domingo, 5 de julio de 2015

Conocer, saber y creer

Nos resulta imprescindible conocer el mundo que nos rodea teniendo presente la acción posterior que hemos de realizar, por lo que constituye un proceso inherente a nuestra supervivencia y resulta ser un objetivo primario de la evolución biológica. Buscando nuestra adaptación, tanto a la sociedad como al orden natural, y guiados por una “saludable” curiosidad, establecemos nuestra individualidad en el marco de la vida inteligente. Tal proceso se establece mediante ensayo y error, para poder guardar en la memoria, en forma organizada, las experiencias adquiridas. “El conocimiento es el acto por el cual el sujeto se adueña (mentalmente) de un objeto para descubrir sus propiedades”. “«No hay nada en el espíritu que no haya estado previamente en los sentidos», es la consigna del empirismo”. “A nivel empírico, es decir, a nivel de la experiencia familiar que tenemos de las cosas, del mundo y del otro, se trata entonces del conocimiento espontáneo, esencialmente de origen perceptivo y afectivo, y cargado de prejuicios procedentes del sentido común; es un conocimiento impuro” (De “La Filosofía” de André Noiray y otros-Ediciones Mensajero-Bilbao 1974).

El conocimiento natural es, por lo general, desorganizado, por cuanto consiste en una amplia colección de datos aislados, de tipo enciclopédico en el mejor de los casos, que sólo puede abarcar una muy pequeña cantidad de información del total disponible. Debemos tener presente que los mejores matemáticos, con algunas excepciones, sólo conocen con amplitud una de las treinta ramas en que se divide su ciencia. Considerando la existencia de las restantes ciencias, el conocimiento disponible resulta imponente y opresivo ante nuestros deseos de conocer la realidad. Incluso ya en la década de los sesenta, un docente técnico se lamentaba por cuanto ni siquiera podía seguir de cerca los avances de la electrónica de ese entonces.

Existe también, para nuestra tranquilidad, el conocimiento organizado, que consiste en un resumen basado en unos pocos principios, o axiomas, que permitirá luego la deducción de mucha información adicional. Lo interesante de esta posibilidad radica en que, mientras mayor sea la cantidad de información organizada que dispongamos, menor cantidad de datos poco organizados deberemos retener en nuestra memoria. Así, un buen conocer de las reglas y tácticas del ajedrez, con la ayuda de una buena memoria artificial (biblioteca), podrá conocer y admirar las grandes partidas ejecutadas a través de la historia de ese deporte. Respecto del empleo de principios, José Ortega y Gasset escribió: “Formal o informalmente, el conocimiento es siempre contemplación de algo a través de un principio. En la ciencia esto se formaliza y se convierte en método o procedimiento deliberado: los datos del problema son referidos a un principio que los «explica». En filosofía esto se lleva al extremo, y no sólo se procura «explicar» las cosas desde sus principios, sino que se exige de estos principios que sean últimos, esto es, en sentido radical de «principios»”.

“El hecho de que a estos principios radicales, a estos «principísimos», acostumbremos a llamarlos «últimos», revela que en el estado habitual de nuestra vida cognoscente nos movemos dentro de una zona intermedia que no es el puro empirismo o ausencia de principios, pero tampoco es estar en los principios radicales, sino que éstos nos aparecen remotos, situados en el extremo del horizonte mental, como algo a que hay que llegar y junto a lo cual no se está”. “Otras veces –inversamente- los llamamos «primeros» principios. Obsérvese que al decirlo o pensarlo hacemos con la cabeza un ligero movimiento, o un conato de él, hacia lo alto. Y es que, en efecto, al llamarlos primeros, y no últimos, tampoco los aproximamos a nosotros, sino que también los alejamos, sólo que ahora en dirección vertical. En efecto: localizamos los principios en lo más alto: en el cielo, y de él, en el cenit”.

“La filosofía, que es el radicalismo o extremismo intelectual, se resuelva a llegar por el camino más corto a esa línea última donde los principios últimos están, y por eso no es sólo conocimiento desde principios como los demás, sino que es formalmente viaje al descubrimiento de los principios” (De “La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1958).

Podemos denominar “saber” al conocimiento organizado axiomáticamente, para distinguirlo del conocimiento común, con la idea de considerar a la sabiduría como el peldaño superior del conocimiento. De todas formas, la necesidad de axiomatizar, o de encontrar principios que sustenten al conocimiento, surge de una manera natural en quienes tengan gran curiosidad por saber acerca de algún tema en especial. Se reserva el calificativo de genio a quienes tienen la creatividad suficiente como para hacer aportes innovadores al caudal de conocimientos existentes, siendo la invención sustentada por la misma curiosidad que promueve el conocimiento. De ahí que la “escala de valores” del conocimiento pueda considerarse, en sentido ascendente, conformada por ignorantes, cultos, sabios y genios. Esta valoración tiene validez para un campo del saber, pudiendo un individuo cambiar de “categoría” en otros ámbitos. José Ortega y Gasset escribió:

“La especialización comienza, precisamente, en un tiempo que llama hombre civilizado al hombre «enciclopédico». El siglo XIX inicia sus destinos bajo la dirección de criaturas que viven enciclopédicamente, aunque su producción tenga ya un carácter de especialismo. En la generación subsiguiente, la ecuación se ha desplazado, y la especialidad empieza a desalojar dentro de cada hombre de ciencia a la cultura integral. Cuando en 1890 una tercera generación toma el mando intelectual en Europa, nos encontramos con un tipo de científico sin ejemplo en la historia. Es un hombre que de todo lo que hay que saber para ser un personaje discreto, conoce solo una ciencia determinada, y aun de esa ciencia solo conoce bien la pequeña porción en que él es activo investigador. Llega a proclamar como una virtud el no enterarse de cuanto quede fuera del angosto paisaje que especialmente cultiva, y llama «dilettantismo» a la curiosidad por el conjunto del saber”.

“El caso es que, recluido en la estrechez de su campo visual, consigue, en efecto, descubrir nuevos hechos y hacer avanzar su ciencia, que él apenas conoce, y con ella la enciclopedia del conocimiento, que concienzudamente desconoce. ¿Cómo ha sido y es posible cosa semejante? Porque conviene recalcar la extravagancia de este hecho innegable: la ciencia experimental ha progresado en buena parte merced al trabajo de hombres fabulosamente mediocres, y aun menos que mediocres” (De “La rebelión de las masas”-Editorial Planeta-De Agostini SA-Barcelona 1984).

Cuando el hombre renuncia a lograr, al menos, una parte del conocimiento disponible actualmente por la humanidad, y aun así pretende pasar por hombre culto, se limitará a repetir lo que algún ideólogo ha elaborado sin atenerse al trabajo intelectual requerido para lograr un sistema cognitivo compatible con la realidad. De ahí surge la creencia y el sometimiento intelectual asociado a aquellas actividades cognitivas que son incompatibles con la ciencia experimental y con la realidad.

Es indudable que el hombre necesita disponer de una ideología de adaptación que lo integre al orden natural en lugar de alejarlo. Esa integración será el primer paso hacia la adaptación posterior a la sociedad. De lo contrario, ha de seguir en la “lucha de clases cognitivas” que parece ser el principal origen de los conflictos existentes. Nuestra época se caracteriza por el triunfo parcial de los ignorantes sobre los cultos y los sabios, que es esencialmente el fenómeno descrito por Ortega y Gasset como “la rebelión de las masas”. El citado autor escribió: “El siglo XIX […] ha engendrado una casta de hombres -los hombres-masa rebeldes- que ponen en peligro inminente los principios mismos a que debieron la vida. Si este tipo humano sigue dueño de Europa y es definitivamente quien decide, bastarán treinta años para que nuestro continente retroceda a la barbarie”.

La predicción de Ortega se hizo realidad solo unos pocos años después con el auge de los totalitarismos y la Segunda Guerra Mundial. “Esto nos lleva a apuntar en el diagrama psicológico del hombre-masa actual dos primeros rasgos: la libre expansión de sus deseos vitales, por tanto, de su persona, y la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su experiencia. Uno y otro rasgo componen la conocida psicología del niño mimado. Y, en efecto, no erraría quien utilice ésta como una cuadrícula para mirar a su través el alma de las masas actuales”. “Ningún ser humano agradece a otro el aire que respira, porque el aire no ha sido fabricado por nadie: pertenece al conjunto de lo que «está ahí», de lo que decimos «es natural», porque no falta. Estas masas mimadas son lo bastante poco inteligentes para creer que esa organización material y social, puesta a su disposición como el aire, es de su mismo origen, ya que tampoco falla, al parecer, y es casi tan perfecta como la natural”.

“Mi tesis es, pues, esta: la perfección misma con que el siglo XIX ha dado una organización a ciertos órdenes de la vida es origen de que las masas beneficiarias no la consideren como organización, sino como naturaleza. Así se explica y define el absurdo estado de ánimo que esas masas revelan: no les preocupa más que su bienestar y al mismo tiempo son insolidarias de las causas de ese bienestar. Como no ven en las ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos, que solo con grandes esfuerzos y cautelas se puede sostener, creen que su papel se reduce a exigirlas perentoriamente, cual si fuesen derechos nativos. En los motines que la escasez provoca suelen las masas populares buscar pan, y el medio que emplean suele ser destruir las panaderías. Esto puede servir como símbolo del comportamiento que en más vastas y sutiles proporciones usan las masas frente a la civilización que las nutre” (“La rebelión de las masas”).

En la actualidad, los populismos exaltan la ignorancia colectiva usando al hombre-masa como vehículo que lleva un intenso odio destructivo hacia la civilización occidental. En lugar de reconocer las ventajas promovidas por las personas cultas e innovadoras, a través de las empresas y el mercado, las ideologías populistas y totalitarias impulsan al hombre-masa a perseverar en su ignorancia para orientarlo a destruir finalmente todo lo aquellas personas han conseguido. Todo parece indicar que la “lucha de clases” no radica en su nivel económico, sino que se trata de una lucha de ignorantes contra cultos, sabios e innovadores. De ahí que el marxismo promueva el odio desde el hombre-masa hacia empresarios y gente con apariencias de no ser ignorantes, disfrazando el fenómeno como si fuese un natural antagonismo de clases sociales o económicas.

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