viernes, 6 de octubre de 2023

Acerca de Luis F. Leloir

En la foto anterior aparecen los integrantes del destacado grupo de médicos que constituye un gran orgullo y ejemplo para los argentinos, compensando en parte el desprestigio de un país del cual también surgieron tiranos, guerrilleros e intelectuales que promovieron principalmente la decadencia humana. Así como San Agustín escribió acerca de las "dos ciudades"; la de Dios y la del hombre, en la Argentina existen dos naciones superpuestas: la cristiana y la peronista, en permanente conflicto.

De izquierda a derecha aparecen J.C. Fasciolo, J.M. Muñoz, A.C. Taquini, B.A. Houssay, E. Braun Menéndez y L.F. Leloir. Foto tomada en Buenos Aires en 1940.

A continuación se transcribe una nota biográfica sobre Luis F. Leloir

LUIS FEDERICO LELOIR (1906-1987)

Por Juan Carlos Fasciolo

El 3 de diciembre de 1987 murió en Buenos Aires a la edad de 81 años el Dr. Luis Federico Leloir. Había nacido en París el 6 de septiembre de 1906, de padres argentinos.

Se graduó de médico en la Universidad de Buenos Aires en 1932 y en 1934 obtuvo el premio a la mejor tesis por su trabajo sobre Suprarrenales y metabolismo de los hidratos de carbono, bajo la dirección del Dr. Bernardo Houssay. Por consejo del Dr. Houssay viajó a Gran Bretaña en 1963 para trabajar en Cambridge, en el Biochemical Laboratory que dirigía Frederick Gowland Hopkins, Premio Nobel por sus estudios sobre las vitaminas. A su regreso a Buenos Aires trabajó con el Dr. Juan M. Muñoz sobre exidación del alcohol y posteriormente intengró el equipo formado por Braun Menéndez, Muñoz y yo para estudiar la sustancia presora renal, que culminó con el descubrimiento de la angiotensina.

En 1934 se casó con Amelia Zuberbhüller, madre de su única hija, también llamada Amelia. Cuando se desintegró el Instituto de Fisiología, después de la separación del Dr. Houssay, viajó a los Estados Unidos, donde permaneció tres años en el laboratorio de los esposos Cori.

A su regreso al país en 1947, fue designado director de la Fundación Campomar, creada con el apoyo del industrial Campomar. Allí, con sus colaboradores realizó los estudios sobre los nucleótidos, azúcares y su rol en la biosíntesis de los carbohidratos, que le valieron el otorgamiento del Premio Nobel de Química en 1970.

Entre las importantes contribuciones realizadas por el grupo, figuran la síntesis de la glucosa 1-6-disfosfato, la transformación de la galactosa fosfato en glucosa fosfato, la síntesis de uridina difosfato glucosa, el aislamiento de la glucógeno sintetasa y otros importantes hallazgos. Estos estudios tienen, no sólo un interés académico, sino que permitieron interpretar el mecanismo de enfermedades del metabolismo de los glúcidos.

Aún antes de que recibiera el Premio Nobel, los científicos de nuestro país y del mundo tenían conciencia de la importantísima labor de Leloir y su grupo. Recibió numerosas distinciones: Premio Nacional de Ciencias (1944), Premio Ducettyones (1958); Premio Secero Vaccaro (1962), Premio Bunge y Born (1955), entre otros. Fue designado doctor honoris causa de varias universidades nacionales y extranjeras.

Conocí a Leloir en 1938, cuando trabajaba en el Instituto de Fisiología de la Universidad de Buenos Aires con el Dr. Juan M. Muñoz en la oxidación del alcohol, mientras estaba realizado mi tesis doctoral. Habían improvisado un laboratorio en una especie de sótano del viejo edificio de la calle Córdoba. Solíamos comer juntos nuestros sandwiches, sentados en un viejo chaise-longue del que le costó desprenderse muchos años después. Intercambiábamos opiniones, confidencias y bromas y cimentamos una firme amistad que se prolongó por 50 años.

Asistimos a las Jornadas de Medicina y Ciencia, que tuvieron lugar en Punta del Este en 1938. Ese era el primer congreso al que yo asistía y creo que también Leloir.

Recuerdo la comunicación que presentó Leloir. Lo hizo disculpándose porque el tema podía resultar aburrido y poco interesante para el auditorio. Siempre pensaba que lo que tenía que decir, era poco importante.

Leloir y Muñoz se interesaron en la identificación del principio del presor renal, que parecía responsable de la hipertensión nefrógena. En 1938 se formó el equipo experimental que integrábamos, además de Leloir y Muñoz, Braun Menéndez y yo. Leloir y Muñoz se ocupaban especialmente en los aspectos bioquímicos, mientras que Braun Menéndez y yo de los fisiológicos.

Nuestro grupo trabajó intensamente durante un par de años en un ambiente de plena colaboración y amistad. Fue para nosotros una experiencia extraordinaria, como lo reconoció Leloir muchas veces. Leloir era un extraordinario compañero, laborioso, alegre, imaginativo, generoso en sus ideas y sus hallazgos, y con mucho sentido del humor. La contribución de Leloir al descubrimiento de la angiotensina y a la interpretación del mecanismo enzimático que la genera, fue fundamental.

Su sentido del humor se evidencia en un hecho anecdótico. El Dr. Page en un artículo publicado en la revista Science criticó nuestra interpretación del sistema renina-angiotensina y nuestra nomenclatura. Le pedimos a Leloir, que dominaba bien el idioma inglés, que redactara el artículo contestando a Page. Al día siguiente Leloir trajo su artículo. En un párrafo decía algo así: One of the problems is that there are several names for the same substance and also many names without substances. La crítica, si bien veraz, nos pareció demasiado dura y el artículo fue modificado.

Leloir decía siempre cosas sensatas y evitaba la teatralidad y todo lo que fuera excesivo, apasionado, irracional. Una anécdota muestra una faceta del joven Leloir de los años 40. En una de las reuniones semanales del Instituo de Fisiología el Dr. Houssay se refirió en forma muy crítica a un trabajo recientemente publicado y terminó diciendo: La ciencia hay que hacerla bien o no hacerla. Ante el silencio respetuoso del auditorio dirigió una pregunta: ¿No le parece doctorcito Leloir? La contestación de Leloir fue sorprendente pero atinada: Yo creo que para hacerla bien hay que comenzar haciéndola mal.

Redactaba con rapidez, concisión y precisión. Cuando estábamos escribiendo el libro "Hipertensión nefrógena", Leloir entregaba los capítulos a él asignados, antes que ninguno de nosotros. A veces nos parecían demasiado breves e incompletos, pero resultaba imposible agregar nada: todo estaba dicho claramente y con un mínimo de palabras.

Yo visitaba con frecuencia el laboratorio de la Fundación Campomar en la calle Agustín Álvarez, que comunicaba por los fondos con el laboratorio de Biología Experimental, que dirigía el Dr. Houssay. Me admiraba cómo administraban la pobreza de medios y de espacio. Las dos o tres habitaciones que formaban el laboratorio estaban abarrotadas de equipos, muchos de ellos de manufactura casera. Había también diversos elementos en el zaguán y en un reducido patiecito interior. El destilador de agua estaba instalado en un pequeño cuarto de baño. Lo que podía considerarse un lujo era la biblioteca, ordenada, bien provista y con suscripciones al día.

Trabajaban con él entonces los doctores Cardini, Caputo y Cabib. Leloir ha dicho que en ese modestísimo laboratorio pudo trabajar con máxima libertad y conseguir los mejores resultados: Nadie nos conocía, nadie venía a vernos, teníamos todo el tiempo para pensar y trabajar.

Leloir no imponía su condición de director. En el trabajo era uno más del grupo. En las publicaciones, el orden de los autores se modificaba de manera que el que había resultado último en la anterior, fuera el primero en la siguiente.

Nunca comentaba conmigo los resultados de los experimentos. Sin embargo, si yo insistía en conocerlos, solía darme una breve información.

Nunca parecía estar muy satisfecho con los resultados y al comentarlos solía insistir más en los defectos que en los aspectos positivos. A menudo, cuando se retiraba del laboratorio, a las cinco de la tarde, solía comentar: ¡Hemos fracasado una vez más, o bien, cuántos descubrimientos haríamos si fuésemos inteligentes...! Estas expresiones llegaron a veces a molestar a un colaborador, porque pensó que eran críticas dirigidas a su labor personal.

Estaba siempre interesado en interpretar los hechos experimentales, y dedicaba mucho tiempo a pensar los resultados. Los experimentos que diseñaba para apoyar o refutar sus interpretaciones, eran habitualmente simples y decisivos, aunque muchas veces no alcanzaran el resultado previsto, como es habitual en nuestro oficio. El mejor investigador es aquel que logra resultados con un mínimo esfuerzo y creo que Leloir era un maestro en el planteo de problemas.

Era capaz de hacer las cosas con un mínimo de recursos y era incapaz de realizar gastos que consideraba excesivos. Esto valía, no sólo en el laboratorio, sino también para su vida. Durante años, llegaba al laboratorio en su modesto Fiat 600. Hace poco más de un año, Leloir me llamó por teléfono para saber si le podía enviar cultivo de bacterias que habían provocado la muerte de varios recién nacidos en Mendoza. Yo debía viajar a Buenos Aires y prometí llevarlos conmigo en un par de días. Leloir me esperaba en el aeropuerto con su nuevo automóvil, un Fiat 147 del que estaba plenamente satisfecho: ¿Para qué más? ¡Sólo lo necesario!

Cuando reflexiono sobre el éxito extraordinario de Leloir concluyo que no puede atribuírselo a la suerte, a una súbita inspiración o a la casi adivinación, como se citan algunos casos. Ha sido el resultado de un trabajo metódico, de un diseño experimental adecuado y de una mediación continua sobre los resultados experimentales. para Leloir la investigación era un fin. Para la mayoría de nosotros es un fin y un medio de vida. Felizmente Leloir no tenía preocupaciones económicas y todo su esfuerzo pudo dedicarlo a su vocación.

Dedicaba mucho tiempo a meditar sobre sus resultados, que es la misma manera de activar la máquina cerebral. Decía Leloir:

El cerebro humano es una máquina de capacidad más bien limitada para crear y adoptar nuevas ideas. La prueba de esto es que, la mayoría de las personas, mantienen sus ideas aún cuando haya pruebas abundantes que muestran que están equivocadas. No suele apreciarse lo difícil que es para la mente humana desarrollar nuevas ideas, aunque tengan un pequeño componente de novedad...El procedimiento habitual para el progreso es agregar pequeñas ideas a los hechos ya conocidos. El conocimiento crece por pequeños saltos y por eso parece ser continuo. Grandes saltos son extremadamente raros. Nuevas ideas e invenciones ocurren a aquellas personas que están constantemente pensando en el problema.

Pienso que Leloir, al redactar estas palabras estaba pensando en la manera en que realizaba un descubrimiento.

Pero el investigador experimental debe, además de meditar profundamente sobre sus resultados, realizar experimentos que le suministren hechos claros, en los que pueda apoyar su razonamiento. Debe diseñar y realizar experimentos que exigen, además de perspicacia y laboriosidad, dominio de ciertas técnicas.

Leloir estaba bien dotado para esto y era capaz de realizar buenos experimentos con recursos pobres. Tenía ingenio para suplir deficiencias. Recuerdo que cuando trabajamos en 1939, era necesario disponer de decenas de litros de plasma bovino para preparar angiotensina. Resultaba imposible hacerlo usando centrífugas de poca capacidad y no teníamos fondos para adquirir otras. Leloir aportó una solución genial. Se le ocurrió usar una desnatadora de leche en desuso y efectivamente pudo separarse el plasma de los glóbulos, que aparecían en los tubos diseñados para recoger la crema y la leche descremada.

La ciencia era un fin para Leloir. No aspiraba a honores y reconocimientos, que recibía con toda justicia. Me atrevo a decir que la adjudicación del Premio Nobel fue para él una preocupación, más que un halago.

Su pasión era descubrir....investigar sin otra satisfacción que hacerlo y ayudar a hacerlo.

Sentíase, sin embargo, preocupado por el beneficio que su labor reportaba al país. Pensaba que convendría abordar aquellos temas de investigación que pudieran tener aplicación en nuestra patria. Por eso en los últimos años, comenzó a estudiar los mecanismos enzimáticos que permiten a ciertas bacterias fijar el nitrógeno atmosférico y aumentar la fertilidad del suelo.

Nunca le conocí militancia política. Creo que siempre evaluaba los pro y los contra de las propuestas y se inclinaba por las que consideraba mejores. Era tolerante con la opinión de los demás. Se comentaba en el Instituto de la calle Obligado, que varios de sus colaboradores eran "zurdos".

En diversas ocasiones escuché críticas a Leloir, porque no se jugaba por algunos colaboradores suyos que sufrieron las consecuencias del autoritarismo militar. Su influencia podría haber sido decisiva. La crítica pudo haber sido valedera. Leloir no quería que nada, honores, preocupaciones o compromisos, lo apartaran de la gran pasión de su vida. Sin embargo, sus condiciones personales, y su capacidad para manejar las relaciones humanas lo rodearon de un destacado grupo de colaboradores que lo llamaban cariñosamente "el dire". Creó así, la escuela de investigaciones bioquímicas más importante de América Latina y una de las más importantes del mundo.

La noticia de la muerte de mi amigo Lucho me llegó el 4 de diciembre a las 21, mientras volaba de Punta del Este a Buenos Aires. Sabía que Lucho tenía un problema coronario pero creía que se estaba reponiendo. Había hablado con él por teléfono, un par de semanas antes y me había dicho que estaba mejor, pero -disculpándose- que no iba al laboratorio y que dormía unas largas siestas...

Me dolió mucho la noticia de su muerte. Acababa de perder un amigo de 50 años. No nos veíamos mucho, pero sabía que siempre estaba allí. Me estaba quedando solo, único sobreviviente del grupo que hace medio siglo trabajó lleno de entusiasmo y esperanza. Fue para mí una pena sin rebeldía. Todos debemos morir y Lucho tuvo una vida feliz y existosa y una rápida muerte, como la que todos deseamos.

(De "Juan Carlos Fasciolo. Del hombre al cientifico" de Susana Fasciolo-EDIUNC-Mendoza 2010).

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