domingo, 26 de enero de 2025

Alberdi y Sarmiento opinaban sobre la Francia del siglo XIX

La opinión que se tiene de una nación, o de sus habitantes, depende bastante de la personalidad de quien opina, ya que alguien que posee una personalidad predispuesta a la soledad, verá dificultosa su inserción social, y su opinión será bastante distinta de quien tenga una personalidad extrovertida. Así, el solitario Alberdi, estando en Francia, escribió lo siguiente (1843): “Hoy he convalecido de una enfermedad gástrica, de tres días. No he carecido de asistencia; sin embargo, he recordado mucho mi país. Yo me siento aburrido y triste en París. Pienso con placer en el mar. Me he enflaquecido mucho; pero aún no estoy como en América”.

“Ya en París hace un poco de frío. El país tiene otro aspecto: la gente elegante se ha dejado ver en las calles que están sembradas de coches y carruajes aristocráticos. La campaña ha quedado abandonada por el bello mundo. La Opera Italiana acaba de abrirse. Hoy se da Norma; pero yo estoy a las ocho de la noche en mi cuarto, solo, triste, débil, oyendo el ruido de los coches que pasan por debajo de mi ventana, que cae sobre la calle Bergère”.

“Ya he dado pasos sobre mi pasaporte: mañana le tendré sacado completamente. Dentro de cuatro días me voy de París al Havre, donde debo tomar pasaje para América. ¡Cuánto suspiro por verme en aquellos países! ¡Qué bella es la América! ¡Qué consoladora! ¡Qué dulce! Ahora lo conozco: ahora que he conocido estos países de infierno; estos pueblos de egoísmo, de insensibilidad, de vicio dorado y prostitución titulada. Valemos mucho y no lo conocemos; damos más valor a Europa que el que se merece”.

“En cuanto a sus celebridades, ¡ah! ¡Qué equivocaciones padecemos! Cuantas veces ni se conoce aquí un nombre de autor francés que en nuestros países está en todas las bocas. Cuántos de ellos no se creerían injuriados groseramente si recibiesen aquí uno de los aplausos que les hacemos por allí, sin que por esto dejen de ser vanos, pues, lo son aunque sin perder la cordura” (De “La París de los argentinos” de Jorge Fondebrider-Bajo la luna-Buenos Aires 2010).

Respecto de Alberdi, Jorge Fondebrider escribió: “Juan Bautista Alberdi (1810-1884), «el ausente que nunca salió del país» -según sus propias palabras- pasó cuarenta y seis años de los setenta y cuatro que vivió lejos de la patria. En 1838 se vio obligado a refugiarse en Montevideo a consecuencia de su oposición a la tiranía de Rosas. En 1843, las adversas circunstancias políticas, lo llevaron a realizar un primer viaje a Europa, desde donde, al cabo de tres meses, se dirigió a Chile, su país de residencia por diez años”.

“El 9 de julio de 1854, mientras se dedicaba a la actividad privada como abogado en Valparaíso, recibió el nombramiento del general Urquiza para representar al país en Europa. A mediados del año siguiente partió para hacerse cargo de la misión encomendada, que consistía en representar a la Confederación ante los gobiernos de Inglaterra, Francia, España y la Santa Sede. Sin embargo, en 1862, la caída del gobierno de Urquiza lo despojó de su cargo, dejándolo varado en Europa”.

“Instalado en París, sobrevivió malamente gracias a sus ahorros. Finalmente, al cabo de cuarenta años de ausencia, regresó brevemente a la Argentina en 1879. El general Roca, a la sazón futuro presidente, se proponía volver a nombrarlo embajador en Francia, pero una campaña en contra del autor de Las Bases frustró la designación. Alberdi, aquejado por la parálisis de su mano izquierda y de sus piernas, regresó a Francia, donde vivió modestamente sus últimos años. Un recrudecimiento de su dolencia, llevó a su internación en una clínica privada de Neuilly-sur-Seine, donde murió en la mayor soledad el 19 de junio de 1884”.

En el caso de Sarmiento, si bien se trataba de una especie de experimento sociológico, nunca uno se podía imaginar creando observaciones colectivas hacia cualquier cosa. Al respecto escribió: “El flâneur tiene derecho de meter sus narices por todas partes. El propietario lo conoce en su mirar medio estúpido, en su sonrisa en la que se burla de él, y disculpa su propia temeridad al mismo tiempo. Si Ud. se para delante de una grieta de la muralla y la mira con atención, no falta un aficionado que se detiene a ver qué está usted mirando; sobreviene un tercero, y si hay ocho reunidos, todos los pasantes se detienen, hay obstrucción en la calle, atropamiento. ¿Este es, en efecto, el pueblo que ha hecho las revoluciones de 1789 y 1830? ¡Imposible! Y, sin embargo, ello es real: hago todas las tardes sucesivamente dos o tres grupos para asegurarme de que esto es constante, invariable, característico, maquinal en el parisiense”.

“En otro signo, he reconocido el pueblo de las grandes cosas, el brazo de hierro de las ideas. Aquel francés terror de la Europa en los campos de batalla, aquel autor y actor de las grandes revoluciones sociales que echa a rodar tronos cada diez años, es el hombre más blando, más atento, más comedido. El pueblo de blusa, como si dijéramos de poncho, el peón y el diputado son iguales en sus expresiones de comedimiento”.

“Por la incertidumbre de las miradas reconoce alguno al extranjero, y se le acerca y le ofrece darle las señas que busca. Me ha sucedido ser así adivinado; echarme en la dirección indicada, perderme de nuevo, encontrar a mi hombre que me ha seguido, y dándome de nuevo las señas, perderme por tercera vez, y mi ángel tutelar volver por tercera vez a encaminarme. Y esto le ha pasado cien veces a todo extranjero, y es fama y opinión común que sólo en Francia y sobre todo en París, se encuentra esta benevolencia pública, esta bondad fraternal. Sólo en París también, el extranjero es el dueño, el tirano de la ciudad” (Citado en “La París de los argentinos”).

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