lunes, 9 de julio de 2018

La noche del marxismo

Enrique Krauze entrevista al filósofo e historiador polaco Leszek Kolakowski, cuando todavía no se producía el derrumbe del Imperio Soviético. Se extraen algunos fragmentos de dicha entrevista:

Enrique Krauze (EK): Se ha dicho que el marxismo guarda paralelismos inquietantes con el cristianismo medieval. Es una fe celosa e intolerante, que impera sobre una constelación de Estados; una nueva Iglesia. ¿Hasta qué punto cree usted en esta similitud?

Leszek Kolakowski (LK): Creo que el paralelismo es válido sólo hasta cierto punto. Las diferencias son quizás más importantes que las semejanzas. En primer lugar, piense que al marxismo, en su vertiente leninista, lo ha movido siempre una ambición mayor que la de la Iglesia. Por más intolerante que haya sido, la Iglesia admitió siempre el principio de deslinde entre los ámbitos seculares y los eclesiásticos. Aunque la línea de demarcación entre ellos fuese materia de disputa, el principio en sí –fundado, claro está, en las palabras de Cristo: «Dad al César…»- fue reconocido invariablemente.
El poder comunista, en cambio, busca monopolizar todas las facetas de la vida humana. Es una concentración de poder secular y espiritual sin precedente histórico, que abarca todas las áreas vitales: economía, medios de comunicación, relaciones políticas, ideología. En este sentido, la analogía no funciona bien. Por lo demás, a pesar de la intolerancia, que desplegó en diversos periodos históricos, la Iglesia fundaba su existencia en una verdadera fe en la doctrina. También la fe en el comunismo se mantuvo viva alguna vez. Pero ahora puede afirmarse, con seguridad, que, como tal, se ha evaporado en los países comunistas.
Lo que subsiste en ellos es un sistema de poder sin el sustento de una fe viva. Esta ideología es necesaria porque confiere legitimidad al sistema político, pero nadie en los países comunistas la toma en serio; nadie: ni dominados ni dominadores. Este es un segundo punto en el que la analogía falla. El tercero puede formularse así: a pesar de que el comunismo, en los momentos en que encarnó una fe viva y real, semejaba un credo religioso y su partido una Iglesia, fue más la caricatura de una religión que una religión propiamente dicha.
Con todo, en algunas mentes funcionaba de un modo similar a una fe religiosa: proveía un sistema mental invulnerable. Era completamente inmune a la refutación de los hechos, de la historia, de la realidad, pero al mismo tiempo reclamaba para sí el título de «conocimiento científico». Sólo en este sentido funcional se sostiene la analogía entre marxismo y religión.

EK: Usted ha sostenido concepciones distintas del lugar que ocupa la utopía en la sociedad. ¿Qué piensa ahora? ¿La fe en la utopía es necesaria? ¿Es sana? ¿Cuál sería su propio balance histórico de esta antigua propensión humana?

LK: Mientras que la utopía sea tan sólo la visión de un mundo sin sufrimiento, sin tensión y sin conflictos, la utopía es un ejercicio literario e inofensivo. La utopía se vuelve siniestra cuando creemos poseer una especie de técnica del Apocalipsis, un instrumento para dotar de vida real a nuestras fantasías. Entonces, con tal de alcanzar aquel noble fin, ningún sacrificio nos parecerá grande. La utopía implica un fin último –por más vagamente que se lo defina- y todos los medios que conducen a él pueden parecer válidos. A los jerarcas de los países comunistas, por ejemplo, la fantasía utópica les da un marco conceptual muy conveniente: sobrevendrá un mundo perfecto de unidad y felicidad; podrá suceder en cien años o quizá en mil años, pero su certeza justifica el sacrificio de las generaciones actuales. Sólo en este sentido, creo, el pensamiento utópico se vuelve realmente maligno: la utopía como instrumento al servicio de la tiranía.
En otro sentido, sin embargo, nadie puede prohibirnos –ni sería, a mi juicio, deseable- pensar en términos de valores difíciles de hacerse realidad. Hay algo natural en nuestra búsqueda de un mundo mejor, algo natural e indispensable. Después de todo, muy poco se habría progresado si el hombre no hubiese concebido cosas mejores, cosas literalmente impensables que guiaran, por decirlo así, su esfuerzo. En este sentido la utopía es quizá una constante de la vida humana. Se vuelve muy peligrosa cuando empezamos a querer institucionalizar la fraternidad humana o cuando –como les ocurre a todos los marxistas- confiamos en arribar a la unidad perfecta y la felicidad a través de la violencia y los decretos burocráticos. Dicho todo esto, es importante recordar y mantener la idea de fraternidad humana, por impracticable que parezca.

EK: En su ensayo titulado «Tomando a las ideas en serio», sostiene usted la futilidad de buscar culpables en la historia del marxismo y propone, en cambio, averiguar los elementos internos del marxismo –sus conflictos, las ambigüedades- que pudiesen haber condicionado su desarrollo histórico tal como se dio. Entiendo que la pregunta es oceánica: ¿cuál es el vínculo de fondo entre marxismo, leninismo y estalinismo?

LK: Marx nunca imaginó el socialismo o el comunismo como una especie de campo de concentración. Eso es completamente cierto. De hecho, imaginó lo contrario. Sin embargo, hay una especie de lógica independiente de las intenciones conscientes del escritor, filósofo o profeta que propone una ideología. Podemos rastrear su desarrollo histórico. Y, en efecto, yo creo que la versión leninista del socialismo –versión despótica y totalitaria- no implicó esencialmente una distorsión del marxismo. Pienso que fue una variante fundamentada sustancialmente en el marxismo, aunque reconozco que hubo también otras variantes.
La continuidad es visible si se recuerda que Marx creía en una comunidad perfecta del futuro, cuando el reino de la producción y de la distribución fuese manejado por el Estado. Se trata, en otras palabras, de un socialismo de Estado. Después de todo, fue Marx y no Stalin quien dijo en cierta ocasión que toda la idea comunista cabía en una fórmula: abolición de la propiedad privada. Así, no hay razones para creer que el comunismo despótico y totalitario del tipo soviético no es el comunismo en que pensaba Marx.
Marx tomó de los saintsimonianos el lema de la futura desaparición del gobierno sobre las personas a cambio de la administración de las cosas. Pero, en cierta manera, falló al no preguntarse cómo era posible evitar el uso de las personas en la administración de las cosas. A la postre, todo su proyecto de una sociedad perfecta apuntaba a la centralización de todos los medios productivos y distributivos en manos del Estado: la nacionalización universal.
Nacionalizarlo todo implica nacionalizar a las personas. Y nacionalizar a las personas puede conducir a la esclavitud. No tuvimos que esperar a la revolución bolchevique para descubrir esta lógica: en tiempos de Marx, mucha gente –en especial los anarquistas- señaló que el socialismo marxista, el socialismo de Estado, presagiaba una tiranía mayor que las existentes hasta entonces. En su crítica a Marx, Proudhon apuntó que el comunismo significaba, de hecho, el Estado propietario de las vidas humanas. Fue Bakunin quien predijo que el socialismo de Marx conduciría al reino despótico de los falsos representantes de la clase obrera, quienes sólo reemplazarían a la anterior clase dominante para imponer una tiranía nueva y más rígida.
Fue el anarquista estadounidense Benjamín Tucker quien dijo que el marxismo recomienda una sola medicina contra los monopolios: un monopolio único. Y fue Edward Abramovski, un anarquista polaco, quien predijo la sociedad que resultaría del triunfo comunista por la vía revolucionaria, una sociedad profundamente dividida entre las clases hostiles: opresores privilegiados y masas explotadas. Todo esto se dijo en el siglo XIX, lo cual desmiente la posible desconexión entre sovietismo y marxismo. Pero conexión no es causa. Como es obvio, la Revolución rusa resultó una impredecible coincidencia de accidentes históricos. El punto clave es otro: no se necesitó distorsionar fundamentalmente el marxismo para que sirviese a las clases privilegiadas, en las sociedades del tipo soviético, como instrumento de autoglorificación.

EK: Si, como usted explica, el marxismo en el este no es más que el vestigio de una ideología, en algunas partes de Occidente conserva, en cambio, un fuerte atractivo. ¿Cuáles son, a su juicio, las raíces psicológicas de esta permanencia?

LK: En la forma más simple en que se utiliza para fines ideológicos, el marxismo es extremadamente fácil. Se puede aprender en un instante y ofrecer todas las respuestas a todas las preguntas. Usted puede saberlo todo sobre historia sin molestarse en estudiar historia. Tiene una llave maestra que abre todas las puertas y un método sencillo con el que enfrentarse y solucionar todos los problemas del mundo. Jean-Paul Sartre afirmó alguna vez que los marxistas eran perezosos; es cierto, no quieren que se los moleste con problemas de historia, demografía o biología. Quieren tener una solución única para todo, y la satisfacción de sentirse poseedores de una verdad última. No hay que sorprenderse de que tanta gente opte por esa solución.

EK: Pero si uno contrasta estos fervores con todos los crímenes perpetrados en el siglo XX en nombre del socialismo…

LK: En el pensamiento ideológico no hay hechos que vulneren la fe. Es como los movimientos milenaristas. Ciertas sectas, que aún subsisten, se empeñan en pronosticar el día exacto en que tendrá lugar el Juicio Final o el Segundo Advenimiento. Si el día llega y la profecía no se materializa, admiten con amargura haber incurrido en algún error de cálculo, pero su fe no se fractura. Pronto hacen una nueva predicción a prueba de errores. Lo mismo ocurre con el marxismo. Una vez que se adopta la certidumbre ideológica, nada la afecta: sí, claro, todo el mundo reconoce haber cometido algunos errores –la matanza de cincuenta millones de personas, por ejemplo-, pero el principio queda intacto. Nada conmueve al verdadero creyente.

EK: En algunas regiones de Centroamérica se perfila una nueva ideología que mezcla un agudo y resentido nacionalismo, un «marxismo criollo» -como algunos lo llaman en Nicaragua- y la Teología de la Liberación. Mezcla explosiva, porque suele afirmarse a través de la violencia. ¿Recuerda usted algún antecedente histórico de este proceso?

LK: La llamada Teología de la Liberación tiene viejos antecedentes en la historia. Numerosas herejías en la Edad Media y el siglo XVI intentaron utilizar los Evangelios y las enseñanzas de Jesucristo como un método de apostolado social para alcanzar la perfecta igualdad en la Tierra. No obstante, muchas de estas sectas rechazaban el uso de la violencia para sus fines. Los revolucionarios anabaptistas de principios del siglo XVI fueron una excepción paradigmática y, en este sentido, un antecedente más claro de la Teología de la Liberación: predicaban la violencia como un medio legítimo para instaurar las enseñanzas de Jesucristo. El resultado fue la efímera y grotesca tiranía pseudocristiana de Müntzer. Estoy convencido de que la Teología de la Liberación distorsiona en lo fundamental las enseñanzas de Jesucristo. En varios pasajes, es cierto, Cristo condena a los tiranos o a los ricos. Pero nunca predicó una forma peculiar de orden social. Condenó a algunas personas por razones morales como individuos, condenó a los indiferentes ante la miseria del prójimo y a los malvados, pero jamás insinuó que postulara la estructura de una sociedad perfecta. Al contrario, toda la enseñanza de Jesucristo se entiende sólo a partir de su fe en la inminente parusía. Su prédica se desarrolló a la sombra del Apocalipsis. Todos los valores terrenales pierden sentido frente al terrible acontecimiento venidero.
De hecho, el cristianismo pierde sentido y se vuelve irreconocible si se olvida esta cara de Jesucristo: su desdén por los valores terrenales, valores que no pueden ser absolutos. Por más intensa que pueda ser nuestra condena de la avaricia, la explotación, la crueldad –y esta condena, por supuesto, es perfectamente compatible con las enseñanzas cristianas-, el rechazo no apuntaba a la idea de una sociedad perfecta o una fraternidad que pudiese establecerse mediante la violencia.

EK: Hablemos un poco de países y política. Por una parte, sostiene usted la novedad histórica del régimen soviético: un sistema todopoderoso que anula a la sociedad civil y lo encarna todo: legisla, juzga, ejecuta, informa. Por otra parte, ha dicho usted también que se trata de un sistema en desintegración por la falta de mecanismos de autocorrección. ¿Cómo concilia estas ideas?

LK: No veo la contradicción. Si dije que el sistema es nuevo desde el punto de vista histórico –y creo que lo es-, eso no implica que lo sea en todos sus aspectos. Mucha gente ha señalado algunos antecedentes del régimen soviético en la historia rusa. No insistiré en esto. Ciertamente, el sistema tiene raíces históricas; el sistema implica una vuelta a la barbarie, una reversión de los procesos de occidentalización que Rusia vivió entre la década de 1860 y la primera guerra mundial. Después de todo, ya en el siglo XVIII Rusia había abolido la esclavitud y en 1861 la servidumbre. El bolchevismo reinstauró ambas con nombres distintos.
La victoria del bolchevismo puede considerarse como una reacción antioccidental. Dije también que en la sociedad soviética alternan tendencias de unidad y desintegración. En efecto, la sociedad se unifica porque existe un solo centro de poder en todas las áreas de la vida, un centro que se arroga el derecho de monopolio sobre todos los juicios y todas las decisiones; pero, al mismo tiempo, la soviética es una sociedad en estado de desintegración porque la sociedad civil ha sido destruida casi por completo. A menos que el Estado lo ordene, en la URSS no prospera ninguna forma de organización social, ninguna cristalización de la sociedad.
Cada individuo enfrenta, desde su soledad e impotencia, al Estado omnipotente que prohíja esa desintegración. Las personas deben vivir, supuestamente, en el vínculo de una unidad perfecta tal como lo expresan los líderes, pero al mismo tiempo, en la vida real, deben odiarse: se promueve el espionaje y la denuncia. Esa clase de unidad puede alcanzarse sólo en las formas impuestas por el aparato del Estado. Toda otra forma está condenada a la destrucción. Es cierto que, en la práctica, esta destrucción no ha sido absoluta. Quizá la China maoísta avanzó más que la Unión Soviética en este aspecto: se esforzó por destruir a la familia, célula resistente a la apropiación estatal. En Rusia también se intentó acabar con la familia, aunque con menor firmeza, diría yo. El soviético es un sistema menos seguro de sí mismo. Su principio totalitario no funciona ya con la eficiencia de los tiempos de Stalin. Pero la tendencia es la misma: destruir todas las formas de vida social independientes del Estado.

(Extractos del libro “Travesía liberal” de Enrique Krauze-Tusquets Editores SA-Buenos Aires 2004).

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