domingo, 13 de diciembre de 2020

La justificación socialista del asesinato masivo

Es frecuente encontrar, aun en la actualidad, partidarios del socialismo que justifican los campos de trabajos forzados, y los asesinatos masivos, como una “necesidad inevitable” para establecer el socialismo y un supuesto progreso para las futuras generaciones. De ahí la peligrosidad que toda forma de socialismo presenta, es decir, no necesariamente los líderes socialistas actuales tendrán interés en volver a las épocas de Lenin y Stalin, pero poco de bueno es de esperar de quienes justifican los hechos mencionados.

A continuación se transcribe un artículo que analiza tanto los campos de trabajos forzados como la justificación que muchos socialistas les conceden:

POLVOS DE AQUELLOS LODOS

Por Octavio Paz

En 1947 leía yo, con frío en el alma, la obra de David Rousset sobre los campos de concentración de Hitler: Los días de nuestra muerte. El libro de Rousset me impresionó doblemente: era el relato de una víctima de los nazis pero asimismo era un lúcido análisis social y psicológico de ese universo aparte que son los campos de concentración del siglo XX. Dos años después Rousset publicó en la prensa francesa otra denuncia: la industria homicida prosperaba también en la Unión Soviética. Muchos recibieron las revelaciones de Rousset con el mismo horror e incredulidad de aquel que de pronto descubre una lepra secreta en Venus Afrodita.

Los comunistas y sus amigos respondieron airadamente: la denuncia de Rousset era una burda invención de los servicios de propaganda del imperialismo norteamericano. Los intelectuales “progresistas” no se portaron mejor. En la revista Les Temps Modernes, Jean-Paul Sartre y Maurice Merleau-Ponty asumieron una curiosa actitud (véanse los números 51 y 57 de esa revista, enero y julio de 1950). Los dos filósofos no trataron de negar los hechos ni minimizar su gravedad, pero se rehusaron a extraer las consecuencias que su existencia imponía a la reflexión: ¿hasta qué punto el totalitarismo estaliniano era el resultado –tanto o más que del atraso económico y social de Rusia y de su pasado autocrático- de la concepción leninista del partido? ¿No eran Stalin y sus campos de trabajos forzados el producto de las prácticas terroristas y antidemocráticas de los bolcheviques desde que conquistaron el poder en 1917?

Años más tarde, Merleau-Ponty trató de responder a esas preguntas en Las aventuras de la dialéctica, parcial rectificación de un libro que, al final de su vida, le pesaba mucho haber escrito: Humanismo y terror. En cuanto a Sartre: conocemos sus opiniones. Todavía en 1974 afirma simultáneamente, aunque lo deplora, la inevitabilidad de la violencia y de la dictadura. No de una clase sino de un grupo: “la violencia es necesaria para pasar de una sociedad a otra pero ignoro la naturaleza del orden que, quizá, suceda a la actual sociedad. ¿Habrá una dictadura del proletariado? A decir verdad, no lo creo: habrá siempre una dictadura ejercida por los representantes del proletariado, lo cual es algo completamente diferente…” (Le Monde, 8 de febrero de 1974).

El pesimismo de Sartre ofrece al menos una ventaja: pone las cartas sobre la mesa. Pero en 1950, presos en un dilema que ahora sabemos falso, los dos escritores franceses decidieron condenar a David Rousset: al denunciar el sistema represivo soviético en los grandes órganos periodísticos de la burguesía, su antiguo compañero se había convertido en un instrumento de la Guerra Fría y daba armas a los enemigos del socialismo.

En aquellos años yo vivía en París. La polémica sobre los campos de concentración rusos me conmovió y me sacudió: ponía en entredicho la validez de un proyecto histórico que había encendido la cabeza y el corazón de los mejores hombres de nuestro tiempo. La Revolución de 1917, como decía André Breton precisamente en esos años, era una bestia fabulosa semejante al Aries zodiacal: “si la violencia había anidado entre sus cuernos, toda la primavera se abría en el fondo de sus ojos”.

Ahora esos ojos nos miraban con la mirada vacía del homicida. Hice una recopilación y una selección de documentos y testimonios que aprobaban, sin lugar a dudas, la existencia en la URSS de un vasto sistema represivo, fundado en el trabajo forzado de millones de seres e integrado en la economía soviética. Victoria Ocampo se enteró de mi trabajo y, una vez más, mostró su derechura moral y su entereza: me pidió que le enviase la documentación que había recogido para publicarla en Sur, acompañada de una breve nota de presentación.

La reacción de los intelectuales “progresistas” fue el silencio. Nadie comentó mi estudio pero se recrudeció la campaña de insinuaciones y alusiones torcidas comenzada unos años antes por Neruda y sus amigos mexicanos. Una campaña que todavía hoy se prosigue. Los adjetivos cambian, no el vituperio: he sido sucesivamente cosmopolita, formalista, trotskista, agente de la CIA, “intelectual liberal” y hasta: “¡estructuralista al servicio de la burguesía!”.

Mi comentario repetía la explicación usual: los campos de concentración soviéticos eran una tacha que desfiguraba al régimen ruso pero no constituían un rasgo inherente al sistema. Decir eso, en 1950, era un error político; repetirlo ahora, en 1974, sería algo más que un error. Como a la mayoría de los que en esos años se ocuparon del asunto, lo que me impresionó sobre todo fue la función económica de los campos de trabajos forzados.

Creía que, a diferencia de los campos nazis –verdaderos campos de exterminación-, los soviéticos eran una forma inicua de explotación no sin analogía con el estajanovismo. Una de las “espuelas de la industrialización”. Estaba equivocado: ahora sabemos que la mortalidad de los campos, un poco antes de la Segunda Guerra Mundial, era del 40 % de la población internada mientras que el rendimiento de un prisionero era del 50% del de un trabajador libre. (Hannah Arendt, Le Système totalitaire, p. 281, París, 1972). La publicación de la obra de Robert Conquest sobre las grandes purgas (The Great Terror, Londres, 1968) completa los relatos y testimonios de los supervivientes –la mayoría comunistas- y cierra el debate. Mejor dicho: lo abre en otro plano. La función de los campos es otra.

Si la utilidad económica de los campos es más que dudosa, su función política presenta peculiaridades a un tiempo extrañas y repulsivas. Los campos no son un instrumento de lucha contra los enemigos políticos sino una institución de castigo para los vencidos. El que cae en un campo no es un opositor activo sino un hombre derrotado, indefenso y que ya no es capaz de ofrecer resistencia. La misma lógica rige a las purgas y depuraciones: no son episodios de combates políticos e ideológicos sino inmensas ceremonias de expiación y castigo.

Las confesiones y las autoacusaciones convierten a los vencidos en cómplices de sus verdugos y así la tumba misma se convierte en basurero. Lo más triste es que la mayoría de los internados en los campos no eran (ni son) opositores políticos: son “delincuentes” que pertenecen a todos los estratos de la sociedad soviética. En la época de Stalin la población de los campos llegó a sobrepasar los quince millones. Ha disminuido desde la reforma liberal de Kruschev y hoy oscila entre un millón y dos millones de personas, de las cuales, según los peritos en esta lúgubre materia, sólo unas diez mil pueden ser consideradas como presos políticos, en el sentido estricto de la palabra.

Es increíble que el resto –un millón de seres humanos- esté constituido por delincuentes, al menos en la acepción que damos en nuestros países al término. La función política y psicológica de los campos se esclarece: se trata de una institución de terror preventivo, por decirlo así. La población entera, incluso bajo el dominio relativamente más humano de Kruschev y sus sucesores, vive bajo la amenaza de internación. Asombrosa transposición del dogma del pecado original: todo ciudadano soviético puede ser enviado a un campo de trabajos forzados. La socialización de la culpa entraña la socialización de la pena.

(De “Las palabras y los días” de Octavio Paz-Fondo de Cultura Económica-México 2008).

2 comentarios:

agente t dijo...

Ni que decir tiene que el terror fue parte sustantiva del régimen soviético y que debió dejar gran impronta en la salud mental de todas las personas que vivieron en él. No se libró nadie, pues hasta los miembros del Comité Central tenían miedo de que el Secretario General los purgara. Baste recordar que Stalin agonizó durante horas sin que sus más próximos colaboradores se atrevieran a atenderle, y que no encontraron médicos que le hubiesen tratado antes porque estaban encarcelados acusados por Stalin de pertenecer a una conspiración sionista, y que los que finalmente acudieron le trataron con temor y de forma superficial por miedo a ser acusados de intento de asesinato si el dictador lograba salir con vida del trance.


Bdsp dijo...

Interesante el ejemplo de Stalin.....Recuerdo haber leído que sospechaba hasta de los médicos (creía Stalin que todo el mundo era asesino como él)....