultura griega o, al decir de Tertuliano, entre Pablo y Aristóteles. Razón y revelación, filosofía y cristianismo, naturaleza y gracia: he ahí los dos elementos que a veces pudieron ser considerados en relación dialéctica.

El hecho es que con el tiempo se fue produciendo la anhelada síntesis entre revelación -que provenía del ámbito del pueblo elegido- y la cultura del mundo greco-romano -derivada del ámbito de lo que los judíos llamaban "las naciones" o los gentiles. Ambas cosas: la revelación y la cultura, aunque de distintos modos, brotaban de la misma Providencia divina.

Al fin y al cabo, Cristo no era sino la plenitud de los tiempos, no sólo la plenitud de la revelación sino también la plenitud de la sabiduría, el Logos encarnado. Gracias principalmente a los intentos de la escuela palatina de Carlomagno, dirigida por Alcuino, se fue organizando la primera educación católica que alcanzaría un momento de apogeo en la Edad Media, la tan vilipendiada Edad Media.

La enseñanza se repartía en el "trivium", constituido por la gramática, la retórica y la dialéctica, o sea la enseñanza del idioma latín, la literatura y la oratoria, y el arte del razonamiento. El "quadrivium" completaba la formación intelectual añadiendo la aritmética, la geometría, la astronomía y la música. Esta última disciplina comprendía las diversas artes liberales: poesía, historia y música propiamente dicha.

Sin embargo, la enseñanza no quedaba circunscripta a estas siete materias. Trivium y quadrivium no eran más que medios; el fin consistía en formar a los alumnos en la verdad y la sabiduría. Todo el estudio de las diversas asignaturas humanas estaba empapado de Dios, de Cristo, de Iglesia, estaba bañado en la teología, en el conocimiento del mundo sobrenatural, sin escisión alguna. Cristo era considerado el Rey no sólo de las naciones -Rex regum- sino también de la cultura -Rex veritatis.

A partir de fines de la Edad Media comienza un proceso de desintegración de la cultura. El primer paso lo da el Renacimiento. El hombre del Renacimiento continúa siendo cristiano; para él teóricamente Dios sigue existiendo, pero sin embargo a la gloria de Dios va progresivamente sustituyendo de hecho la gloria del hombre. Este hombre sigue afirmando la gracia y el pecado, su filiación divina, etc., pero en la práctica se va convirtiendo en hombre a secas.

El genio y el artista sustituyen al hombre virtuoso, el príncipe maquiavélico sucede al rey santo, al estilo de San Luis. Interesa más el nuevo "homo universalis" que el "homo religiosus" del trasnochado medioevo. Subsiste la religión, pero escindida de todo lo demás. Lo temporal profano pretende independencia absoluta; no su justa autonomía sino su independencia total. La filosofía rompe con la teología; el derecho, la política y el arte se divorcian de la moral. Queda inaugurada la era de las rupturas y de las rebeliones.

Luego viene el Protestantismo, que implica un avance en la línea de la escisión desintegradora de aquel edificio arquitectónico que había constituido la grandeza de la cristiandad medieval. Dios existe, sí, pero se lo aleja más y más, hacia el mundo de lo irracional. Asimismo la Iglesia, expulsada antes del ámbito temporal, lo es ahora del ámbito mismo de lo religioso, e incluso se la aliena del hombre individual, el cual en adelante, recurriendo al libre examen, deberá entenderse a solas con Dios.

Y dentro mismo del hombre, la grieta entre gracia y naturaleza se va ampliando, ya que según la concepción protestante la gracia es algo puramente extrínseco que cubre pero no sana ni eleva propiamente. A su vez el mundo queda mucho más secularizado, no sólo porque la Iglesia ha sido exiliada de lo temporal, sino porque incluso los templos materiales dejan de ser templos sacros al desaparecer de ellos el sacrificio y al quedar reducida al mínimo la sacramentalidad.

Después se da otro paso: el Deísmo, que surgiendo en Inglaterra, pasa luego a Francia y Alemania con el nombre de Iluminismo o Aufklarung. El proceso de la rebelión avanza. Ahora va a comportar la negación de todo el orden sobrenatural. Dios existe, sí, pero no es el Dios de la revelación, el Dios uno y trino, sino el Creador del orden natural, el supremo Hacedor, el Arquitecto que hizo el mundo y se fue. Un Dios que está en el principio y en el fin. Pero no está en el presente, en la historia. Y lo que cuenta para este hombre es tan sólo la historia, lo intrahistórico. Es la época de la sectorización de la enseñanza, del enciclopedismo masónico. Es el mundo liberal, burgués, el mundo del "homo faber", del rendimiento, del negocio.

Finalmente accede el Materialismo contemporáneo, el individual freudiano y el social marxista. No sólo se expulsa a la Iglesia -como en el protestantismo- y a Cristo- como en el deísmo- sino al mismo Dios, proclamándose el ateísmo, o mejor, el antiteísmo más radical. Porque, si bien Dios no existe, debe ser combatido como si existiera. El hombre es sólo materia. Cualquier pretensión de espiritualidad, especialmente en el nivel de la educación, constituiría un espejismo alienante. Y el mundo se convierte en un hormiguero, un enorme Gulag.

Nosotros vivimos en esta época, en este siglo XX, que ha recibido los desemboques de todo ese largo proceso iniciado en el Renacimiento o al fin de la Edad Media. Y es precisamente el ámbito de la cultura el que ha sido más bombardeado por las fuerzas disgregadoras. Hoy todos los valores están en tela de juicio: la verdad, el bien, la belleza, el amor, la patria, la familia, Dios, todo. Y conste que no se trata de una crisis localizada en un espacio determinado, sino que se extiende peligrosamente, ya que prácticamente incide sobre la totalidad del mundo a través de los medios masivos de comunicación.

Una crisis que, para colmo, se presenta encarnada en personajes de literatura, o en personajes reales, del cine, del arte, lo cual resulta aún más impactante. La consecuencia: el hombre se siente vacío, disperso, incapaz de pensar, con una desbocada apetencia de sensaciones y de cosas materiales, ese hombre que experimenta una especie de frenesí por vencer el horrible aburrimiento que lo diseca.

Decía Chesterton que las viejas virtudes cristianas se han vuelto locas. ¿Cómo se produjo este enloquecimiento? Primero, desconectándose las virtudes entre sí. La caridad, por ejemplo, desconectada de la verdad, puede llevarnos a amar tanto al pecador que acabamos de decir que el pecado no es pecado. Segundo, desarraigándose las virtudes de sus respectivas potencias. Así, a una virtud cristiana tan fundamental como es la humildad, que tiene su propio lugar en la voluntad, se la cambia de potencia, se la ubica en la inteligencia.

Y entonces tenemos al hombre relativista, al escéptico, al que la certeza le angustia; su paz reside en la duda. Virtudes, pues, desconectadas; virtudes desubicadas de sus potencias y objetos. Más aún: en ocasiones las potencias y hábitos actúan sin objeto alguno, funcionan en el vacío, patinando como las ruedas sobre el barro. Es lo que le pasa con frecuencia al hombre de nuestro tiempo que se siente angustiado, deprimido, sin saber por qué, y entonces odia y declara repugnante la realidad con que se topa, cualquiera sea ella. En el nihilismo, la culminación y el paroxismo del subjetivismo, del autoencierro del hombre que se quiso autosuficiente.

(De "Cómo evangelizar desde la cátedra" de Alfredo Sáenz-Ediciones Mikael-Paraná 1983).

1 comentario:

agente t dijo...

La Iglesia Católica siempre ha sido una campeona de la dialéctica, actualmente aprovecha las evidentes grietas de la modernidad y la postmodernidad para sugerir que sus antiguos poderes temporales e ideológicos nos habrían liberado de ellas sin perder ninguna de las conquistas que la laicidad ha traído consigo y sin arrostrar las lacras propias de un mundo con un único pensamiento, el suyo, que fuera el lícito y compartible.