Se supone, en general, que la elevación espiritual radica en el desprecio al dinero y a toda actividad lucrativa, mientras que, por el contrario, tal elevación debería implicar la búsqueda de una mejora ética e intelectual, actitud que poco tiene que ver con la previamente mencionada. Quienes desprecian lo material haciendo ostentación de “humildad”, son a veces los materialistas con poco dinero, que sólo aspiran, para justificar su fracaso, a difamar a quienes han tenido éxito en ese ámbito. Respecto de la palabra lucro, podemos leer: “Ganancia o provecho que se saca de una cosa”, mientras que lucrativo implica: “Que produce utilidad y ganancia” (Del “Diccionario de la Lengua Española”-Ediciones Castell 1988).
Si bien el lucro, o la ganancia, es la consecuencia del éxito empresarial, no debe olvidarse que detrás de ese éxito deben reunirse atributos personales que permitan realizar actividades productivas y que, necesariamente, han de requerir de conocimientos esenciales y de cierta vocación para la cooperación social a través del intercambio.
El blanco preferido de la gente “espiritual”, en el sentido indicado, es el empresario, sobre quien recae la acusación de ser un individuo carente de sensibilidad social, de sentimientos humanos, de dignidad, de responsabilidad, etc. Se lo reduce a ser el único individuo que sólo busca ganancias, mientras que el resto de las actividades humanas estaría asociado a personas que con su trabajo buscan objetivos sociales y humanitarios. Este es el principio de la discriminación social más frecuente en la sociedad. Incluso toda una rama de la política, constituida por la izquierda, parte de este principio discriminatorio que, por cierto, le reditúa gran cantidad de votos.
La mentalidad que conduce al subdesarrollo se caracteriza por el desprecio generalizado por los empresarios locales, como también por la oposición a la radicación de empresas extranjeras. De ahí que el subdesarrollo, por lo general, es una inconsciente búsqueda de la pobreza generalizada. Cuando aparece un candidato político que es empresario, es común escuchar afirmaciones acerca de que jamás lo votarían debido a ese “origen social”. De ahí que no resulte sorprendente que, en la Argentina, de cada cien empresas que se crean, al cabo de diez años sólo sobrevivan dos.
Mientras mayores sean los gastos realizados por el Estado, menor ha de ser el dinero disponible por parte de los empresarios para realizar inversiones, en especial si tales gastos están destinados a la creación de puestos de trabajo puramente burocráticos. Mario Vargas Llosa escribió:
“Para conocer de manera práctica el «costo de la legalidad» en el Perú, el Instituto Libertad y Democracia montó un ficticio taller de confecciones y tramitó, oficina tras oficina, su reconocimiento jurídico. Había decidido no pagar ningún soborno salvo en aquellas instancias en que, de no hacerlo, el trámite quedaría definitivamente interrumpido. De diez ocasiones en el que los funcionarios se lo solicitaron, en dos se vio obligado a gratificarlos bajo mano. Registrar debidamente el supuesto taller demoró 289 días de gestiones que exigieron una dedicación casi exclusiva de los investigadores del Instituto empeñados en la simulación y una suma de 1.231 dólares (computando los gastos realizados y lo dejado de ganar en ese tiempo) que significaba 32 veces el sueldo mínimo vital. La conclusión del experimento: «legalizar» una pequeña industria, en estas condiciones, está fuera de las posibilidades de un hombre de recursos modestos, como comenzaron siéndolo todos los «informales» del Perú” (Del Prólogo de “El otro sendero” de Hernando de Soto-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1987).
La situación descripta puede muy bien considerarse como una imagen representativa del subdesarrollo latinoamericano, promovido principalmente por una intelectualidad que ha demonizado a las actividades lucrativas y a los empresarios, sobre quienes, se aduce, debe ocuparse el Estado de controlar y, luego, de redistribuir lo que producen. Como se sabe, gran parte de los empleados públicos tiene como “misión principal” entorpecer las labores productivas. En el caso del Perú actual, afortunadamente, nos llegan noticias de que está logrando un crecimiento real en su economía, posiblemente dejando un tanto de lado la ideología que lleva a los pueblos hacia el subdesarrollo y la pobreza.
En la Argentina kirchnerista, con bastante apoyo electoral, el gobierno tiende a “extraer recursos al que le va bien para otorgarlos a quienes le va mal, económicamente”, lo que se entiende como “justicia social”. Al que le va bien, el que produce, se le quitan recursos que podrían ir a la inversión productiva, mientras que, al que le va mal, el que poco o nada produce, destina todo lo recibido al consumo. Como consecuencia de ello, el PBI (producto bruto interno) depende del consumo y no tanto de la inversión, por lo cual la economía padece cierto estancamiento. De ahí que es muy poco, o nulo, el crecimiento de puestos de trabajo en el sector productivo (privado), mientras que es notorio el aumento de puestos de trabajo en el Estado.
El sector constituido por los trabajadores estatales improductivos (que no son todos los estatales), aporta gran cantidad de votos, además de los aportados por los beneficiarios de planes sociales (dádivas al que no trabaja). Aseguran así al poder político una importante base electoral, por lo cual no es de esperar grandes cambios en el corto o en el mediano plazo. Una vez que los puestos de trabajo improductivos superan con creces a los productivos, comienza a acentuarse el déficit fiscal. Para hacer frente a este déficit, el gobierno emite dinero sin respaldo, lo que da lugar al inicio del proceso inflacionario, aunque luego culpará a los comerciantes por la suba de precios subsiguiente.
Quienes pretenden prolongar indefinidamente el sistema basado en la redistribución mencionada, tratan por todos los medios de difamar al liberalismo por cuanto, para esta tendencia política y económica, el empresario es el principal artífice de la producción y del desarrollo. Resulta ser como el director de orquesta que armoniza los factores de la producción para adaptarlos a la demanda existente. Ayn Rand escribió:
“Las mismas mentes que crean un «antihéroe» para destruir a los héroes y una «antinovela» para destruir las novelas, crean «anticonceptos» para destruir los conceptos. El propósito de «los anticonceptos» es erradicar ciertos conceptos sin discusión pública y, como un medio para ese fin, hacer que la discusión pública resulte incomprensible, e inducir la misma desintegración mental de cualquier hombre que los acepte, considerándole incapaz de claro juicio pensante y racional. Ninguna mente es mejor que la precisión de sus conceptos” (De “Capitalismo”-Gruto Sagrado Editorial-Buenos Aires 2008).
Para los autores más representativos del liberalismo, el empresario es (o debe ser) un “ser tridimensional”, es decir, que posea los siguientes atributos básicos:
a) Que tenga una vocación manifiesta por cierta actividad productiva.
b) Que sienta satisfacción de ser útil a la sociedad.
c) Que busque el progreso de su empresa junto al progreso de la sociedad.
Para el socialista, por el contrario, todo empresario es un ser unidimensional, que sólo busca optimizar ganancias sin interesarle nada más. Este supuesto, justificado en quienes buscan el poder absoluto a través del Estado, poco tiene que ver con la realidad. No nos imaginamos a un James Watt que se interese por las máquinas de vapor pensando sólo en el dinero que ha de ganar, o a un Thomas Edison que busca dinero como ambición central de su vida en lugar de la actividad creativa asociada a sus inventos. El socialista acierta en su descripción del empresario justamente cuando el Estado se rodea de quienes reciben la “ayuda” de los políticos para realizar actividades lucrativas, pero sin arriesgar en lo más mínimo su capital en la dura lucha por la competencia con otros empresarios, lo que a veces se denomina “capitalismo de amigos”. En realidad, un “capitalismo sin competencia”, o monopólico, no debería en realidad denominarse capitalismo. David S. Landes escribió:
“Una vez más, una pequeña nación europea se superó a sí misma, y este logro reflejó tanto la capacidad natural como el carácter altamente competitivo del proceso de creación de la naciones de Europa. Por sobre todo, el éxito holandés reflejaba una actitud hacia el trabajo y el comercio cuyo mejor ejemplo es el de la fábula de la Liebre y la Tortuga: es bueno tener premios y botines, pero lo que importa a largo plazo (nunca olvidemos el largo plazo) son aquellas pequeñas ganancias, de bajo riesgo, que se van sumando y no nos decepcionan” (De “La riqueza y la pobreza de las naciones”¨-Ediciones B Argentina SA-Buenos Aires 1999).
Aun cuando las tendencias populistas y socialistas promuevan el pseudotrabajo, o trabajo improductivo asociado a la burocracia estatal, tienden a sugerir que el comercio implica una intermediación parásita que sólo sirve para encarecer los productos. Recordemos que el mercado requiere, entre otros aspectos, de suficiente disponibilidad de información entre sus participantes. Incluso la existencia de varios comerciantes en competencia aseguran una fácil distribución a un precio razonable, dentro de los costos afrontados en cierta situación. La no existencia del comercio implica la anulación de intercambios y del mercado, lo que conduce a las largas “filas de espera socialistas”, a la escasez y a la disminución de la calidad.
Uno de los fundamentos esgrimido por las tendencias de izquierda consiste en considerar que los intercambios comerciales son un “juego de suma cero”, ya que lo que uno gana, el otro lo pierde. De ahí que necesariamente existiría, en todos los casos, lo que conocemos como una estafa. Como la prestación de un trabajo se realiza también bajo la idea de un intercambio entre un trabajador y el salario otorgado a cambio, debería traer implícita cierta injusticia, que se conoce como explotación laboral. Como se supone que el intercambio produce en todos los casos pérdidas en una de las partes, los que logran mayor éxito económico serian los peores, éticamente hablando, por lo que aparece la difamación contra ese sector. Así, Michel de Montaigne escribió: “El provecho de uno es perjuicio de algún otro”. “No existe lucro ni provecho sino a costa de otro; de modo que en buena cuenta habría que condenar toda clase de ganancias” (De “Ensayos”-Ediciones Altaya SA-Barcelona 1997).
Por el contrario, en el mundo real podemos observar cambios y contrataciones que benefician a ambas partes, siendo la estafa y la explotación laboral parte de la realidad, pero no constituyen una situación que se deba generalizar. Nuestra propia supervivencia radica esencialmente en los intercambios que hacemos con los demás, ya que nadie podría fabricar todo lo que consume, incluso los medicamentos que de vez en cuando necesitamos imperiosamente.
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