miércoles, 10 de septiembre de 2014

Pecados y pecadores

Toda forma de vida avanza y se perfecciona en base al proceso de prueba y error. De ahí que, aun en los mejores casos, la vida de un hombre implica un mejoramiento personal que se va consolidando a partir de una continua corrección de los errores cometidos. Incluso algunas importantes figuras de la cultura universal cometieron serios errores, o pecados, en las primeras etapas de su vida para, posteriormente, ser advertidos por la propia conciencia revirtiendo luego el camino equivocado. La principal tarea de la religión es la conversión desde el pecado a la virtud; ya que sin pecados ni pecadores no sería necesaria. René Fülöp-Miller escribió: “Un niño, que ya no era un niño; un hombre, aunque no completamente un hombre… cometía travesuras más o menos inocentes de un muchacho entregado turbulentamente a los excesos desenfrenados de la juventud. Las malas compañías que frecuentó no dejaron de influir también. Cuando niño solía entrar a hurtadillas en la bodega y despensa de sus padres para poder sobornar a sus compañeros de juego; ahora robaba por el manifiesto deleite de hacer el mal”.

“Un vívido relato de lo que antecede se encuentra en las «Confesiones» de San Agustín: «Había un peral cerca de nuestro viñedo, cargado de fruto, que no tentaba ni por su color ni por su gusto. Para saquearlo, varios de mis perversos amigos llegaron a deshora de la noche, y se apoderaron de grandes cantidades, no para comerlas nosotros, sino para arrojarlas a los cerdos. Fue un acto vil, y tuve gusto en ello, pues mi placer no estuvo en aquellas peras, sino en la ofensa misma, que causaba la compañía de los amigos pecadores»” (De “Santos que conmovieron el mundo”-Espasa-Calpe Argentina SA-Buenos Aires 1946).

Cuando una persona carece de empatía, no puede compartir el sufrimiento de los demás, siendo capaz de hacer daño a otra sin sentir culpa alguna. Incluso hasta puede llegar a sentir cierta alegría por el sufrimiento ajeno. Cuando existe empatía, por el contrario, surge el sentimiento de culpa, ya que aparece, quizás escondida en alguna parte, cierta capacidad para compartir el sufrimiento ajeno. Y si la persona no siente culpa por los males que provoca, ha de ser castigada de alguna forma por la sociedad, o por las penalidades que imponen las leyes, para compensar esa ausencia.

Si bien la empatía tiene un fundamento biológico en las neuronas espejo, la ausencia de culpa podría provenir del mal funcionamiento de tales neuronas. Sin embargo, los afectos, o su carencia, no dependen sólo de nuestra constitución genética heredada, ya que nuestra conducta también depende del condicionamiento producido por la información que tenemos depositada en nuestra memoria. De ahí que muchos pecadores hayan podido convertirse en justos a partir de una reelaboración de las ideas dominantes en su mente.

También la ciencia experimental progresa en base a prueba y error. La experimentación, justamente, es el “detector de error” que compara una hipótesis formulada con la realidad que pretende describirse. De ahí que sorprenda que algunos libros traten acerca de los “errores de los científicos”, ya que resulta tan obvio como hablar de los pecados en los seres humanos, ya que los errores son inherentes tanto a la ciencia como a la naturaleza humana.

De todo esto surge la justificación de cierto principio de tolerancia hacia los errores ajenos, por cuanto cada uno de nosotros también espera tolerancia por los nuestros. Sin embargo, la tolerancia normal se establece cuando se observa que se busca eliminar los errores; de lo contrario estaríamos estableciendo un proceso de facilitación del error ajeno, impidiendo un posible mejoramiento de quien incurre en faltas.

El sentimiento de culpa tiende a proteger a la sociedad de la misma manera en que el miedo tiende a protegernos a nosotros mismos. Mientras que mucho miedo nos paraliza, muy poco miedo nos lleva a autodestruirnos. En forma semejante, mucha culpa nos deprime, pero muy poca culpa nos conduce a una posible destrucción mutua. Marcos Aguinis, personificando la Culpa, escribió: “Mi presencia en una porción del psiquismo humano para equilibrar a otros es, pues, imprescindible para que sobrevivan las sociedades y hasta el mismo planeta. Yo, la Culpa –en dosis adecuadas-, ayudo a controlar, sublimar y razonar impulsos que anhelan su satisfacción inmediata y plena. No digo que estos impulsos sean siempre malos, digo que si no se resignan a un límite dañarán inevitablemente al conjunto. Y este límite no se respeta con sólo mostrarlo, tampoco ha servido de mucho la publicidad del altruismo. Sólo yo, la Culpa, con mis imperfecciones y torpezas, he conseguido detener la masacre primitiva y transformarla en acuerdo fundacional. Es cierto, por otro lado, que yo también debo contenerme, pero sobre la causa de mis desbordes aún tengo secretos que develaré más adelante….” (Del “Elogio de la Culpa”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 2009).

La dignidad de un hombre está asociada, entre otros aspectos, a la culpa que puede sentir cuando sus acciones perjudican a otros. La falta de dignidad, por el contrario, surge cuando el individuo no siente el menor remordimiento luego de que sus actitudes o sus acciones ocasionaron algún perjuicio a otra persona. Quien siente culpa, tratará de evitar tal tipo de castigo en contra de si mismo evitando en lo posible perjudicar a otros. Quien no teme la voz de su conciencia, ha deteriorado su esencia social y ha perdido parte de su dignidad, por cuanto, al no existir el castigo interior, poco o ningún esfuerzo realizará para mejorar como persona.

Mientras que en épocas pasadas la influencia entre las personas era directa, las tecnologías informáticas han permitido que la influencia tenga carácter masivo. Los medios de comunicación se han convertido en amplificadores de pecados y de pecadores, sin que se los deba culpar por el mal uso que muchas veces se les da. Como ejemplo puede mencionarse el caso de Damián Szifrón quien manifestó en un programa de televisión (“Almorzando con Mirta Legrand”): “Yo, si hubiese nacido muy pobre, en condiciones infrahumanas, si no tuviera las necesidades básicas cubiertas, creo que sería delincuente más que albañil”. Para estimar un posible efecto de tal expresión, debe tenerse presente que existe un 42,6% de jóvenes del Gran Buenos Aires que vive en la pobreza, mientras que en el país ese porcentaje es del 38,8% (Diario La Nación-Buenos Aires 10/09/14). Luego, si en lugar de optar tales personas por una vida digna, buscando un trabajo decente, siguieran el consejo de tal personaje, aumentaría el delito en forma alarmante. No sólo el daño sería para las víctimas inocentes de la violencia promovida por los izquierdistas, sino que conduciría a la degradación permanente de quien vive en la delincuencia. El pobre es un ser humano que debe ser contemplado como tal antes de ser usado como un simple objeto para combatir a favor de los resentidos que tratan de destruir la sociedad con la intención adicional de destruir el “sistema capitalista”.

Así como es posible realizar una teoría de los pecadores, mediante una clasificación de los mismos según los errores cometidos, resulta mucho más simple establecer una teoría de los pecados. Para ello deben tenerse presente las dos tendencias básicas de las acciones humanas: cooperación y competencia. La primera está exenta de pecado, por cuanto implica compartir las penas y las alegrías de los demás como propias. De ahí que nadie ha de matar, robar o mentir, a alguien relacionado bajo ese vínculo afectivo.

El pecado está asociado a la presencia de una actitud que impide compartir los estados emotivos ajenos, incluso a veces cambiando las alegrías ajenas por tristeza propia y tristezas ajenas por alegría propia. Ante tal actitud se abren todas las alternativas para perjudicar a los demás e incluso a uno mismo, aunque en un primer momento no se advierta tal posibilidad.

En cuanto a los considerados “pecados capitales”, se los menciona: a) Soberbia, b) Avaricia, c) Lujuria, d) Envidia, e) Gula, f) Cólera y g) Pereza. El primero mencionado, la soberbia, es el único que no permite su corrección, de ahí su gravedad, ya que el soberbio desconoce toda instancia superior, siendo su propio parecer la única referencia que considera válida. Es la actitud del que, cada vez que habla con alguien, parece descender desde un pedestal imaginario al nivel de los simples mortales. Emilio Mira y López escribió: “Hay quien confunde la soberbia con el «orgullo», mas es, en realidad, distinta de él. Es, casi puede decirse, su «bastarda imitación exhibicionista». En efecto, mientras el auténtico orgulloso –autosatisfecho- trata de disimular ese defecto, el soberbio lo escupe ante quien lo contempla: en su voz ahuecada, en sus gestos y ademanes altaneros, en su porte un tanto provocativo y en su actitud despectiva, se manifiesta esta constante agresión previa al ambiente. Cuando se rinde pleitesía al soberbio no nos agradece la sumisión, como hace el vanidoso, pues éste está seguro de su valor y su poder, en tanto aquél, en su intimidad, sabe que solamente es capaz de representarlo”.

“Ahora bien: no cuesta mucho ver que la soberbia representa el último grado o fase del proceso de «autogratificación» que siempre –siempre- se exacerba y destaca como reacción secundaria a una decepción o frustración personal. Si el soberbio «habla fuerte» es porque alguna vez quedó mudo; y es la cólera acumulada en aquella ocasión la que ahora rellena e hincha sus músculos, tensa su quijada, yergue su cabeza y da exceso, a veces ridículo, de amplitud mayestática a sus movimientos. La soberbia es, pues, un «corsé» psíquico; dentro de él, en realidad, se debate un alma insatisfecha que a fuerza de engañarse llegó a creerse valiosa, pero que se siente vulnerable y rodeada de «envidiosos», que solamente existen en su imaginación. Ha sido Alfred Adler quien mejor ha puesto de manifiesto que este proceso de supercompensación del fracaso (la llamada «protesta viril») puede llegar, no sólo a la vanidad sino a la soberbia, pero siempre lleva la inconfundible tensión afectiva, el malestar y la falta de paz que caracteriza la presencia subyacente de la ira” (De “Cuatro gigantes del alma”-Librería “El Ateneo” Editorial- Buenos Aires 1957).

La soberbia va acompañada de la ignorancia. Por ello resulta difícil imaginar que alguien, que conoce los grandes aportes a la ciencia y a la cultura universal, no haya advertido el abismo mental existente entre el innovador y el hombre común. Luego, quien posee una cultura media, raramente ha de mostrar vanidad, orgullo y mucho menos soberbia; seguramente de allí provenga la habitual “humildad del sabio”.

Se considera a Cristo como el salvador del hombre respecto de sus pecados, ya que sus sugerencias éticas implican evitar el castigo mutuo y propio que se infligen los seres humanos. Pero para eludir este flagelo, no basta con “creer” en la validez del cristianismo, sino en cumplir efectivamente con la actitud cooperativa implícita en el “Amarás al prójimo como a ti mismo”.

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