sábado, 15 de diciembre de 2018

Fútbol y violencia

Es frecuente asociar la violencia evidenciada en eventos deportivos, como el fútbol, al deporte en sí, en lugar de hacerlo con los individuos que lo adoptan como medio para manifestar el odio que en ellos preexiste y que está motivado por causas ajenas al deporte. En la actualidad, los espectáculos deportivos, en la Argentina, se han transformado en laboratorios sociológicos en donde puede observarse todo tipo de anomia y actitudes cercanas al salvajismo.

Cuando en una sociedad está en crisis tanto el deporte como la educación, la política, la familia, la economía y toda institución o actividad que implique vínculos personales de algún tipo, claramente se advierte que es el individuo mismo quien está en crisis, y que la mejora en todos esos aspectos provendrá de una mejora ética individual y generalizada. Sin embargo, y para completar el cuadro, se advierte que el relativismo moral tiene plena vigencia, por lo cual una mejora ética generalizada resulta ser un objetivo con poco sentido práctico para la mayoría.

Quienes reglamentaron el fútbol en 1863, en la Universidad de Cambridge, Inglaterra, tuvieron la precaución de prohibir todo tipo de acción violenta, como codazos, zancadillas, empujones, etc. El objetivo fue establecer un deporte para caballeros en el que se destacarían los más hábiles, y no los más fuertes. Con el tiempo, y con su difusión por todo el mundo, se fue contaminando con los defectos morales propios de cada sociedad. De ahí que se llegó a decir que “el fútbol es un deporte de caballeros practicado por bestias, mientras que el rugby es un deporte de bestias practicado por caballeros”.

Un destacado intelectual reconoce que el ambiente futbolístico argelino le permitió aprender cosas positivas. Juan José Sebreli escribió: “Albert Camus, que jugó en su juventud en el equipo de fútbol argelino RUA, confiesa: «quería tanto a mi equipo, no sólo por la alegría de la victoria, tan maravillosa cuando está combinada con la fatiga que sigue al esfuerzo, sino también por el estúpido deseo de llorar en las noches luego de cada derrota» y asegura: «después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol, la aprendí con el RUA»” (De “Fútbol y masas”-Editorial Galerna-Buenos Aires 1981).

En el caso de la violencia en el fútbol, la gravedad de la situación no radica en la cantidad de barras bravas que la favorecen, sino en el hecho que el hincha promedio resulta ser un delincuente en potencia, es decir, que puede convertirse en delincuente si la situación le resulta adecuada. Durante el Mundial de Francia 98, dos hinchas argentinos, para no perderse un partido, asaltan a un revendedor de entradas. Luego, alguien de la Embajada argentina, responde en una entrevista periodística que “no había que hacerse mucho problema, porque eran personas normales, sin antecedentes”. Justamente, la gravedad del caso radica en que la persona normal es un delincuente en potencia.

En el ataque reciente al ómnibus con jugadores de Boca Juniors, se detuvo y penalizó a un hincha que tenía medios socioeconómicos suficientes para no ser un delincuente. Incluso un barra brava de River, encarcelado por asesinar a un hincha de ese club, vivía en un lujoso edificio indicando que tenía medios suficientes para no caer en actividades delictivas.

En cuestiones sociales, a veces resulta difícil distinguir entre causas y efectos. De ahí que puedan ser intercambiados a gusto personal a fin de fundamentar alguna hipótesis o creencia previamente sostenida. Así, para quienes no les gusta el fútbol, éste es el origen de la violencia social; mientras que quienes se oponen al sistema capitalista, culpan al sistema de haber destruido la “pureza” del fútbol. También se culpa al origen “burgués” del fútbol o a la esencia competitiva del deporte como origen de la violencia social. Sebreli escribió: “La irracionalidad del sistema capitalista se muestra al desnudo por el uso que se da al excedente económico –diferencia entre la producción de una sociedad y su consumo efectivo- en gastos absolutamente inútiles. Grandes cantidades de dinero son desviadas de la industria de base o de la solución de necesidades elementales de las masas –vivienda, alimentación, educación- para ser destinadas a superfluidades como el turismo organizado, el automovilismo y el deporte, entre otras actividades. El fútbol ocupa uno de los primeros lugares en esta industria de la basura”.

En realidad, el sistema capitalista tiene como función traducir eficazmente las demandas del público en ofertas concretas. Si el consumidor demanda bienes o servicios inútiles o superfluos, siempre alguien se los ofrecerá. De ahí que no sea el sistema económico el que determina lo que la gente desea, sino que son los líderes políticos o religiosos quienes deben convencer a la gente para que demande lo útil y deje de lado lo superfluo.

Existen semejanzas entre la violencia asociada al fútbol y la violencia política, ya que la actitud del barra brava es similar a la del fanático de algún movimiento populista o totalitario. En común presentan la necesidad de sentirse valiosos como personas siendo partes de algo más importante que ellos mismos. Mientras que la gente normal busca trascender sintiéndose partes de la humanidad, el fanático sólo se siente parte de un club de fútbol o de un movimiento político, los que le brindan la “ventaja adicional” de facilitarle destinar a adversarios o enemigos la producción diaria de odio y rencor. Sebreli escribió al respecto: “Esta estructura de la barra juvenil futbolística es análoga a la de la pandilla juvenil de los movimientos totalitarios: fidelidad al líder, adhesión al grupo hasta perder la propia individualidad, obediencia al ritual, agresividad hacia el adversario, total falta de sentido crítico, irracionalidad”.

“La agresividad hacia el contrario es en la barra un elemento tan necesario como la solidaridad entre sus miembros. La identificación negativa con el equipo contrario es el complemento de la identificación positiva con el propio, el odio la otra cara del amor. El carácter sadomasoquista del hincha se expresa por el lado masoquista como una necesidad de subordinación al líder de la barra que lo utiliza como instrumento pasivo, y por el lado sadista como necesidad de destrucción del adversario”.

“Cuanto más confuso es el sentimiento de identidad del hincha, más debe identificarse con signos exteriores y notorios –los colores del club, la camiseta, la insignia, el banderín y tanto más debe ser intolerante hasta la crueldad con el que ostenta los signos contrarios: tener la osadía de pertenecer a un cuadro distinto del suyo, es vivido como un ataque hacia él mismo, puesto que el club y él son una sola y misma persona”.

“La necesidad psicológica del exagerado conformismo y adaptación al endogrupo –el cuadro propio- exige el rechazo del exogrupo, los demás cuadros. La pasión futbolística es, por lo tanto, un impulso etnocéntrico elemental que concibe rígidamente al endogrupo –grupo humano primario, familia, barrio, barra- al que pertenece o con el cual se identifica como depositario de todas las virtudes, y al exogrupo –grupo al que no se pertenece- como representación de lo repudiable. Una de las formas que adopta el ataque al adversario es la burla colectiva del día lunes al hincha cuyo club perdió, por sus compañeros de trabajo o estudio”.

Un aspecto típico del relativismo moral radica en que lo bueno y lo malo no dependen de la acción en sí misma, sino de quien la realice. El hincha de fútbol aplaude al defensor de su equipo cuando, para resolver una situación del juego, tira la pelota afuera. Luego, pasados algunos minutos, emite chiflidos cuando un jugador del equipo adversario hace exactamente lo mismo. En la política se advierte algo parecido, ya que se alaba y aplaude toda decisión proveniente del líder aclamado. Pasado cierto tiempo, cambiado el gobierno, rechazará y protestará ruidosamente cuando esta vez el gobernante adversario tome decisiones similares a las que antes adoptó su líder. Cuando una sociedad adopta mayoritariamente el fanatismo político, termina aceptando y aclamando a las asociaciones mafiosas establecidas como partidos políticos como a los ineptos que poco ayudan a la solución de los graves problemas.

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