miércoles, 1 de febrero de 2017

Alma vs. cuerpo

En cada hombre existe una lucha interior que tiende a llevarlo a la búsqueda de lo espiritual o bien de lo material, simbolizados tales objetivos por al alma y el cuerpo, o el espíritu y la carne. En la tradición cristiana se asocia la virtud al alma y el pecado al cuerpo. Puede concretarse la cuestión aduciendo que las personas que, prioritariamente, buscan los valores afectivos e intelectuales tienden a desplazar su interés por las satisfacciones asociadas al cuerpo y sus sentidos, y viceversa.

La persona que prioriza la búsqueda de comodidades para su cuerpo y relega los aspectos afectivos, tiene la predisposición a no pagar sus deudas, o puede llegar intencionalmente a perjudicar a los demás, si es que ello le otorga algún beneficio monetario. Puede llegar al extremo de desinteresarse por la opinión que los demás tengan sobre él sin importarle que tanto sus amigos como el resto piensen que es un estafador, ya que los valores materiales perseguidos cubren todas sus expectativas.

El desplazamiento del Dios del espíritu por el falso dios de la riqueza y del dinero, constituye una característica predominante en la mayor parte de las épocas. La escala de valores que impera en una sociedad presiona a la gente a lograr éxitos materiales a cualquier costo, incluso hasta llegar a exponerse con todo cinismo a la opinión pública luego de haber cometido actos de corrupción, ya que conoce la actitud indulgente de quienes harían lo mismo en circunstancias similares.

Muchos conflictos familiares y sociales aparecen cuando el hombre limita su naturaleza humana y deja de ser un ser viviente con alma, o con aptitudes emocionales y culturales, para transformarse en un ser viviente que parece sólo tener órganos sexuales y que busca la felicidad en la satisfacción de los deseos corporales. Llega al extremo de no respetar el vínculo matrimonial propio como el de los demás, ya que está gobernado por la búsqueda de lo sexual o lo genital.

El conflicto entre alma y cuerpo es el problema humano más importante, y más antiguo, sobre el cual se han propuesto diversas soluciones. Una de ellas es la que exalta los valores afectivos o emocionales del hombre de tal manera que prevalezca en cada individuo la intención de compartir las penas y las alegrías de los demás como si fuesen propias, relegando a un segundo plano las satisfacciones y halagos de los sentidos, aunque sin renegar de ellos. No es lo mismo decir que existen valores en competencia (lo espiritual y lo material) y que uno vence al otro en una trabajosa contienda, a decir que uno de ellos carece de valor para que la competencia se gane por descarte y depreciación del rival.

La primera solución es la propuesta por Cristo en los Evangelios, mientras que la segunda es la originada por San Pablo apareciendo también en el Nuevo Testamento. Si bien Cristo reniega de los valores materiales adoptados por la gente, exalta los valores espirituales para que triunfen sobre los primeros. San Pablo, por su parte, trata de que lo espiritual “le gane” a lo corporal o material desconociendo sus valores intrínsecos, lo que lo lleva a denigrar al cuerpo, los placeres y al mundo social creado por el hombre.

Si bien ambas posturas conducen a lo mismo, existe una diferencia esencial entre decir: admito que los valores materiales y los goces de la vida son precisamente “valores”, pero rechazo su preeminencia sobre los valores espirituales; a decir que los valores materiales y los goces de la vida son malos y por lo tanto no son “valores”, debiendo tener vigencia sólo los espirituales.

Si a este conflicto lo vemos como un proceso inmerso en el “mercado de la felicidad”, Cristo parece ser un empresario que vende mercadería de buena calidad por lo que poco le preocupa la competencia. Por el contrario, San Pablo se parece al empresario que, en una competencia destructiva, trata de eliminar la competencia para vender mejor lo que él ofrece. La Iglesia Católica parece haber adoptado la versión pablista del cristianismo, en lugar del cristianismo original. En esa versión, pareciera que la virtud radica, no en el amor al prójimo, sino que aparece junto con la mortificación del cuerpo y la abolición de los deseos. Antonio Royo Marín escribió: “Existen en el cristiano dos partes componentes y opuestas: la carne y el espíritu; existen en él como dos hombres enemigos que se combaten entre sí: el hombre viejo y el hombre nuevo. El cristiano, ayudado de la gracia, debe hacer triunfar al espíritu sobre la carne, al hombre nuevo sobre el viejo. La salvación depende de esta victoria. La vida cristiana y el grado de perfección de cada uno se miden por el progreso del espíritu sobre la carne, del hombre nuevo sobre el viejo”.

“Escuchemos los gemidos de San Pablo a este propósito: «Yo sé que no hay en mí, esto es, en mi carne, cosa buena. Porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado, que habita en mí. Por consiguiente, tengo en mí esta ley: que queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega. Porque me deleito en la ley de Dios según el hombre interior; pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?»”.

“El trabajo del cristiano consiste en mortificar sin cesar su carne para hacer vivir el espíritu, despojarse cada vez más completamente del hombre viejo, que ha sido «crucificado» por Cristo por el bautismo, para revertirse del hombre nuevo”.

“El propio San Pablo «castiga duramente su cuerpo y lo reduce a servidumbre, por miedo a resultar descalificado después de haber adoctrinado a los demás»” (De “Historia de la espiritualidad cristiana”-La Editorial Católica SA-Madrid 1973).

Las prédicas de San Pablo pueden calificarse como luchas contra sí mismo, el demonio y el mundo. Además, propone el ideal de la virginidad. El citado autor agrega: “La lucha contra el demonio y el mundo, la mortificación de la propia carne, serán llevadas tanto más lejos cuanto la vida cristiana sea más intensa y el deseo de la perfección más grande. Hay una mortificación estrictamente necesaria para evitar las faltas «que excluyen el Reino de Dios». Y hay otra mortificación que sabe renunciar incluso a las cosas permitidas y que practican los fieles enamorados de un ideal de santidad más elevado que el del común de los cristianos. A éstos aconseja San Pablo la perfecta virginidad”.

Recordemos que la Inquisición justificaba el castigo corporal a los herejes para purificar sus almas. No se consideraban tales acciones (torturas o flagelaciones) sino como formas de eliminar los graves pecados que el hereje llevaba encima y que, por lo tanto, se ubicaban necesariamente en su cuerpo.

La moral cristiana busca perfeccionar la limitada moral negativa del Antiguo Testamento, ya que gran parte de los Diez Mandamientos no promueven hacer el bien sino no hacer el mal, que no es lo mismo. Con la postura de San Pablo, en cierta forma se vuelve hacia la moral negativa en la cual el mayor esfuerzo y dedicación del hombre no consiste en tratar de compartir las penas y las alegrías ajenas sino en auto-castigarse para lograr de esa manera su perfección. Ignace Lepp escribió: “Todas las morales presentes o pasadas insisten en la necesidad para el hombre de mortificarse y de sacrificarse, de consentir renunciamientos y penitencias: sólo a ese precio estaría a su alcance la perfección moral e incluso podría aspirar a la suprema perfección que es la santidad”.

“No ignoramos ni desconocemos el valor moral de la ascesis, de las penitencias y los renunciamientos. Pero no nos parece que deba insistirse en ellos para establecer la moral del hombre que tiende hacia la autenticidad existencial. Una buena parte de la elite humana ha vuelto sus espaldas a la moral religiosa tradicional precisamente porque siente que es demasiado negativa, que no lo ayuda en sus esfuerzos”.

“Debido a los muy numerosos abusos a que ha dado lugar la ascesis en el pasado, importa insistir en que ni los sacrificios ni los renunciamientos son morales en sí; sólo son medios cuyo valor moral depende del fin a que sirven. Así la penitencia tiene un elevado valor moral cuando comporta una verdadera metanoia, es decir, un cambio de orientación en la vida. Pero todo director de conciencia sabe que a menudo sólo sirve de pretexto a tendencias masoquistas más o menos conscientes”.

“En sí mismo, renunciar a una cosa o a un acto que nos parece bueno, útil o simplemente agradable, no es para nada moral. A menudo, tal desprendimiento es más o menos neurótico, y cuando comporta, como es frecuentemente el caso, desprecio hacia lo que es hermoso y bueno, debe ser considerado inmoral. Tampoco es raro que tras la apariencia virtuosa de desprendimiento y renuncia se escondan el orgullo y la avaricia” (De “La nueva moral”-Ediciones Carlos Lohlé-Buenos Aires 1964).

También San Pablo advierte que los renunciamientos son sólo medios, no objetivos en sí mismos. Al respecto escribió: “Si hablando lenguas de hombres y de ángeles no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Y si teniendo el don de profecía, y conociendo todos los misterios y toda la ciencia, y tanta fe que traslade los montes, si no tengo caridad, no soy nada. Y si repartiere toda mi hacienda y entregase mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha”.

“La caridad es paciente, es benigna, no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera”.

“La caridad no pasa jamás. Las profecías tiene su fin, las lenguas cesarán, la ciencia se desvanecerá. Al presente, nuestro conocimiento es imperfecto, y lo mismo la profecía; cuando llegue el fin, desaparecerá eso que es imperfecto. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a ser hombre, dejé como inútiles las cosas de niño. Ahora vemos por un espejo y oscuramente, entonces veremos cara a cara. Al presente conozco sólo en parte, entonces conoceré como soy conocido. Ahora permanezcan estas tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad, pero la más excelente de ellas es la caridad” (Citado en “Historia de la espiritualidad cristiana”).

Mientras que Cristo saca a la luz sus dos mandamientos (amor a Dios y al prójimo) que estaban escondidos u ocultos en el Antiguo Testamento entre una gran cantidad de información de menor relevancia, los escritos de San Pablo, bastante menos simples, parecen querer relegarlos aunque esta vez en el Nuevo Testamento. Mientras que el amor al prójimo es un mandamiento concreto, efectivo y prioritario, el rodeo paulista de luchar contra el cuerpo y contra el mundo, tiende a ser bastante menos efectivo.

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