Por Lucio V. Mansilla
UNA VISITA A ALBERDI
Se comprenderá entonces fácilmente que en 1879, en uno de mis viajes a Europa, teniendo como tenía mi familia en París, quisiera yo ver en persona a este argentino célebre, cuyos escritos diversos sobre nuestra organización ya había medio leído y entendido un poco mejor que en la primera época de mis informaciones –todo lo cual no era, sin embargo, más que una documentación informe de noticias, de lecturas descosidas, de decires interesados y hasta de preocupaciones.
Una vez en Francia, busqué al ex ministro de la Confederación, cesante de todo cargo diplomático.
Vivía el hombre modestísimamente en París en una casa amueblada, más parecida a un hotel que a una casa de huéspedes, ocupando dos cuartos con balcón a la calle, una calle triste como él, con entrada y sin salida, lo que se llama un impasse. El uno era el aposento; el otro, la sala de recibo o comedor. Aquí comimos, siendo yo el que primero fue invitado.
Me acompañaba mi malograda hija María Luisa. “Traiga usted a su niña –me había dicho Alberdi- así estaremos mejor; la mujer adorna la mesa; luego la señorita es tan inteligente que no nos molestará”. Accedí, como es natural.
Yo lo había visto siempre a Alberdi a través de mi idealidad; sabía que era pequeño de talla; no me imaginaba, sin embargo, que lo fuera tanto como en realidad lo era.
El lector querrá que se le haga, cuanto antes, algo así como una silueta en un medallón.
Imaginaos un hombre antípoda de Sarmiento: éste, músculos y fuerza, de manos burdas, ágil como los boxeadores, listo siempre a mostrar los puños por cualquier cosa; aquél, todo lo contrario, un cartílago nervioso, alimentado sobriamente. No he visto nunca dos caracteres sobresalientes más auténticos, dos naturalezas más discordantes; como sus letras; como sus procedimientos; la letra de Sarmiento, grande, redonda, clara, casi sin perfiles, una letra gorda, maciza como su estilo vigoroso, preñado; la de Alberdi, una letra puros perfiles, pequeña, ligada por rasgos continuos –como su pensamiento, una letra finísima, como su frase incisiva.
(De “La París de los argentinos” de Jorge Fondebrider-Bajo la luna-Buenos Aires 2010).
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