viernes, 23 de septiembre de 2016

Acerca de la tercera vía

De la misma manera en que el proceso de la perestroika intentó salvar al socialismo de su decadencia, la tercera vía constituye un intento por salvar tanto al socialismo como a la socialdemocracia junto al Estado de bienestar. Implica una postura intermedia entre capitalismo y socialismo, o entre economía de mercado y economía planificada desde el Estado. Anthony Giddens escribió: “La expresión parece haberse acuñado ya a finales del siglo pasado [se refiere al XIX], y fue común entre los grupos de derechas en los años veinte. Sin embargo, ha sido utilizada mayormente por socialdemócratas y socialistas. A comienzos del periodo de posguerra los socialdemócratas estaban convencidos de que estaban encontrando una vía distinta al capitalismo de mercado norteamericano y al comunismo soviético. En el momento de su refundación en 1951, la Internacional Socialista hablaba explícitamente de la tercera vía en este sentido. Unos veinte años más tarde, tal y como fue usada por el economista checo Ota Sik y otros, se empleó para referirse al socialismo de mercado” (De “La tercera vía”-Taurus-Buenos Aires 2000).

La expresión “socialismo de mercado” implica un sistema cuya producción es de tipo capitalista, o de mercado, con una distribución de tipo socialista, o de redistribución por parte del Estado. Sin embargo, ello no es posible, ya que el mercado implica una interacción permanente entre oferta y demanda, por lo cual el proceso mixto resulta inviable. Gerardo Bongiovanni escribió: “Convencidos del fracaso del socialismo en su forma tradicional, quienes sostienen esta nueva variante proponen la convivencia –el «matrimonio por conveniencia»- entre formas de producción basadas en el mercado y de distribución «socialista», es decir redistribución del ingreso orientada por el Estado. En el fondo, la vieja idea de separar producción y distribución, que encuentra en John Stuart Mill su antecedente más remoto” (Del Prólogo de “Socialismo de Mercado” de A. Benegas Lynch (h)-Ameghino Editora SA-Rosario 1997).

En el siglo XIX, John Stuart Mill escribía: “Quiéralo o no el hombre, su producción estará limitada por la magnitud de su acumulación previa y, partiendo de ésta, será proporcional a su actividad, a su habilidad y a la perfección de su maquinaria y al prudente uso de las ventajas de la combinación del trabajo”. “No sucede lo propio con la distribución de la riqueza. Esta depende tan sólo de las instituciones humanas. Una vez que existen las cosas, la humanidad, individual o colectivamente, puede disponer de ellas como le plazca. Puede ponerlas a disposición de quien le plazca y en las condiciones que se le antoje” (De “Principios de Economía política”, 1848).

El error en que generalmente se incurre se debe a la aceptación de la “ley de Marx”, que establece que el empresario productor de riquezas es egoísta y perverso, y por lo tanto, no está éticamente preparado para distribuir lo que produce, mientras que el político socialista, a cargo del Estado, es el indicado para establecer tal distribución debido a su indiscutible “superioridad ética”. Tal forma de discriminación social es la única admitida por la sociedad. Resulta repulsivo observar el cinismo del redistribuidor de lo ajeno cuando simultáneamente difama al productor de la riqueza que reparte, sin siquiera tener la mínima dignidad de agradecerle su trabajo y su gestión empresarial.

La “superioridad moral” de un Fidel Castro o de un Nicolás Maduro resulta bastante peligrosa para la seguridad de las personas. Si existe superioridad ética de alguna función social sobre otras, ha de ser la del que produce sobre el que intenta redistribuir lo ajeno. Incluso Giddens propone “humanizar” al capitalismo desde el socialismo, escribiendo: “La idea de que el capitalismo puede ser humanizado a través de la gestión económica socialista dota al socialismo de la mayor ventaja que pueda poseer, incluso aunque haya habido muchas descripciones diferentes sobre cómo pueda lograrse tal objetivo”.

El proceso de la distribución directa, a través de los intercambios en el mercado, presenta la ventaja de carecer de intermediarios, ya que la intermediación (aun cuando no hubiese corrupción) absorbe un porcentaje importante de la riqueza a distribuir. Además, estimula el hábito del trabajo en la persona receptora. Por el contrario, se le hace un grave daño cuando se la acostumbra a recibir gratuitamente lo que otros producen, ya que en cierta forma se la inhabilita para cualquier forma de cooperación social.

Alberto Benegas Lynch (h) escribe respecto de Stuart Mill: “A partir de este tratado, los sucesivos textos de economía comenzaron a tratar sistemáticamente producción y distribución como dos procesos independientes y separados entre sí. A este enfoque siguió el tratamiento de agregados como el producto bruto nacional, por un lado, y el ingreso nacional por otro. Esta forma de tratar el análisis económico hizo que surgiera el espejismo de que se está frente a una cantidad producida y, sin indagar demasiado cuál fue el proceso por el cual apareció, se abren las puertas al debate para considerar en qué direcciones y por qué canales se distribuirá el producto”.

“Esta forma de abordar la producción y la distribución en departamentos estancos desdibuja y distorsiona por completo la naturaleza del proceso económico. Producción y distribución son dos caras de un proceso único e indivisible. En realidad, ni siquiera hay la secuencia producción-distribución. Desde luego, no se puede distribuir lo que no se produce pero tampoco se puede producir lo que no se distribuye puesto que, como queda dicho, forma parte del mismo hecho”.

“En otros términos, el proceso productivo no se realiza por ósmosis ni en abstracto, tiene destinatarios concretos los cuales reciben la distribución en el momento mismo en que se realiza la producción, es por esto que es más preciso aludir a la expresión «redistribución» cuando se recurre a la fuerza para apropiarse de recursos que pertenecen a otros. Redistribución significa volver a distribuir por métodos coactivos lo que ya se distribuyó por métodos pacíficos a través de arreglos contractuales libres y voluntarios”.

La solución económica buscada por quienes “aman a los pobres y sufren por ellos”, no debería consistir en redistribuir lo ajeno, sino en aplicar el criterio cristiano de dar de lo propio. Para ello, sería conveniente que los socialistas se transformaran en empresarios y regalaran a su antojo todo lo que creyeran conveniente. En los últimos tiempos se habla de “filantrocapitalismo”, para referirse a empresarios exitosos que donan parte de sus cuantiosas fortunas, mostrando cómo puede establecerse un camino mucho más ético. Matthew Bishop y Michael Green escribieron: “Este es el espíritu del filantrocapitalismo: empresarios de éxito tratan de solucionar grandes problemas sociales porque creen que pueden hacerlo y porque sienten que deben hacerlo. Cierto, son raros los filántropos que encuentran su causa en la clase de informe oficial que Bill Gates considera una lectura ligera. Con más frecuencia, han llegado a la filantropía por alguna experiencia personal; quizás una tragedia personal, o el encuentro con una persona que tiene una necesidad apremiante. Pero cuando estos filantrocapitalistas hablan sobre lo que los motiva, los mismos temas aparecen una y otra vez: ellos tienen los recursos, el problema exige solución, ellos saben cómo solucionar problemas, porque eso es lo que hacen todo el día en su trabajo”.

“Sí, hay muchos escépticos que ponen en duda que a Gates y al nuevo regimiento de filantrocapitalistas los mueva realmente un humanitarismo altruista tan sencillo y práctico. La lista de posibles motivos alternativos es extensa y va desde utilizar sus donaciones como hoja de parra para ocultar actividades empresariales vergonzosas o poco claras, hasta explotar lagunas fiscales, pasando por potenciar una posición social por pura y desmesurada vanidad” (De “Filantro-capitalismo”-Ediciones Urano SA-Barcelona 2009).

La solución a los problemas sociales no vendrá de algún engendro político-económico que deje intactas las actitudes de las personas, sino de una mejora ética individual que permita potenciar las aptitudes individuales para que puedan desarrollarse en un clima de libertad. Ello implica que todas las personas deberían tratar de producir más y de no ser mantenidas por los demás, que los socialistas trataran de producir y repartir lo propio en lugar de lo ajeno, que los grandes empresarios se hagan filántropos, etc. No existe, hasta el momento, un sistema que funcione bien a pesar de las fallas éticas individuales.

Los cambios buscados por los socialdemócratas se deben a que no se pudo, con el Estado benefactor, solucionar el problema de la pobreza extrema. Por el contrario, al acostumbrar al pobre a no trabajar, anuló parcialmente sus aptitudes y motivaciones laborales. La ayuda social llega al necesitado reducida al 30 % de lo asignado (en países con mediana corrupción); el resto queda en los bolsillos de los socialistas redistribuidores de lo ajeno.

Algunos críticos del “derrame directo”, del productor al consumidor a través de los intercambios en el mercado, aducen su poca efectividad. James Tobin escribió: “La cuestión es siempre el tema que Arthur M. Okun ha explicitado con tanta efectividad: el balde que lleva bienes desde los ricos a los pobres siempre pierde”. Debe recordarse que siempre ha de ser menor esa pérdida que la del balde que lleva bienes desde los ricos al Estado y luego desde el Estado a los pobres.

Mientras que los intentos por disminuir la pobreza son legítimos, si bien son discutibles los medios para lograrlo, la búsqueda de la eliminación de la desigualdad económica no es otra cosa que la tendencia a proteger al envidioso del sufrimiento padecido al observar que otros tienen más dinero. Ello lleva al derroche de recursos económicos por cuanto se establecen “ayudas sociales universales”, otorgando beneficios materiales tanto al que los necesita como al que no, ya que ayudar sólo a los pobres pondría en evidencia su desventajosa condición social.

También la socialdemocracia está haciendo sus estragos en el país en que más aceptación tuvo el capitalismo históricamente. William E. Simon escribió: “Estados Unidos se hunde por la falta de principios; ahora está guiada por la creencia de que una acción no inspirada en principios –cosa que recibe el respetable nombre de «pragmatismo»- demuestra superioridad”.

“Debe combatirse el creciente cinismo con que se interpreta la democracia explicando por qué se ha corrompido su concepto. A la gente se le ha inculcado que si se puede reunir en un grupo lo suficientemente poderoso, tiene el derecho legal de apoderarse de la riqueza de otros ciudadanos, es decir, a apoderarse de los esfuerzos, energías y vidas de otras personas. Ninguna sociedad decente puede funcionar cuando a los hombres se les da semejante poder” (De “La hora de la verdad”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1980).

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