domingo, 10 de octubre de 2021

Lamennais y el liberalismo católico

Puede decirse que el liberalismo político y económico consiste en una prolongación de la ética cristiana hacia tales ámbitos de la actividad humana. Lamentablemente, un sector importante del catolicismo casi siempre ha adoptado una postura opuesta al liberalismo, y a veces a favor del socialismo, en evidente contradicción con la ética mencionada. La amplitud de la Biblia y el lenguaje simbólico utilizado, permiten establecer interpretaciones afines a las más diversas posturas, de ahí que se puedan extraer mensajes del gusto particular de cualquiera.

Mientras que en la Biblia predomina la idea del gobierno de Dios sobre el hombre, a través de la ley natural (Reino de Dios), con prohibición expresa de toda forma de gobierno del hombre sobre el hombre, la Iglesia Católica apoyaba en el pasado el gobierno absolutista de los reyes sobre el pueblo y, actualmente, predomina el apoyo casi mayoritario a los gobiernos totalitarios de tipo socialista; una forma de absolutismo peor que el anterior.

Entre los autores que advierten una compatibilidad entre liberalismo y cristianismo, aparece Lamennais (H. Félicité de La Mennais) quien, en el siglo XIX, denuncia los serios defectos del absolutismo de los monarcas. Al respecto se transcriben extractos de uno de sus escritos:

DEL ABSOLUTISMO Y DE LA LIBERTAD

Dos doctrinas distintas, dos sistemas opuestos se disputan hoy el imperio del mundo: la doctrina de la libertad y la doctrina del absolutismo; el sistema que organiza la sociedad sobre la base del derecho, y el sistema que la abandona a la fuerza brutal. Los destinos futuros de la humanidad dependerán del triunfo decisivo del uno o del otro.

La lucha entre estos dos sistemas se traba y se extiende más y más cada día. De una parte están los pueblos, agotada su paciencia y sufrimiento, ardiendo en deseos y esperanzas, conmovidos profundamente por el instinto, que harto tiempo dejaron dormitar, de todo cuanto constituye la dignidad y grandeza del hombre, poseídos, en fin, de la fe que tienen en la justicia, del amor que sienten por la libertad; la cual, bien entendida, no es otra cosa sino el verdadero orden, y a cuya conquista marchan con firmeza y resolución.

En el opuesto bando militan los poderes absolutos, con sus soldados y agentes diversos, disponiendo de todos los recursos, del oro, del crédito, dueños, en fin, de las infinitas ventajas que les proporciona una organización, cuyos elementos se enlazan y sostienen mutuamente, en tanto que, fuera de ella, todo vive aislado y comprimido, todo movimiento se estrella contra un muro de bayonetas, toda palabra encuentra eco en los oídos del espía.

La experiencia nos enseña que, cuando dos fuerzas, una material y otra moral, se empeñan en porfiada lucha, la victoria queda al fin por esta última; y la fuerza moral siempre está a favor de los pueblos. Para convencerse de esto, basta sólo considerar el sistema de la libertad, que los pueblos defienden, y el sistema del absolutismo, que los soberanos del mundo quieren hacer prevalecer en provecho suyo.

El sistema de la libertad, que radica en las leyes más santas e imprescindibles de la naturaleza, representaría el orden, en toda su perfección, si fuera posible realizarlo completamente en el mundo. Pero, aunque esta perfección no esté hoy al alcance del hombre, a causa de la enfermedad del espíritu que le consume, no por eso deja de ser el objeto a que debe siempre aspirar, el fin a cuyo logro deben dirigirse constantemente sus esfuerzos.

La revolución más grande, la más trascendental bajo todos los aspectos, que ha conmovido a los pueblos de la tierra, fue el establecimiento del cristianismo; y la que está verificándose en toda Europa desde hace cincuenta años, no es sino la continuación de aquella.

¿Querrán acaso modificar la forma de sus gobiernos, o reformar tal o cual abuso, o introducir en sus leyes esas mejoras que generalmente se creen necesarias? No; no es esto por cierto lo que tanto conmueve y agita. Quieren sustituir un principio con otro principio, sin alterar la base de la sociedad: la desigualdad de linaje, con la igualdad de la naturaleza; el dominio absoluto y hereditario de algunos, con la libertad de todos. ¿Y qué otra cosa es esto sino el cristianismo, que transpone los límites de la sociedad puramente religiosa, y se difunde por el mundo político, animándolo, rejuveneciéndolo con su poderosa existencia, después de haber perfeccionado el mundo moral e intelectual, más aún de lo que jamás pudo haberse esperado?

El cristianismo, desde el punto de vista en que ahora lo consideramos, sentó por principio fundamental de su doctrina la igualdad de los hombres ante Dios, o, lo que es lo mismo, la igualdad de derecho de todos los miembros de la gran familia humana. Y aquí debemos observar que esta importante doctrina no tiene valor histórico ni filosófico sino admitiendo la unidad de raza; porque, a no ser así, pudiera acontecer, como sostuvo Aristóteles, que una raza fuese superior a otra por naturaleza, lo cual destruía la igualdad cristiana.

La doctrina del cristianismo que enseña, de acuerdo con las tradiciones antiguas, que el linaje humano nace todo de un solo tronco, es, sin disputa, la más favorable a la humanidad, y debe conservarse cuidadosamente como base que es de la justicia recíproca e inmutable, y fundamento de toda sociedad equitativa. En este respecto, la ciencia, que a veces se ha dejado guiar por la osadía de sus conjeturas fisiológicas, tiene deberes muy importantes que llenar.

El principio de la igualdad de los hombres ante Dios debía necesariamente engendrar otro, que no es sino la amplificación o, mejor dicho, la aplicación del mismo, a saber: la igualdad de los hombres entre sí, o la igualdad social; pues, si existiese una desigualdad radical en cuanto al derecho, serían los hombres desiguales desde su origen ante Dios.

La igualdad religiosa tiende, pues, a producir la igualdad civil y política, como consecuencia y complemento de ella misma; y la forma de esta igualdad política es la libertad, que excluye desde su origen todo género de dominio, que el hombre pretendiera atribuirse sobre el hombre, y le obliga a considerar la sociedad como una asociación libre, cuyo objeto es garantizar los derechos de todos sus miembros; esto es, la libertad y la independencia primitiva de cada uno de ellos.

Estos derechos, garantizados por la asociación, son de dos clases: a) los derechos espirituales, o, lo que es lo mismo, la libertad de conciencia y la libertad de pensar; libertades que sólo Dios puede coartar, como único autor de la ley moral que une entre sí a los seres inteligentes, y fuente primitiva de la verdad y de la razón; b) los derechos materiales, que tienen por objeto la conservación de la existencia y la posesión de las cosas necesarias a la existencia; esto es, la libertad individual y la libertad de propiedad.

Esta ley, por consiguiente, no puede depender de modo alguno del pacto social, ni ser objeto de las deliberaciones a que están sujetas las demás leyes; así es que la ley civil y política, no pudiendo estatuir sobre este derecho primitivo, que no le es dado crear ni destruir, debe reconocer su superioridad y defenderlo de los ataques que tiendan a alterarlo, prohibiendo y castigando aquellos actos que no sean conformes a su espíritu.

La segunda base es la propiedad, porque sin ella no es posible la vida; y así como la vida no se interrumpe al transmitirse de padre a hijo, tampoco la propiedad se destruye al transmitirse por herencia. La propiedad y la vida son hereditarias, porque son inseparables. Y puesto que el hombre no puede vivir sin una propiedad cualquiera, permanente y transitoria, tampoco podrá ser libre si su propiedad está sujeta a extrañas dependencias, si no es dueño absoluto de su campo, de su casa, de su industria o de su trabajo.

(Extractos de "Palabras de un creyente" de Lamennais-Editorial Partenón-Buenos Aires 1945).

1 comentario:

agente t dijo...

Leyendo el artículo que Wikipedia le dedica creo que más que ante un católico liberal estamos tratando de un idealista. Una persona humanista, culta y avanzada a su tiempo que bebe de y mezcla diversas tradiciones: la  liberal, la cristiana y la socialista utópica.