miércoles, 2 de julio de 2014

Prejuicios y discriminación

La palabra “prejuicio” nos da la idea de un juicio previo, o apresurado, y por lo tanto, erróneo. El juicio puede ser positivo como negativo, por lo cual se advierte que quien en una circunstancia admira de sobremanera, en otras circunstancias despreciará de la misma forma. El idólatra y el déspota se unen en una misma persona. Este es el caso del que no piensa en forma individual sino que ha incorporado una ideología que piensa por él. Es el caso del fanático que se humilla delante del líder político o religioso y que, luego, tratará de denigrar a quienes supone que están en un peldaño inferior de la escala social.

Los prejuicios negativos implican una asignación de defectos, observados o supuestos, hacia un integrante de algún grupo para hacerlos extensivos a los restantes integrantes. Existen varias formas de prejuicios, como los de origen étnico, racial, social, de nacionalidad, cultural, religioso, etc. Cuando tales actitudes adoptan una forma activa, aparece la discriminación, siendo la más antigua e importante la que tiende a dividir a la sociedad en buenos y malos, o justos y pecadores. De ahí que, los que siempre están viendo alguna forma de discriminación, posiblemente sean los principales discriminadores ya que acusan a personas honestas con el objetivo de ubicarlas en un lugar social marginal. Gordon W. Allport escribió:

“Una adecuada definición del prejuicio contiene dos ingredientes esenciales. Tiene que haber una actitud favorable o desfavorable, y debe estar vinculada a una creencia excesivamente generalizada (y por lo tanto errónea). Las declaraciones prejuiciosas expresan a veces el factor actitud, a veces el factor creencia”. “El sistema de creencias tiene la propiedad de modificarse plásticamente para justificar la actitud más permanente. Es un proceso de racionalización, o sea de acomodación de las creencias a las actitudes”.

Los discursos de los líderes totalitarios, como también las ideologías respectivas, se fundamentan en el prejuicio, que puede llevar a la discriminación y luego a la violencia. De ahí las ventajas de las formas democráticas, en las que la información va dirigida a todos los sectores sin incitar a tales hechos. Gordon W. Allport estableció una escala de cinco niveles que muestra la secuencia que pudo llegar a producir las grandes catástrofes humanas:

1- Hablar mal
2- Evitar el contacto
3- Discriminación
4- Ataque físico
5- Exterminación

El citado autor escribió: “Si bien la mayoría de la gente nunca pasará del «hablar mal» a «evitar el contacto», ni de aquí a la discriminación activa, o a niveles más altos de la escala, también es cierto que la actividad en un nivel determinado sirve de transición para deslizarse con facilidad al siguiente. Fueron los ataques verbales de Hitler contra los judíos los que llevaron a los alemanes a evitar el contacto con sus vecinos judíos y aun con los que antes habían sido sus amigos. Esta preparación hizo más fácil promulgar las leyes de discriminación de Nuremberg, las que a su vez hicieron que pareciera natural el incendio de sinagogas y los ataques callejeros que vinieron luego. El paso final en la progresión macabra fueron los hornos de Auschwitz” (De “La naturaleza del prejuicio”-EUDEBA-Buenos Aires 1962).

Los distintos niveles de peligrosidad de los “intelectuales” totalitarios dependen de sus aptitudes para transmitir prejuicios que luego llevarán a la violencia generalizada. La lucha de clases promovida por el marxismo es un claro ejemplo de ideología basada en un prejuicio, el anti-burgués, o anti-empresarial, que luego conducirá a las guerras civiles (revoluciones) y a la esclavitud forzada de los opositores, si triunfan sus adeptos; o a la represión violenta si no lo logran.

El marco adecuado para la instauración social de la violencia es el relativismo moral. Para sus adherentes no existe, en teoría, el Bien ni el Mal. Luego, tratarán de “llenar ese vacío” mediante leyes humanas establecidas sin referencia a tales conceptos objetivos (ya que, se supone, no existen). Posteriormente, la obediencia a tales leyes hará reaparecer el bien que no existía y su desobediencia al mal. Se reedita así el antiguo conflicto social entre justos y pecadores, cuando se asociaba el Bien al amor y el Mal al odio, el egoísmo y la negligencia.

La soberbia de políticos y abogados sorprende cuando asumen la creencia de que las leyes que promulgan y ejecutan tienen el poder de condenar o absolver en forma independiente de lo que dictan las leyes naturales. Uno de esos hechos implica haber “eximido de culpa” a los terroristas de los setenta presuponiendo que sus atentados y asesinatos masivos respondían a “una causa justa”. Si bien se cometen excesos cuando algunos creen poseer la aptitud suficiente para conocer fidedignamente las leyes naturales, al menos han adoptado un camino en el cual se acepta la existencia de instancias superiores. Con el tiempo podrá reducirse la magnitud de los desaciertos. Por el contrario, las “leyes” establecidas sin posibilidad de posteriores contrastaciones con la realidad, son consideradas como valores absolutos e indiscutibles, lo que las hace incompatibles, no sólo con la religión, sino con la ciencia experimental. Se cae en el trágico absurdo de pretender que el hombre se adapte a las leyes humanas antes que a las leyes naturales. La adaptación cultural del hombre a la ley natural tiende a ser reemplazada por la “adaptación totalitaria del hombre a la voluntad de los ideólogos”.

Las leyes y decisiones surgidas desde el Estado totalitario deben ser respetadas y ejecutadas sin objeción, castigando a quienes se oponen. En las sociedades actuales, la calificación de “discriminador” apunta hacia su marginación social, tendiendo a reemplazar a los campos de trabajos forzados o a los hospitales psiquiátricos, adonde eran enviados los disidentes. Al menos notamos mejoras respecto de otras épocas.

En cuanto a la discriminación ética, la forma práctica de eliminarla, utilizada por Cristo, se materializa en aquella sugerencia dirigida a los discriminadores: “El que se sienta libre de culpa, que arroje la primera piedra” (haciendo referencia a un castigo popular dirigido contra un “pecador”). Albert Nolan escribió: “Los «pecadores» constituían otro grupo de marginados sociales. Todo lo que, por alguna razón, se desviaba de la ley y las costumbres tradicionales de la burguesía (los educados y virtuosos, los escribas y los Fariseos) era considerado inferior, como perteneciente al populacho. Los pecadores constituían una clase social perfectamente definida, la misma clase social a la que pertenecían los pobres en el sentido más amplio del término” (De “¿Quién es este hombre?”-Editorial Planeta-DeAgostini SA-Barcelona 1995).

Los prejuicios encubiertos promueven la violencia, tal el caso de la injusta calificación de “excluyente” que se le da a toda persona que invierte la mayor parte de su tiempo en trabajar, integrando de esa forma el conjunto de personas que cooperan de alguna forma con el resto de la sociedad. Luego, los “excluyentes” (o burgueses) son acusados de “marginar de la sociedad” al futuro delincuente, por lo cual se tiende a reducir las penas al mínimo considerando que el que comete un delito no es culpable por su accionar, sino que lo son quienes primeramente lo “marginaron de la sociedad”. El “excluyente” es considerado “culpable” por acciones delictivas cometidas por quienes ni siquiera conoce. El delincuente persiste en su accionar antisocial incentivado por recibir un fuerte apoyo de ciertos sectores de la sociedad cuando advierte que no sólo no es castigado (o encerrado) en la prevención de futuros delitos, sino que se lo redime de toda culpa aun cuando cometa un alevoso crimen. El verdadero discriminador es el que favorece y estimula las conductas delictivas, alejando al infractor de una posible recuperación y promoviendo la marginación de personas inocentes, pero no sólo respecto de la sociedad, sino de la vida.

Así como los auténticos discriminadores están teniendo éxito en su tarea destructiva de la sociedad, están teniendo un éxito similar en el caso del sistema educativo público, por cuanto promueven la abolición de sanciones en los establecimientos de enseñanza. Bajo la aparente búsqueda de cierta “igualdad”, promueven la abolición de premios y castigos, por lo cual se establece una indisciplina generalizada teniendo presente la existencia de un porcentaje normal de adolescentes que busca “divertirse” de cualquier forma en lugar de capacitarse aprovechando el tiempo y los recursos económicos dispuestos para ese fin.

Quien adopta como referencia la propia realidad, con sus leyes naturales siempre presentes, observará en las distintas especies que existen dos géneros biológicos, que en el caso del hombre denominamos masculino y femenino. Ante una posible alteración conductual, o psicológica, que se manifiesta en individuos que eluden el comportamiento típico de su género, se advertirá cierta anormalidad. De ahí que tal comportamiento no sea recomendable. Sin embargo, tampoco por ello debe ser estigmatizado como se hacía en otras épocas o en otros lugares.

Quien adopta como referencia lo que “la naturaleza ordena” será calificado como “discriminador” por quienes entienden que la igualdad artificial propuesta debe borrar incluso los atributos más evidentes de nuestra naturaleza humana. En realidad, el “naturalista” está en desacuerdo con la promoción social que se hace respecto de la anulación de las diferencias de género, o naturales, por cuanto trata de que sus hijos no sean sometidos a la promoción mencionada. Incluso cree que lo más adecuado sería que aquellos que prefieran borrar tales diferencias, lo promuevan prioritariamente en sus propios hijos, en cuyo caso no habría inconvenientes posteriores.

La promulgación de leyes a favor del “matrimonio igualitario”, es decir, de la unión legalizada de individuos del mismo género, no implica que quien siga adoptando como referencia a las leyes naturales deba ser considerado “discriminador”. Recordemos que las leyes humanas deben ser compatibles con las leyes naturales, de lo contrario estaríamos entrando en un territorio peligroso por cuanto la promulgación de leyes de origen estrictamente humano, que desconozcan toda compatibilidad con la ley natural, nos puede hacer retroceder hasta etapas ya superadas por la humanidad. La tendencia a establecer leyes “igualitarias” por todas partes, calificando de “discriminadores” a quienes no las aceptan, implica reeditar, en forma encubierta, un proceso similar al que se impuso bajo los sistemas totalitarios.

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