sábado, 18 de junio de 2016

Identidad psicosocial y sentido de la vida

Puede decirse que un hombre logra una plena identidad psicosocial cuando encuentra su lugar en la sociedad y en el mundo, sintiéndose parte importante y necesaria de cada agrupación de la que forma parte. Esta situación, que cae bajo la óptica de la psicología social, es análoga al sentido de la vida considerado por la psiquiatría de Viktor Frankl. Al menos no parece adecuado afirmar que alguien que carece de identidad haya encontrado un definido sentido de la vida. Erik H. Erikson escribió: “Cuando deseamos establecer la identidad de una persona, le preguntamos cuál es su nombre y qué condición ocupa dentro de su comunidad. La identidad personal tiene un significado más amplio: incluye también el sentido subjetivo de una existencia continua y una memoria coherente. La identidad psicosocial posee características aún más complejas, a la vez subjetivas y objetivas, individuales y sociales”.

“El sentimiento subjetivo de identidad es un sentimiento de mismidad y continuidad que experimenta un individuo en cuanto tal; pero supone también una cualidad especial, cuya mejor descripción ha sido hecha probablemente por William James. El carácter de un hombre –escribía- es discernible en «la actitud mental o moral que, al descubrir ese carácter, le hace sentirse más profunda e intensamente vivo y activo. En tales momentos, hay una voz interior que dice: ‘¡Este es mi yo real!’». Semejante experiencia incluye siempre un elemento de tensión activa, de posesión de mi mismo, por así decirlo, y la confianza en realizar nuestra parte en el mundo sensible, así como para hacerlo de modo completamente armónico, «pero sin ninguna garantía de conseguirlo». Así puede llegar una persona madura al asombroso o exuberante descubrimiento de su identidad” (De la “Enciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales”-Aguilar SA de Ediciones-Madrid 1975).

La construcción de una identidad propia es la principal tarea que nos exige la vida. José Ortega y Gasset escribió: “Mientras el tigre no puede desintegrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse. No sólo es problemático y contingente que le pase esto o lo otro, como a los demás animales, sino que al hombre le pasa a veces nada menos que no ser hombre. Y esto es verdad, no sólo en abstracto y en género, sino que vale referido a nuestra individualidad. Cada uno de nosotros está siempre en peligro de no ser el sí mismo, único e intransferible que es. La mayor parte de los hombres traicionan de continuo ese sí mismo que está esperando ser” (Citado en “En búsqueda de la propia identidad” de P. Rafael Fernández A.-Editorial Patris-Buenos Aires 1984).

Según la Iglesia Católica, la construcción de la identidad propia es un requisito previo a la adopción del sentido de la vida orientado hacia el cumplimiento de la voluntad de Dios. En el lenguaje y visión de la ciencia, puede decirse que es el requisito previo para lograr una plena adaptación al orden natural. En la encíclica Populorum Progressio se afirma: “En los designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su propio progreso, porque la vida de todo hombre es una vocación dada por Dios para una misión concreta. Desde su nacimiento, ha sido dado a todos, como germen, un conjunto de aptitudes y cualidades para hacerlas fructificar; su floración, fruto de la educación recibida en el propio ambiente y el esfuerzo personal, permitirá a cada uno orientarse hacia el destino que le ha sido propuesto por el Creador. Dotado de inteligencia y de libertad, el hombre es responsable de su crecimiento, lo mismo que de su salvación. Ayudado, y a veces estorbado, por los que lo educan y lo rodean, cada uno permanece siempre, sean los que sean los influjos que sobre él se ejercen, el artífice principal de su éxito o de su fracaso; por sólo el esfuerzo de su inteligencia y de su voluntad, cada hombre puede crecer en humanidad, valer más, ser más”.

Por lo general, tenemos la voluntad y la pretensión de mejorar la sociedad que nos rodea sin que previamente hayamos intentado mejorarnos a cada uno de nosotros mismos, que es quien, en realidad, tenemos a nuestro alcance. Rafael Fernández A. escribió: “Quien no se mantiene en un estado de alerta y no toma las riendas de sí mismo en sus manos, pronto tendrá que lamentarse y decir: «Aquel que soy saluda tristemente al que debiera ser»”.

“La autoformación se plantea en este contexto. Es la respuesta a nuestra estructura como seres germinales, polivalentes y amenazados. Si constitutivamente somos un proyecto por realizar, es necesario, entonces, que pongamos manos a la obra. La autoformación es el esfuerzo libre y consciente que tiene por finalidad desarrollar e integrar plenamente la personalidad en sí misma y en sus relaciones”.

Cuando el hombre pierde de vista la existencia del orden natural, al que debe adoptar como referencia, cae en el grave error de pretender establecer sentidos de la vida “artificiales”. Este es quizás el mayor escollo que se opone a una plena adaptación del hombre al orden natural. Así, el hombre secularizado, el que pierde de vista lo eterno y lo universal, encuentra caminos que no lo llevan a ninguna parte. Michele Armini escribió: “El hombre secularizado carece de raíces; se caracteriza por la condición de desarraigo. Raíces del hombre son la naturaleza, la pertenencia al inmenso mundo viviente; la cultura, como humanización de la naturaleza prolongando sus leyes dentro de los ritmos activos de la colectividad y transmitiéndolas mediante la tradición; la religión, que sella con el sentido de lo sagrado la identidad individual y comunitaria”.

“Ahora bien, el hombre secularizado busca la propia identidad en una libertad que quiere prescindir de la naturaleza, de la tradición, de la religión –vividas como límites y condicionamientos- para proyectarse sin otro criterio que el propio deseo. Pero esta actitud, si puede dar la embriaguez de la libertad, más fácilmente da vértigos. Y no necesariamente por falta de valentía, sino, por lo menos igualmente, por necesidad de verdad: la verdad de la propia condición humana, que la secularización radical desconoce y reduce”.

“Si no podemos usar la fórmula tal vez excesiva de «pérdida de identidad», podemos suscribir la de «identidad débil» como característica principal del hombre de fin de siglo. Débil quiere decir sin raíces profundas, y, por tanto, necesitado de buscarlas; quiere decir discontinua y, por tanto, dedicada a la experimentación; quiere decir sectorial, subdivida en papeles que no comunican entre sí e incapaz de encontrar un perno unificante. En una palabra, quiere decir más cercana a una tipología infantil que a la tipología clásica de la persona adulta”.

“¡Qué resultado singular! El hombre secularizado quería ser el hombre adulto; que, a diferencia del hombre religioso del pasado, impregnado de un sentimiento fundamental de dependencia, es capaz de autonomía, sabe tomar en mano y administrar la propia vida por sí mismo. En cambio la libertad del hombre de hoy ya no sabe cuál dirección tomar y se vacía en una serie de experiencias fragmentadas” (De “Introducción a la Teología moral”-Editorial San Pablo-Bogotá 2007).

En cuanto al vínculo entre psicoterapia y religión, Viktor Frankl escribió: “El fin perseguido por la psicoterapia es la curación psíquica, el fin de la religión consiste en la salud (o salvación) del alma. Cuán distintos sean uno del otro estos dos fines podría deducirse del hecho de que el sacerdote en ciertos casos luchará por la «salud» del alma del creyente, aun exponiéndose conscientemente a aumentar en éste las tensiones emocionales, y no hará nada por evitárselas, ya que primariamente y ante todo al sacerdote no le mueve motivo alguno psicohigiénico; la religión es algo más que un simple medio de evitar a la gente úlceras de estómago psicosomáticas, como observaba en broma un padre jesuita estadounidense”.

“Ahora bien, por más que la religión sea, según su intencionalidad primordial, ajena a toda curación o profilaxis de tipo médico, sucede que en sus resultados –y no según su intención- produce efectos psicohigiénicos e incluso psicoterapéuticos, al originar en el hombre un sentimiento de alivio y anclarle en algo que no ha podido hallar en otra parte, a saber, en la trascendencia, en el Absoluto. Por otra parte, también en la psicoterapia podemos ver que se da a veces, sin haberlo pretendido, un efecto secundario análogo al que acabamos de describir, cuando en ciertos casos particulares el paciente, en el curso de su tratamiento, se remonta a las fuentes, durante mucho tiempo cegadas y escondidas, de una fe primordial, inconsciente y reprimida” (De “La presencia ignorada de Dios”-Editorial Herder SA-Barcelona 1977).

La construcción de nuestra propia personalidad debe ser la meta de mayor importancia. Si bien gran parte de nuestra mente y de nuestra memoria es empleada para salir airosos en la lucha diaria por nuestra subsistencia, siempre debe quedar un margen de tiempo dedicado a la introspección psicológica comparando lo que somos con lo que deberíamos llegar a ser. Si no tenemos esta referencia, no podremos construir adecuadamente nuestra identidad psicosocial. Giulio Cesare Massa escribió: “Hoy, salvo la vida, se programa todo: el trabajo, la cultura, las instituciones…Pero en el difícil oficio de vivir nos contentamos con la improvisación o la costumbre. Cansados del racionalismo occidental, algunos recurren a técnicas orientales, otros se adaptan al desempleo, embaucados por modas o drogas, y muchos otros quisieran «proyectarse» mejor pero no encuentran los estímulos convenientes para delinear y construir, gestionar la propia existencia y alcanzar la plenitud deseada” (De “Construirse a sí mismo”- Editorial San Pablo-Madrid 1995).

La construcción de nuestra personalidad es un requisito implícito en el aparente sentido objetivo de la vida que nos impone el orden natural como precio que debemos pagar por nuestra supervivencia, pero este precio no es un “gasto”, sino una “inversión”, y esto rige tanto para las personas religiosas como para las que no lo son. En la actualidad, en lugar de proponernos construir nuestra “estatua interior”, predomina la tendencia a construir nuestra “estatua exterior”, mediante cirugías estéticas si fuera necesario. El biólogo y Premio Nobel Françoise Jacob titula su autobiografía precisamente como “la estatua interior”, en la que, asociada a esa construcción, aparece una proyección hacia el futuro propia de quien encontró un sentido definido para su vida, aunque tenga que reafirmarlo cotidianamente, escribiendo al respecto: “Mi vida se desarrolla principalmente en el porvenir. Se fundamenta en la espera. Es preparación. Sólo puedo gozar del presente en la medida en que es promesa de futuro. Busco la Tierra Prometida. Escucho la música del futuro. Mi alimento es la expectación. Mi droga, la esperanza. De niño no soportaba la falta de objetivos y con cualquier cosa me inventaba lo que llamaba «lucecitas» para iluminar el día o la semana que comenzaba. Si escribo este libro sobre mi vida pasada no es para recrearme complacido en él ni para ajustar cuentas. Lo hago para darme a mí mismo un objetivo nuevo, una vida nueva. Para producir futuro con mi pasado. Lo que está hecho me aburre. Sólo me atrae lo que está por hacer. Si tuviera que formular un ruego, no sería tanto «concédeme la fuerza» como «concédeme el deseo» de hacer” (De “La estatua interior”-Tusquets Editores SA-Barcelona 1989).

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