miércoles, 27 de julio de 2016

Derrame directo vs. derrame indirecto (Estado benefactor)

Quienes critican la “teoría del derrame directo” de la riqueza, a través del intercambio en el mercado, aducen que tal proceso es ineficaz por cuanto la riqueza no llega a todos. Los sectores liberales aducen, por el contrario que, luego que el sector productivo genere suficiente riqueza, ésta llegará, vía mercado, a todos los sectores. Si ello no ocurre será porque no existe suficiente producción o suficiente cantidad de empresarios; situación que caracteriza a los países subdesarrollados.

Los que critican al derrame directo, descartan que la ausencia de empresarios capaces y honestos sea la causa que impide una aceptable distribución, sino que “acusan” a la economía de mercado como la “culpable” de este problema. Por ello proponen alguna forma de socialismo, como el denominado Estado benefactor, que tiene como principal misión confiscar parte de las ganancias del sector empresarial para luego redistribuirla entre los “marginados por el mercado”. Puede hacerse un esquema de ambas propuestas:

Derrame directo: Productores intercambian con consumidores (El Estado garantiza el intercambio)
Derrame indirecto: Productores entregan su producción al Estado; el Estado redistribuye esa producción

Supongamos que, en una economía de mercado, a una empresa (luego de pagar sueldos, impuestos, etc.), le queda una ganancia de 100 unidades monetarias. Los accionistas de dicha empresa invertirán parte de esa ganancia y consumirán el resto. Supongamos que los porcentajes sean los siguientes:

Inversión: 60% - Consumo: 40%

La inversión productiva genera mayor cantidad de empleos o bien eleva los sueldos de los empleados existentes (si se trata de una reinversión en la misma empresa). Veamos ahora lo que sucede cuando interviene el Estado benefactor; luego de confiscar parte de esas ganancias, reduce la disponibilidad de recursos de los accionistas de la empresa y los porcentajes pueden variar de la siguiente forma:

Inversión: 30% - Consumo: 20% - Estado benefactor: 50%

Ahora es el Estado quien dispone de gran parte de los recursos que antes pertenecía al sector productivo. Sin embargo, el cambio más importante radica en que disminuyó la inversión. El país habrá de crecer menos, habrá menor cantidad de puestos de trabajo productivos (y habrá mayor cantidad de puestos estatales; generalmente improductivos o superfluos). También es posible que, ante una mayor presión fiscal, el empresariado limite sus actividades productivas o bien emigre hacia países con menor presión tributaria.

En este ejemplo elemental puede observarse que el “derrame indirecto” (por medio del Estado benefactor) tiende a reducir la producción y a empeorar las cosas. Desalienta al productor y alienta al parásito social. Por el contrario, el “derrame directo” tiende a estimular la producción y a desalentar la vagancia. Juan Llach escribió: “La crisis del Estado Benefactor afecta a su eficiencia, los incentivos a producir y su eficacia para mejorar la equidad social. Algunos de sus aspectos más relevantes podrían sintetizarse así: el Estado Benefactor se lleva hoy mucho dinero, y se lo lleva en proporción creciente para fines distintos de los que justificaron su existencia”.

“¿Cómo podemos saber que el Estado Benefactor se lleva, realmente, «demasiado dinero»? Intuitivamente podemos ver, en primer lugar, que la «cuña» interpuesta por el Estado Benefactor ha diluido demasiado el vínculo entre los esfuerzos o productividades del capital y del trabajo, por un lado, y el acceso de sus propietarios a los frutos de ese esfuerzo, por otro lado”.

“Es cierto que todos los que pensamos que el Estado tiene que cumplir un papel importante en el logro de una mayor equidad social debemos aceptar necesariamente impuestos que ponen una distancia entre los esfuerzos y los beneficios. Pero al mismo tiempo deberíamos reconocer que, en el Estado Benefactor, esa distancia es ya demasiado grande, porque quita incentivos a trabajar y producir a quienes son «pagadores netos» de recursos al Estado, y a veces también a los que son «receptores netos» y carecen de motivación suficiente para procurarse más recursos”. “Sin notarlo, y muy especialmente en los países desarrollados, se le fue, pues, atribuyendo al «Estado» la potestad para «producir» el bienestar con creciente independencia de lo que cada uno aportara al producto social y aun con cierta distancia de las necesidades de cada uno” (De “Otro siglo, otra Argentina”-Ariel-Buenos Aires 1997).

Otro aspecto a considerar es que las distintas generaciones se ven afectadas de distinta manera por tal proceso. El citado autor agrega: “La «producción» estatal del bienestar se basó cada vez más en el endeudamiento, comprometiendo el crecimiento e hipotecando por una doble vía el bienestar de las generaciones futuras; menos posibilidades de progresar, y más deudas. En el mismo sentido actuó la degradación del medio ambiente”.

“Nada menos que Paul Samuelson, economista keynesiano ilustre como pocos, reconoce en un artículo llamativamente titulado «¿Quién paga el futuro?»: «Mi generación, la de la época previa a la Segunda Guerra, fue doblemente afortunada. Gastamos casi todos nuestros ingresos en bienes necesarios y en lujos. Y cuando dejábamos de trabajar volvíamos a recibir un nuevo ingreso mínimo…Lo que los EEUU deben empezar a hacer –lo que Europa y Japón deben hacer- es mirar las reformas de Chile. El seguro social, con ‘S’ mayúscula, debe mantener al sector más pobre de la sociedad. Para los otros dos tercios todavía necesitamos la coacción que ordena ahorrar para el futuro»”.

“Esta hipoteca del futuro se ve con singular claridad en el nuevo enfoque de la contabilidad generacional, desarrollado por Auerbach y Kotlikoff en los EEUU. Pese a que es un país en el que la hipoteca del futuro no se llevó tan lejos, ellos calculan que mientras una persona de 70 años recibirá del Estado, de aquí en más, U$S 55.800, un joven de 20 años será un pagador neto al Estado por la suma de U$S 148.100, todo a valores de hoy. El principal supuesto del cálculo es que los beneficios vigentes se mantienen, pero que los impuestos se aumentan para que la política fiscal sea sostenible”.

“El proyecto estatal moderno, especialmente en los países desarrollados, y muy especialmente en Europa, se basó así en una falta de solidaridad entre las generaciones, y su desarrollo aparentemente ilimitado descansaba en una ilusión social”.

“Las cuentas sólo «cerraban» con un endeudamiento insostenible y, con diferencias apreciables entre los países, los logros de la «feliz asociación» se basaron en buena medida en un «paga Dios», un Dios bien terreno y presente en todos a los que se les prometió lo imposible, como los jubilados futuros, o en los chicos y jóvenes que deberán sacrificar parte de su bienestar para «pagar la fiesta» de sus mayores”.

Si el “derrame directo” (o distribución vía mercado), con sus limitaciones y desventajas, resulta ser el sistema económico menos malo, ello se debe a que se trata de un proceso natural autorregulado que se optimiza justamente haciendo uso de la ética natural implícita en las leyes psicológicas que rigen nuestra naturaleza humana. Por el contrario, los sistemas de tipo socialista se fundamentan en una actitud hipócrita de quienes son “generosos” repartiendo lo ajeno, o lo que otros producen, o bien fundamentado en el descaro de quienes pretenden vivir a costa del trabajo ajeno. Además, la forma en que las ideas socialistas se instalan en la sociedad se debe esencialmente a la difamación del sector productivo a través de una injusta generalización que no es otra cosa que una evidente discriminación social cuyos efectos no han sido, históricamente hablando, menores que los ocasionados por la discriminación racial.

Irving Kristol describe la mentalidad socialdemócrata imperante en el gobierno que sumió a New York en una grave crisis social y económica en los años 70: “Uno podría llamar a esta ideología la política de la compasión, o la política de la filantropía, o la política de la conciencia, o, quizás, simplemente, la política de la socialdemocracia. En verdad no disponemos de un nombre exacto y aceptable para clasificarla; sin embargo, tenemos una concepción lo suficientemente clara de ella. En realidad, su premisa básica ha sido brillantemente expresada por un distinguido filósofo de Harvard, John Rawls, en su libro A Theory of Justice…..”.

“Esta premisa afirma que las desigualdades económicas y todas las políticas sociales son justificadas sólo en la medida en que beneficien a los pobres y los ayuden a igualarse a los demás. Los neoyorkinos de la alta clase media se adhirieron con entusiasmo a esta premisa igualitaria mucho antes de que Rawls la definiera. Los frutos reales de ese principio, en el caso de la ciudad de New York, constituyen un fascinante experimento intelectual y social”.

“Los resultados del experimento son concluyentes, y yo afirmaría que demuestran que la premisa mencionada es la fórmula del desastre…Todo lo que el principio de ‘imparcialidad’ sostenido por Rawls significa, en efecto, es que nuestra sociedad se concentrará en lograr aparentes beneficios a corto plazo, destinados a los pobres. Esto resulta recomendable para la gente y los políticos de mentalidad ‘liberal’ [autodenominación utilizada por los socialdemócratas de EEUU], que no solamente desean hacer el bien, sino sentirse buenos y aparentar ser buenos mientras hacen el bien. El resultado final es una especie de ‘liberalismo’ [socialdemocracia] infantil que busca la gratificación inmediata, espiritual y política, mientras prepara el terreno para la frustración permanente…”.

“Para todos los que miran objetivamente la situación por la que pasa New York, es evidente que lo que los pobres de la ciudad necesitan es que haya más empleos. Por lo tanto, la principal política social de New York debería ser retener las fuentes de trabajo y crear nuevas. Desgraciadamente, alcanzar ese propósito significaría favorecer, a corto plazo, a los que no son pobres, es decir, a los hombres de negocios y a las empresas. Semejante política es totalmente repugnante para los que tienen un inflamado sentido de la compasión social, ya que si bien redundará en bien para los pobres, no hará bien a aquellos hombres y mujeres de holgada posición que necesitan sentirse buenos mientras otros los ven hacer el bien a los pobres. Semejante gente no puede posponer sus gratificaciones morales. Se trata, en verdad, de una forma de delincuencia moral desencadenada por una especie de elefantiasis del sentimiento moral, que hace que el estado mental de New York sea tan autodestructivo”.

“En lugar de favorecer la creación de empleos, la elite ‘liberal’ [socialdemócrata] de New York ha favorecido la destrucción de fuentes de trabajo en nombre de la reforma social… “.

“A menos que este estado mental se reforme, la ciudad se moverá inexorablemente hacia ese destino que parece haber elegido: ser un teatro moral para los acomodados y una reserva urbana para los pobres. Y todo eso existirá en nombre de la igualdad” (Citado en “La hora de la verdad” de William E. Simon-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1980).

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