sábado, 20 de mayo de 2017

Psicología del novelista

Resulta poco sensato extender a todo un sector de la sociedad lo que hemos advertido en uno solo de sus miembros, siendo esta generalización fácil un hábito inconsciente y frecuente. Sin embargo, es posible detectar algunos atributos predominantes en cada sector especializado laboral o intelectualmente, dentro del amplio espectro de las acciones humanas. Uno de esos atributos es la extroversión del novelista, quien, al igual que el periodista que desea compartir los últimos sucesos, pretende compartir con el público un sinnúmero de detalles que ha observado entre la gente y que ha condensado en una novela. Manuel Gálvez escribió: “Por lo menos durante la época de mayor empuje creador, el novelista es un extravertido. Tiene mucho del hombre de acción. Leopoldo Alas, crítico y novelista, dice: «Tal vez un gran novelista es un grande hombre, que si fuera más varonil sería un grande hombre de acción». Se interesa por todo –la gente, las cosas, la política, las anécdotas, las virtudes, los vicios-, porque todo es humano y es para él materia novelable. Mientras el poeta vive solo con su alma, el novelista vive rodeado de toda la humanidad. O la lleva dentro. «Su obra entera», dice Brunetière de Balzac, «y comprendidas en ella las partes que no pudo realizar, está presente, toda junta, en su espíritu». El introvertido, no pudiendo salir de sí, ni, por consiguiente, penetrar en las almas y comprenderlas, jamás, ni aun con mucho talento será un verdadero novelista”.

“Como vive en otras almas, en las cosas, en los ambientes más diversos, no suele ser hombre de mucha vida interior. La permanente exigencia de objetivación, la constante búsqueda del hecho y el arduo trabajo de ordenar los materiales, no son compatibles con el exagerado autoanálisis, ni con el ensimismamiento de la vida sobrenatural. Pero, «como primer aprendizaje», según ha dicho Jacques de Lacretelle, el novelista, para comprender a los seres, debe «buscarse, mirarse, conocerse». Mas no puede andar por el mundo metido en sí. Su alma «es espejo», dice Stendhal, «que se pasea a lo largo del camino». Sí, es un espejo en el que se reflejan las cosas, los sucesos, los diálogos, los rostros. Nada ve, oye o siente, que no lo incorpore a su archivo. No por cálculo, sino por imperativo de su vocación, y, generalmente, sin advertirlo. La vida del novelista es un destino”.

“Pero no se olvida por completo de sí. También se autoanaliza un poco. No lo hace por vivir interiormente, sino como espectador de su vida y de su psiquis. Si se analiza –salvo que tenga motivaciones religiosas o de mejoramiento moral-, es porque se sabe interesante y como materia novelable, al igual que cualquiera otra persona” (De “El novelista y las novelas”-Ediciones Dictio-Buenos Aires 1980).

Quienes encuentran en los ensayos una manera fructífera de invertir su tiempo, ya que en ellos encuentran siempre algo nuevo para incorporar a su caudal de conocimientos, miran con desconfianza a las novelas por cuanto siempre está presente la incertidumbre acerca de si algo es cierto o si es una ficción creada por el autor. Mario Vargas Llosa escribe al respecto: “Desde que escribí mi primer cuento me han preguntado si lo que escribía «era verdad». Aunque mis respuestas satisfacen a veces a los curiosos, a mí me queda rondando, cada vez que contesto a esa pregunta, no importa cuán sincero sea, la incómoda sensación de haber dicho algo que nunca da en el blanco”.

“Si las novelas son ciertas o falsas importa a cierta gente tanto como que sean buenas o malas y muchos lectores, consciente o inconscientemente, hacen depender lo segundo de lo primero. Los inquisidores españoles, por ejemplo, prohibieron que se publicaran o importaran novelas en las colonias hispanoamericanas con el argumento de que esos libros disparatados y absurdos –es decir, mentirosos- podían ser perjudiciales para la salud espiritual de los indios”. “En efecto, las novelas mienten –no pueden hacer otra cosa- pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que no es” (De “La verdad de las mentiras”-Alfaguara SA de Ediciones-Buenos Aires 2005).

Entre los méritos de un autor se encuentra la posibilidad de que sus ficciones sean compatibles con la naturaleza humana. De la misma manera en que Leonardo da Vinci realizaba estudios anatómicos para perfeccionar su labor de pintor, el escritor de novelas profundiza el conocimiento psicológico de las personas para conformar una ficción realista y de esa forma resulta ser un creador de situaciones posibles, que nunca antes han existido. Vargas Llosa agrega: “Porque no es la anécdota lo que decide la verdad o la mentira de una ficción. Sino que ella sea escrita, no vivida, que esté hecha de palabras y no de experiencias concretas. Al traducirse al lenguaje, al ser contados, los hechos sufren una profunda modificación. El hecho real –la sangrienta batalla en la que tomé parte, el perfil gótico de la muchacha que amé- es uno, en tanto que los signos que podrían describirlo son innumerables. Al elegir unos y descartar otros, el novelista privilegia una y asesina otra mil posibilidades o versiones de aquello que describe: esto, entonces, muda de naturaleza, lo que describe se convierte en lo descrito”.

“¿Me refiero solo al caso del escritor realista, aquella secta, escuela o tradición a la que sin duda pertenezco, cuyas novelas relatan sucesos que los lectores pueden reconocer como posibles a través de su propia vivencia de la realidad? Parecería, en efecto, que para el novelista de linaje fantástico, el que describe mundos irreconocibles y notoriamente inexistentes, no se plantea siquiera el cotejo entre la realidad y la ficción. En verdad, sí se plantea, aunque de otra manera. La «irrealidad» de la literatura fantástica se vuelve, para el lector, símbolo o alegoría, es decir, representación de realidades, de experiencias que sí pueden identificarse en la vida. Lo importante es esto: no es el carácter «realista» o «fantástico» de una anécdota lo que traza la línea fronteriza entre verdad y mentira en la ficción”.

El conocimiento del comportamiento humano ha sido llevado adelante principalmente por los literatos, antes que por los psicólogos. Gordon W. Allport escribió: “Los psicólogos salieron tarde a la escena. Podría decirse que comenzaron con dos milenios de retraso. La obra de los psicólogos fue hecha por otros, que la hicieron espléndidamente. Con sus antecedentes escasos y recientes, los psicólogos parecen intrusos presuntuosos. Y eso es lo que opinan de ellos muchos eruditos. Stephan Zweig, por ejemplo, hablando de Proust, Amiel, Flaubert y otros grandes maestros de la descripción, dice: «Escritores como éstos son gigantes de la observación y la literatura, mientras que en la psicología el campo de la personalidad está en manos de hombres inferiores, meras moscas, que tienen el ancla segura de un marco científico para ubicar sus insignificantes trivialidades y sus pequeñas herejías»”.

“Es verdad que junto a los gigantes de la literatura, los psicólogos, que se dedican a presentar y explicar la personalidad, parecen ineficaces y a veces un poco tontos. Sólo un pedante puede preferir la árida colección que ofrece la psicología acerca de la vida mental del individuo, a los gloriosos e inolvidables retratos de los novelistas, dramaturgos y biógrafos talentosos. El artista de las letras crea sus relatos; el psicólogo no hace más que recopilar los de él. En un caso emerge una unidad, consecuente consigo misma a pesar de sus sutiles variaciones. En el otro caso se va acumulando un pesado conjunto de datos deshilvanados”.

“Un crítico hizo una observación áspera. Cuando la psicología habla de personalidad humana, expresó, no dice más de lo que siempre dijo la literatura, sólo que lo hace con menos arte”. “Los métodos de la literatura son los del arte; los métodos de la psicología son los de la ciencia” (De “¿Qué es la personalidad?”-Siglo Veinte-Buenos Aires 1981).

Ante la necesidad de volcar al papel gran parte de sus emociones, el escritor puede incurrir en fallas de estilo. Manuel Gálvez escribe al respecto: “Rodeado por los seres de su invención y urgido por la comezón de crear y trabajar, no se detiene a escribir en prosa perfecta, ni a fraguar bellas frases, salvo en momentos oportunos. Las bellas frases le nacen espontáneamente, y por eso Flaubert se asombraba de que los grandes novelistas no supieran escribir. La labor de mandarín de las letras no puede realizarla quien va creando una humanidad o evocando y construyendo ambientes, cuando no épocas”.

“Ninguno de los grandes de la novela –Stedhal, Balzac, Dickens, Dostoievski, Galdós, Zola, Castello Branco, Romain Rolland- fue artífice de la prosa. Los seres que el gran novelista está engendrando quieren nacer pronto; y como lo humano es lo esencial, el autor tiene que expresarse sin oropeles. «Balzac no escribe mal», dice Brunetière, «sino cuando se aplica a escribir bien». Ciertos autores de prosa artística –Barrès, D'Annuncio, Gabriel Miró- no son grandes novelistas, aunque sean escritores de alta jerarquía. Pirandello ha escrito: «La preocupación de la forma…Los antiguos no la tenían y erraban menos. Nosotros tenemos la continua preocupación del error ¡y adiós espontaneidad, adiós viveza!»”.

En cuanto a si el novelista nace o se hace, como en todas las actividades humanas, sólo puede saberse luego de que una persona intentó y alcanzó el éxito o logró el fracaso, por lo que no saber de antemano si se tiene un don, o no se lo tiene, abre las puertas a todos para que intenten realizar sus anhelos y proyectos. Gálvez escribió: “Se nace con el don de hacer novelas. Con talento, y sin ese don, se puede, a fuerza de paciencia, escribir una novela estimable en algún aspecto, pero que no será novela porque carecerá de vida. Es el caso de Ferrero y de Santayana. Al auténtico novelista no le demanda esfuerzo la composición. Suele, antes de empezar, ver su novela íntegramente, con todos sus capítulos, o casi todos, con los momentos esenciales en su sitio y hasta con el número de páginas que tendrá impresa. Crease o no, a mí me ha sucedido eso muchas veces. Más aún; cierta novela que mucho estimo fue comenzada sin idea de lo que ocurriría y teniendo imaginado sólo el protagonista masculino; el femenino, del que nada había pensado, se me impuso luego, surgido, con extraña espontaneidad, de mi subconsciente. Algo análogo le sucedió a Huxley. Hablando de «Contrapunto», dijo: «Al principio, jamás tuve idea clara»”.

“Son múltiples los dones del novelista: la capacidad para desdoblarse y para imaginar sentimientos y pensamientos de otros seres; el sentido de la continuidad, que no es necesario al poeta; una gran memoria, que le permita recordar, aun después de largos años, formas, colores, sensaciones, frases oídas y hasta conversaciones más o menos enteras; una intuición extraordinaria –que es en lo que reside la genialidad, el don creador- mediante la cual adivina, poco menos que instantáneamente, el alma de un ser humano o el espíritu de una época o relaciones ocultas entre los seres o entre los seres y las cosas; y una visión de totalidad que le permite abarcar vastos panoramas humanos y aun el pasado y el porvenir”.

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