viernes, 24 de julio de 2020

Alberdi entrevista a Juan Manuel de Rosas

ROSAS EN EL DESTIERRO

Por Juan Bautista Alberdi

Londres, 18 de octubre de 1857

Anoche conocí a Rosas. Consentí en encontrarme con él en casa de Mr. Dickson, por sus actuales circunstancias. Procesado sin discernimiento ni derecho, quise protestar en cierto modo contra eso tratándole. Su actitud respetuosa a la nación y a su gobierno nacional, me han hecho menos receloso hacia él.

Hablaba en inglés con las damas cuando yo entré. El Sr. Dickson nos presentó y me dio la mano con palabras corteses. Poco después me habló aparte, sentándonos en sillas puestas por él ambas. Me encargó de asegurar al general Urquiza la verdad de lo que me decía como a su representante en estas cortes: "Que estaba intensamente reconocido por su conducta recta y justa hacia él: que si algo poseía hoy para vivir, a él se lo debía". Me renovó a mí sus palabras de respeto y sumisión al gobierno nacional.

Al verle le hallé más viejo de lo que creía, y se lo dije. Me observó que no era para menos, pues tenía sesenta y cuatro años.

Al ver su figura toda, le hallé menos culpable a él que a Buenos Aires por su dominación, porque es la de uno de esos locos y medianos hombres en que abunda Buenos Aires, deliberados, audaces para la acción y poco juiciosos. Buenos Aires es el que pierde de concepto a los ojos del que ve a Rosas de cerca. ¿Cómo ha podido ese hombre dominar a ese pueblo a tanto extremo?, es lo que uno se repite dentro de sí al conocerle.

Habló mucho. Habla inglés, mal, pero sin detenerse, con facilidad.

Es jovial y atento en sociedad.

Después de la mesa, cuando se alejaron las señoras, habló mucho de política: casi siempre se dirigió a mí, y varias veces vino a mi lado. Me llamaba señor ministro y a veces paisano; otras por mi nombre.

Acababa de leer él todo lo que trajo el vapor de antes de ayer sobre su proceso. No por eso estaba menos jovial y alegre.

-Me llaman por edictos- decía: -¿pues estoy loco para ir a entregarme para que me maten?.

Niega a Buenos Aires el derecho a juzgarlo. Repite como de memoria las palabras de su protesta. Dice que el Gobierno, la autoridad soberana o superior a que en ella alude, es el Gobierno de la Nación o Confederación, no el de Buenos Aires.

Le oí que Anchorena era el exclusivo autor y partidario del aislamiento de Buenos Aires, como ciudad escéptica. Se quejó de Anchorena: le calificó de ingrato.

Recordó que al acercarse Urquiza a Buenos Aires, Anchorena le dijo a él (a Rosas), que si triunfaba Urquiza "no le quedaría más medio que agarrarse de los faldones de la casaca de Urquiza y correr su suerte, aunque fuese al infierno, y en seguida, le abandonó". Recordó que toda su fortuna la había hecho bajo su influencia.

Habló con moderación y respeto de todos sus adversarios, incluso de Alsina.

Recordó que el decreto que ordenó la ejecución de los de San Nicolás está legalizado por Maza (?). Él no niega el hecho de esa ejecución: lo califica de hecho político, de la guerra civil de esa época.

Habló mucho de caballos, de perros, de sus simpatías por la vida inglesa, de su pobreza actual, de sus economías, de su caballo y de los caballos ingleses.

No es ordinario. Está bien en sociedad. Tiene la fácil y suelta expedición de un hombre acostumbrado a ver desde alto al mundo. Y, sin embargo, no es fanfarrón ni arrogante, tal vez por eso mismo, como sucede con los lores de Inglaterra; las más suaves y amables gentes del país.

Su fisonomía no es mala. Se parece poco a sus retratos. La cabeza es chica, y la frente, echada atrás, es bien formada, más bien que alta. Los ojos son chicos. Está cano. No tenía bigotes ni patilla. No estaba bien vestido: no tenía ropa en Londres. Ha venido por quince días a imprimir y publicar su protesta.

Me dijo que no había sacado plata de Buenos Aires, pero sí todos sus papeles históricos, en cuya autoridad descansaba. Él dice que guarda sus opiniones, sin perjuicio de su respeto por la autoridad de la nación.

Recordó que él no había echado a Rivadavia, ni hubiera rehusado recibirlo. Fue bajo Viamonte, según dijo, el destierro de aquél.

Después de Balcarce, ningún porteño en Europa me ha tratado mejor que Rosas, anoche, como a representante de la Confederación Argentina.

(De "Autobiografía"-Editorial Jackson de Ediciones Selectas-Buenos Aires 1945)

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