Los socialistas, al aplicar las ideas de Marx y Lenin, proceden a expropiar los medios de producción a la vez que concentran en el Estado todo el poder posible. Cuando el mando absoluto cae en manos de algún líder violento, se crean las condiciones para una catástrofe social, como las ocurridas en la URSS y en la China maoísta.
Una de las razones por la cual cae el Imperio Soviético está asociada al arribo de Gorbachov al poder supremo. Como se trataba de un líder incapaz de ejercer la violencia contra su propio pueblo, el sistema llega a su fin. Es posible que en Venezuela tengan que esperar varios años hasta que llegue al poder alguna persona ética y mentalmente normal para que el sistema chavista caiga, excepto que sea antes desalojado por una fuerza militar extranjera.
En la actualidad, si un militar venezolano pretende rebelarse contra el régimen, seguramente será encarcelado o fusilado de inmediato. De ahí que resulta poco probable que tenga éxito algún levantamiento militar interno. Para colmo de males, Nicolás Maduro cuenta con el apoyo de poderosas asociaciones criminales, extendidas por varios países, como es el caso del Tren de Aragua.
En cierta forma, se repiten con Maduro y allegados, algunas circunstancias que recuerdan el caso de Stalin, quien respondía con violencia ante todo aquello que le disgustaba de alguna manera, ordenando el asesinato incluso de muchos partidarios del comunismo. Zbigniew Brzezinski escribió: “La titánica guerra que más tarde se desarrolló entre la Alemania nazi de Hitler y la Rusia soviética de Stalin ha hecho que muchos olvidaran que la lucha entre ellas fue una guerra fraticida entre dos ramas de una fe común. Por cierto que la una se proclamaba opuesta en forma inconmovible al marxismo y predicaba un odio racial sin precedentes, y la otra se veía como el único vástago verdadero del marxismo en la práctica de un odio de clases sin precedentes. Pero ambas elevaron al Estado al rango del más alto órgano de acción colectiva, las dos usaron el terror brutal como medio para imponer la obediencia social, y ambas se dedicaron a asesinatos en masa, sin paralelo en la historia de la humanidad”.
“Las dos organizaron su control social con medios similares, que iban desde los grupos juveniles hasta los informantes de vecindario y hasta los medios de comunicación de masas centralizados y totalmente censurados. Y por último, ambas afirmaban que se encontraban dedicadas a construir Estados «socialistas» todopoderosos”.
“En el plano filosófico, Lenin y Hitler fueron defensores de ideologías que necesitaban de la ingeniería social en gran escala, se arrogaron el papel de árbitros de la verdad y subordinaron a la sociedad a una moral ideológica, basada en la guerra de clases, la una, y la otra en la supremacía racial, y justificaron toda acción que llevase hacia adelante las misiones históricas que habían elegido. Hitler fue un estudioso del concepto bolchevique de partido militarizado de vanguardia y del concepto leninista de adaptación táctica al servicio de la victoria estratégica final, tanto para adueñarse del poder como para remodelar la sociedad. En términos institucionales, Hitler aprendió de Lenin a construir un Estado basado en el terror, completo, con su complejo aparato de policía secreta, su recurso al concepto de la culpabilidad del grupo en la administración de la justicia y sus juicios espectaculares, orquestados” (De “El gran fracaso”-Javier Vergara Editor SA-Buenos Aires 1989).
En cuanto a Stalin Robert Greene escribió:
EL NARCISISTA DE CONTROL ABSOLUTO
En la etapa temprana de su periodo como primer ministro de la Unión Soviética, José Stalin (1878-1953) causaba muy buena impresión en casi todas las personas que empezaban a tratarlo. Aunque era mayor que buena parte de sus lugartenientes, les pedía que lo tutearan. Se mostraba muy accesible incluso entre los funcionarios de bajo rango. Escuchaba con tal intensidad e interés que penetraba con los ojos y parecía captar las dudas y pensamientos más profundos.
Sin embargo, su principal rasgo consistía en hacer sentir importantes y parte del círculo íntimo de revolucionarios a sus interlocutores. Los rodeaba los hombros con un brazo cuando se despedía de ellos en su oficina y siempre terminaba sus reuniones con una nota íntima. Como tiempo después escribiría un joven, quienes lo trataban «ansiaban verlo de nuevo», porque «les hacía sentir que ya los unía a él un lazo indestructible». En ocasiones se mostraba un poco distante de sus cortesanos, y eso los volvía locos; luego recuperaría su buen humor, y volverían a gozar de su afecto.
Parte de su encanto residía en el hecho de que personificaba la Revolución. Era un hombre del pueblo, tosco y algo rudo, pero con quien un ruso promedio podía identificarse. Y antes que nada, podía ser muy gracioso. Le gustaba cantar y contar chistes picantes. Con estas cualidades, no es de sorprender que haya amasado poder poco a poco y asumido por completo el control de la maquinaria soviética. No obstante, al paso de los años y cuando su poder aumentó, dejó ver otro lado de su carácter. Su aparente amabilidad no era tan sencilla como parecía. Quizá la primera señal significativa de esto en su círculo íntimo fue el destino de Serguéi Kirov, poderoso miembro del Politburó, gran amigo y confidente de Stalin desde el suicidio de la esposa de éste, en 1932.
Kirov era un entusiasta, un hombre sencillo que hacía amigos con facilidad y era capaz de reconfortar a Stalin, pero que empezó a volverse demasiado popular. En 1934, varios líderes regionales se acercaron a él para hacerle un ofrecimiento: ya no soportaban el trato brutal que confería Stalin a los campesinos; instigarían un golpe de Estado y deseaban que Kirov fuera el nuevo primer ministro. Éste no quebrantó su lealtad: le reveló el complot a Stalin, quien se lo agradeció mucho, pero desde entonces cambió de actitud hacia él, a una frialdad antes nunca vista.
Kirov comprendió el predicamento en el que se hallaba: le habían hecho saber a Stalin que no era tan popular como creía, y que otro era más apreciado que él. Sintió el peligro en que se encontraba e hizo cuanto pudo para aplacar la inseguridad de Stalin. En apariciones públicas mencionaba su nombre más que nunca, sus elogios se volvieron más excesivos. Esto sólo acrecentó la desconfianza de Stalin, como si Kirov se empeñara demasiado en encubrir la verdad. Kirov recordó que en el pasado había hecho muchas bromas procaces a expensas de Stalin; en su momento, había sido una expresión de su proximidad, pero ahora Stalin veía esas bromas bajo una luz distinta. Kirov se sintió atrapado e indefenso.
En diciembre de 1934, un pistolero solitario lo asesinó fuera de su oficina. Pese a que nadie pudo implicar directamente a Stalin, era casi indudable que esa muerte había tenido su aprobación tácita. En los años siguientes, todos los amigos de Stalin fueron arrestados, lo que condujo a la gran purga dentro del partido gobernante de fines de la década de 1930, en la que cientos de miles perdieron la vida. A casi todos sus principales lugartenientes se les arrancaron confesiones bajo tortura; Stalin escuchaba con atención los relatos de los torturadores sobre la desesperación que habían mostrado sus otros valientes amigos. Él se reía cuando se enteraba de que algunos de ellos habían caído de rodillas y suplicado entre lágrimas que se les concediera una audiencia con el líder para pedir perdón por sus pecados y salvar su vida. Esta humillación parecía deleitarle.
¿Qué le había pasado? ¿Qué había hecho cambiar a ese hombre antes tan sociable? A sus amigos más próximos podía mostrarles todavía un afecto sincero, pero en un instante se volvía contra ellos y precipitaba su muerte. Otros rasgos extraños saltaban a la vista ahora. Stalin era por fuera sumamente modesto, la encarnación del proletariado. Si alguien sugería que se le rindiera tributo público, reaccionaba molesto; proclamaba que un individuo no debía ser objeto de tanta atención. Aun así, su nombre e imagen aparecían por todos lados. El periódico Pravda publicaba información de todo lo que hacía, lo que rayaba casi en el endiosamiento. En un desfile militar, un grupo de aviones voló en formación para componer el apellido del líder. Él negaba tener cualquier participación en ese creciente culto a la personalidad, pero no hacía nada para detenerlo.
Ahora era común que hablara de sí mismo en tercera persona, como si se hubiera convertido en una fuerza revolucionaria impersonal, y por tanto infalible. Si en un discurso pronunciaba mal una palabra, todos los demás oradores debían pronunciarla así. «Si yo la hubiera dicho bien», confesó uno de sus principales terratenientes, «él habría pensado que lo corregía». Y esto podía ser un acto suicida.
Cuando fue un hecho que Hitler se preparaba para invadir la Unión Soviética, Stalin procedió a supervisar cada detalle del esfuerzo bélico. Reprendía una y otra vez a sus colaboradores por relajar sus afanes: «Soy el único que hace frente a todos estos problemas…¡Me han dejado completamente solo!», se quejó en una ocasión. Pronto, muchos de sus generales se sintieron en un dilema: si decían lo que pensaban, él podía ofenderse, pero si cedían a su opinión se encolerizaba. «¿Qué sentido tiene hablar con ustedes?», reprochó una vez a un grupo de generales. «A todo lo que digo, contestan: 'Sí, camarada Stalin; desde luego, camarada Stalin…es una sabia decisión, camarada Stalin'». Enfurecido por sentirse solo en el esfuerzo bélico, despidió a sus generales más competentes y experimentados. Él mismo vigilaba cada detalle de la guerra, hasta la forma y el tamaño de las bayonetas.
En poco tiempo se convirtió en cuestión de vida o muerte para sus lugartenientes descifrar con tino sus estados de ánimo y caprichos. Era decisivo no provocar su ansiedad, que lo volvía peligrosamente impredecible. Había que mirarlo a los ojos para que no diera la impresión de que se le ocultaba algo, pero si se le miraba demasiado tiempo se sentía nervioso y cohibido, una combinación muy arriesgada. Había que tomar notas cuando hablaba pero no escribir todo lo que decía, para no despertar sospechas. Algunos que eran francos con él corrían con suerte, mientras que otros iban a dar a la cárcel. Quizá la solución era saber cuándo introducir una pizca de franqueza sin dejar de ceder en casi todo momento. Deducir lo que pensaba se convirtió en una ciencia esotérica que sus allegados discutían entre sí.
El peor de los destinos era ser invitado a cenar a su casa y a ver una película a altas horas de la noche. Resultaba imposible negarse a esa invitación, cada vez más frecuente después de la guerra. Por fuera, todo era igual que antes: una íntima y cordial fraternidad de revolucionarios. Pero por dentro era el terror. Ahí, en borracheras que duraban toda la noche (y en las que él consumía bebidas debidamente diluidas), no les quitaba los ojos de encima a sus principales lugartenientes. Los obligaba a beber demás para que perdieran el control. Se deleitaba en el aprieto en que los ponía para no decir o hacer nada que los incriminara.
Lo más grave ocurría al final de la velada, cuando sacaba su gramófono, ponía música y les ordenaba a sus colaboradores que bailaran. Obligaba a Nikita Kruschev, su futuro sucesor como primer ministro, a que hiciera el gopak, una danza extenuante en la que se realiza un gran número de cuclillas y patadas, y que a menudo le provocaba vómito a Kruschev. A otros les hacía bailar juntos en medio de ruidosas carcajadas, a la vista de hombres adultos a los que forzaba a danzar como una pareja. Ésta era la forma última de control: el titiritero que coreografiaba cada uno de sus movimientos.
(De “Las leyes de la naturaleza humana”-Editorial Océano de México SA-México 2019).
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