miércoles, 23 de julio de 2014

La crisis que supimos conseguir

Cuando alguien critica la decadencia de una nación, tanto en el aspecto económico como en el político y cultural, es posible que reciba como respuesta que gobiernos anteriores fueron tan malos, o peores. De ahí que, en cierta forma, se le sugiere al ciudadano disconforme que le conceda al gobierno de turno una tolerancia similar. Luego, debemos esperar en silencio la llegada del próximo gobierno. Puede decirse que en la Argentina no pueden preverse las crisis por cuanto, quienes critican una nueva gestión, no serán escuchados y el rumbo se mantendrá firme hasta que nos enfrentemos con la dura realidad. Roberto Cachanosky escribió:

“Recuerdo que poco después de asumir Kirchner, un amigo –que por piedad no voy a nombrar- me reprochó que no podía ser tan bárbaro de criticarlo si recién había asumido el cargo. Mi respuesta fue: «Hay cosas que no hace falta ver para saber que existen». Ninguno de nosotros vio un átomo, pero sabemos que existe. De la misma manera, no es indispensable esperar un tiempo para advertir que ciertas políticas indefectiblemente van a fracasar. Y no es que sea un visionario, sino que simplemente tuve la suerte de leer y recorrer buena y extensa bibliografía y aprendí a discernir entre políticas públicas que son sustentables y aquellas que constituyen una especie de droga que genera un auge artificial para luego caer en la depresión. Eso es lo que hizo Kirchner desde el inicio. Drogó la economía con medidas artificiales, ayudado por el «viento de cola» del mundo que nos regalaba altos precios de los commodities, y hoy pagamos el costo de habernos dejado drogar. Por si fuera poco, nos dio una sobredosis que, si bien no es letal, dejará a muchos muy mal por un largo tiempo” (De “Por qué fracasó la economía K”-Editorial El Ateneo-Buenos Aires 2009).

El citado autor, junto a otros economistas, fue catalogado de “agorero” por no apoyar la orientación económica impuesta por el gobierno, ya que optó por aceptar lo que dice la mayor parte de los libros de economía. Si bien los detalles no son simples, puede decirse que, cuando Kirchner comenzó a emitir billetes a un ritmo superior al del crecimiento del PBI, fue incubando la inflación que tarde o temprano habría de aparecer. En tales libros se advierte que en dicho proceso se produce un comienzo muy “prometedor”, aunque al final llega la crisis (de lo contrario, todos los países lo emplearían).

La orientación que debe tomar un país debe ser independiente de la situación reinante en un momento, salvo medidas de emergencia. Si se trata de una crisis severa, o de un momento de bonanza económica, no se debe dejar de apuntar hacia la inversión productiva, hacia la reducción de gastos estatales superfluos y a una administración gubernamental responsable. Además, debe dejarse de lado el populismo que impide que salgamos de una persistente caída, aun con situaciones internacionales favorables.

En pleno siglo XXI, todavía es importante tener presentes al menos dos de los mandamientos del Antiguo Testamento: no robar y no mentir. Ni hablar de intentar cumplir con el mandamiento del Nuevo Testamento; el del amor al próximo, que deberá tener vigencia recién cuando hayamos alcanzado tal nivel de civilización que los mandamientos de Moisés sean cumplidos por la mayor parte de la población. Los mandamientos mencionados ni siquiera son respetados por los altos mandos del gobierno, ya que se adulteran los índices económicos nacionales e, incluso, el vicepresidente está acusado de presionar a los dueños de la empresa que confecciona el papel moneda para quedarse con ella. Si bien todavía no existe una sentencia firme, llama la atención que desde el mismo gobierno no saben decir de quién era la empresa que luego fue estatizada.

Si nos proponemos no mentir, pronto se esclarecerá el pasado y se podrán contemplar los errores políticos, económicos y culturales cometidos. Luego, cuando la sociedad deje de admirar a los peores políticos del pasado (aunque algunos hayan sido beneficiados en forma personal), será posible comenzar a vislumbrar un futuro mejor. Cuando la mentira y el robo generalizados nos avergüencen como integrantes de una sociedad corrupta, será posible comenzar a detener la sostenida caída de la nación.

Es oportuno citar la opinión de un intelectual europeo con bastante experiencia, tal el caso de Guy Sorman: “¿Y que hay allí dentro de la Argentina real? La que el kirchnerismo reduce a fino polvo, triturada por la corrupción política, el exilio de los empresarios más importantes, la descomposición económica y la indiferencia del mundo. El kirchnerismo, se me dirá, también es típicamente argentino; se ubica en la clara estela de una tradición caudillista que, desde la Casa Rosada, administra el país como si se tratara de la estancia familiar. Es cierto, pero ¿a qué razón misteriosa se debe que toda América Latina –salvo Venezuela y Bolivia, países muy aculturizados- se haya librado del caudillismo y no la Argentina, tan occidentalizada y globalizada? Más que buscar explicaciones históricas y culturales, me veo tentado a admirar el genio político de los Kirchner. Ellos entendieron como nadie cómo esclavizar a una nación mediante el uso sofisticado de los engranajes aparentes de la democracia. Comprendieron perfectamente que la era de las grandes ideologías estaba perimida y que el ejercicio del poder no exigía tanto grandes proyectos como un buen dominio de los hilos de la opinión”.

“A menudo se describe a los Kirchner como dinosaurios, como el último estertor de un pasado autoritario que en la Argentina no logra desaparecer del todo. Me veo tentado a imaginarlos también como ingenieros posmodernos, apolíticos y desideologizados. Cuando se desvanecen las ideas y los proyectos de una sociedad, quedan dos pilares del poder sobre los cuales se puede operar: las pasiones políticas y la compra de votos. La revancha histórica, el odio a los ricos, la exaltación de la identidad nacional (con la condición de no definirla)…los Kirchner entienden de eso. Por suerte quedan algunos generales deteriorados por la edad, algún economista con un pie en la tumba, listos para ser sacados del placard de la historia para resucitar el pasado oscuro”.

“A falta de guerra civil, los Kirchner la representan a fuerza de juicios: como escribió Karl Marx, la historia se repite pero como farsa. Para el kirchnerismo es esencial no entrar en una reconciliación nacional, ni siquiera en una búsqueda de la verdad histórica: necesitan reanimar viejos odios igual que los vampiros dependen, para sobrevivir, de la sangre de los otros. Esta vampirización de la historia no es exclusiva del kirchnerismo: también es posible encontrar sus rastros en España, cuando los socialistas empiezan a encontrarse con dificultades, y en Europa del Este, cuando la izquierda que alguna vez fue comunista se acerca al poder”.

“Pero los Kirchner, luego de jubilarse, podrían abrir una especie de academia de formación para potentados con crisis de inspiración. El otro fundamento del kirchnerismo es más clásicamente la compra de votos, que en diversos grados se practica en todas las democracias. En una democracia honesta, como Francia o EEUU, los votos se compran virtualmente mediante promesas y programas electorales. El desarrollo infinito y hoy ruinoso del Estado de bienestar está fundado en la suma de esas promesas electorales, categoría social por categoría social. Como decía Frédéric Bastiat, diputado francés en 1848: «El Estado es una ficción en la que cada uno cree que puede vivir a expensas de los demás»”.

“Ese motor de sufragios funciona siempre que el crecimiento económico lo alimente: apenas se detiene un poco el crecimiento, el Estado de bienestar se degenera en lucha de clases. En el caso argentino, la confiscación de la propiedad ajena y la redistribución con fines electorales conducen necesariamente a la lucha de clases, pues no hay suficientes ricos como para comprar a todos los pobres. Como la perennidad del kirchnerismo está indexada en la confiscación y la redistribución, los límites aparecen cuando ya no queda más para confiscar y redistribuir. La etapa definitiva sería la revolución comunista, que permitiría a todos los argentinos seguir siendo pobres pero estar juntos, con la excepción de los agentes del aparato”.

“Pero lo cierto es que uno puede pensar en ese modelo, puede acercarse a él, pero no se puede entrar en él. Así como Stalin comprendió que el comunismo sólo era realizable en un país con fronteras herméticamente cerradas, el kirchnerismo integral supondría una Argentina barricadizada y autárquica. Por eso los Kirchner llegaron demasiado tarde: alcanzaron los límites de la exacción posible. Seré claro: nunca me junté con los Kirchner, así que no tengo una opinión sobre ellos. Considero el kirchnerismo una categoría de la ciencia política, un fenómeno contemporáneo que merece ser analizado como tal. Ocurre que los Kirchner (que podrían llamarse de otro modo) comprendieron algo que sus adversarios políticos no: tienen una inteligencia del poder que sus opositores no dominan, al menos por el momento. Los Kirchner, pues, son menos culpables de «kirchnerizar» la Argentina que sus oponentes, que los dejaron hacerlo” (De “Wonderful World”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 2010).

Por lo general, los socialistas piensan en recibir de los demás, aunque nunca en dar algo de lo suyo. Esperan que el Estado confisque la propiedad de los ricos para redistribuirla entre el resto de la población. No piensan que también podrá ser confiscada una parte del sueldo de los trabajadores para dárselo a los más pobres (en el mejor de los casos). La popularidad del kirchnerismo ha bajado justamente por aplicar lo que todos esperan: confiscación y redistribución. El error radica en no advertir que existen personas con nivel de vida inferior al de los asalariados que pagan el impuesto a las ganancias.

Existen coincidencias entre la cultura populista y la socialista, y ellas coinciden con la “cultura del perro que muerde la mano de quien le da de comer”. En ambos casos se sataniza la figura del empresario, que es el principal actor en la economía capitalista. Tal es así que se considera, como función principal del político, llegar al poder para confiscar y redistribuir lo que producen las empresas (tal político nunca piensa en producir ni en repartir algo de su propio patrimonio), mientras que el hombre-masa apoya electoralmente a quienes prometieron tales acciones. Los países dominados por esta cultura (o mejor, anticultura) pocas posibilidades tienen de lograr el desarrollo.

La cultura del trabajo se ha perdido para darle paso a la cultura de la recepción de la ayuda social estatal. De ahí que la escala de valores en la Argentina sea encabezada por el político populista y finalizada con el empresario, mientras que en países con una cultura del trabajo consolidada, tal escala es encabezada por los empresarios y finalizada con los demagogos, que casi no tienen cabida. Guy Sorman escribió: “¿No habría que enseñarles economía a todos los franceses desde jóvenes? Así la economía se convertiría en un tema real y no mítico: el principio de realidad se impondría por sobre los políticos y ya no estaría permitido, por ejemplo, hacer creer que la reducción de la jornada laboral crearía empleo. La misma realidad económica, si se asumiera, dejaría a la vista que el gobierno francés, al agravar los gastos públicos en 2006, perjudicó el crecimiento. La derecha no dice nada al respecto por solidaridad política; la izquierda no dice nada porque está a favor del gasto público”.

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