sábado, 30 de noviembre de 2024

La ausencia de patriotismo

En los países con algo, o bastante, patriotismo, se recuerda de alguna forma a los caídos en combate o a las víctimas civiles ante una invasión militar extranjera. Por el contrario, en la Argentina se recuerda a los terroristas del bando cubano-soviético y se ignora completamente a las víctimas argentinas caídas ante los ataques perpetrados en los años 70.

Si alguien se extraña de la decadencia nacional, se le puede decir que observe la falta de patriotismo predominante , y la actitud traidora de muchos, siendo un síntoma más de los tantos que ponen en evidencia lo que predomina en la población. Por supuesto que en este país hay millones de patriotas, pero pareciera que son una minoría. Patriotismo no implica amar a un territorio, sino a quienes habitan en él.

Recordemos los efectos de la labor de los cubano-soviéticos (nacidos en la Argentina): 1.094 asesinatos, 4.380 bombas, 756 secuestros extorsivos y 2.368 heridos, cifras que aparecen en el libro “Los otros muertos” de Carlos A. Manfroni y Victoria E. Villarruel (Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 2014). Debe señalarse, además, la traición a la nación por parte de los “intelectuales argentinos” quienes, de un total de más de 700 libros aparecidos en los años 70, el 80% de ellos estaba a favor del terrorismo de Montoneros y ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo). En la actualidad siguen apareciendo libros, como el de una comisión episcopal de la Iglesia Católica, para cuya institución sólo hubo un sector culpable, el nacional, y sin aprovechar la ocasión de pedir perdón a la sociedad por haber impulsado desde sus inicios al grupo Montoneros.

Del libro citado se mencionan algunas partes:

UNA DIALÉCTICA PERVERSA Y LA DEUDA CON LA HISTORIA

Cuando hablamos de la década del setenta en la Argentina, inevitablemente asociamos ese tiempo con el dolor y con la lucha fraticida. Pero hay un dolor aceptado, reconocido, políticamente correcto, y otro que no se llora, que no se recuerda, al que no se le rinde homenaje.

Las víctimas del terrorismo en la Argentina quedaron olvidadas para la Historia. El padecimiento de estas personas fue menospreciado por no haber sido ocasionado por agentes gubernamentales. Quien debió protegerlas, no lo hizo.

En primer lugar, se tejió una estrategia jurídica encaminada a evitar que los crímenes cometidos por miembros de organizaciones como Montoneros, Ejército Revolucionario del Pueblo, Fuerzas Armadas Revolucionarias, Fuerzas Armadas Peronistas y otras, fueran declarados delitos de lesa humanidad; por tanto, pasaron a ser prescriptibles.

El argumento que se sostuvo fue que aquellas acciones no habían sido ejecutadas por funcionarios públicos ni bajo el amparo del gobierno, una condición que no figura en instrumento alguno del Derecho internacional. Esto ya es, de por sí, suficientemente grave; por un lado, porque los tribunales argentinos decían apoyarse, precisamente, en el Derecho internacional, con lo cual hicieron decir a la ley supraestatal algo que no dice, algo que inventaron con clara intención de beneficiar a los amigos y aliados de la administración de los Kirchner –cuando no a algunos de sus propios miembros.

Además, por otro lado, esto es grave porque, frente a una confrontación sangrienta que cubrió de luto a miles de familias de ambos lados de la contienda, la aplicación de una regla elaborada para una sola de las partes y que no se aplica a la otra representa una injustificable falta de equidad y provoca la pérdida de medidas y límites en la represalia judicial, la que la mejor garantía de razonabilidad consiste en saber que la regla que el juez emplea para un caso puede recaer, indistintamente, sobre cualquier persona, amiga o enemiga del poder.

Pero aun si se considera el horror de semejante desnaturalización del derecho, el cinismo de ese ardid con apariencia legal que contribuyó a aumentar la injerencia del poder político sobre la justicia, aquello no fue lo peor. Lo más grave, lo que completó el ciclo de esta burla a la sociedad argentina, lo que consolidó la impunidad absoluta del terrorismo, lo que llevó el agravio a las víctimas a un nivel superlativo, fue el deslizamiento de aquella maniobra jurídica al plano moral.

De tal manera, la falacia empleada en la justicia a fin de que los ex guerrilleros resultaran jurídicamente impunes, se utilizó en la cultura de la comunicación para que también aparecieran como moralmente irreprochables. Es como si el hecho de aceptar que los jueces hayan considerado prescriptos los crímenes de los terroristas hubiera significado también la prescripción de la perversión de sus actos en el juicio moral de la comunidad.

¿Acaso la prescripción de un delito cambia moralmente al criminal? ¿La impunidad que los miembros de Montoneros, ERP y otras organizaciones obtuvieron en la justicia convierte a sus acciones del pasado en moralmente buenas y a sus víctimas en una materia despreciable, insignificante, públicamente impresentable? Aunque esto parezca un disparate, pone de manifiesto las consecuencias que ha tenido la corrupción del lenguaje en la cultura argentina.

De otra manera, no se explicaría que los autores de aquellos crímenes aparezcan hoy como jueces del resto de la sociedad, pidiendo cuentas sobre lo que cada quien ha hecho en el pasado, cuando a ellos se les está regalando el olvido; censurando las omisiones, cuando no pueden poner a la luz sus propias acciones; pontificando sobre la moral, cuando ni siquiera han confesado públicamente sus delitos.

Escriben sobre sus aventuras y dictan conferencias sin recibir jamás una pregunta ni una respuesta incómoda, son buscados como referentes de la cultura y en los negocios, cobran indemnizaciones y pensiones pagadas con el patrimonio de todos y hasta presentan los libros de los magistrados que deberían haber ordenado indagar sobre sus crímenes. Y en los casos en los que los agresores resultaron muertos, sus nombres figuran grabados en el Muro de la Memoria, expuestos para el reconocimiento público, junto con las víctimas de procedimientos ilegales. Es decir que no hay distinción alguna entre las personas que fueron víctimas de violaciones a los derechos humanos y las que cayeron mientras estaban llevando a cabo un ataque, por su propia iniciativa, contra una instalación civil o militar.

Los fundamentos de semejante paradoja, los cimientos de este verdadero “reino del revés”, los motivos inmediatos de esta sinrazón yacen en el estado de ignorancia culpable de una sociedad que supone –o decide cómodamente aceptar- que los guerrilleros únicamente se defendían de una dictadura que los masacraba. (De “Los otros muertos”)



En el mismo libro aparece un caso representativo del manto protector con que gran parte de la sociedad encubre al despiadado terrorismo marxista-leninista:

HABĺA UN NIÑO EN LA CALLE

“Y los militares mataban a gente joven, un poco más grandes que ustedes, en los setenta”. La maestra no encontraba las palabras adecuadas para explicar el tema del que la directora le había pedido que hablara, en medio del bullicio de los chicos de aquella escuelita perdida de Lanús este. El barullo sólo se interrumpía cada tanto porque, a pesar de su dispersión frecuente, los alumnos no podían dejar de sorprenderse de que se les hablaba de sangre y de muerte en su edad más tierna. En realidad, la ternura de su edad tenía muchos callos endurecidos por los problemas abrumadores, a veces insoportables, de sus familias –no siempre completas, más bien generalmente recompuestas, como en un rompecabezas-.

El recreo merecía ser más largo o, al menos, eso creían ellos y lo prolongaban imponiendo el hecho consumado frente a sus roncas maestras. ¡En cambio ahora, esto de los setenta, de secuestros, de torturas, de sangre…! Ya les habían hablado de Cabral, soldado heroico, que recibió un lanzazo por la espalda mientras salvaba a San Martín, el gran capitán. Pero era distinto, estaba muy lejos y era diferente; era parte de la escasa historia indiscutida en la Argentina; estaba en Billiken, la revista infantil que servía de ayuda a los colegiales de aquel tiempo. Esto otro les chocaba; había algo de este relato que se parecía a un ruido que ellos hacían… Pero el bullicio lo tenían que hacer ellos. El ruido era de ellos.

-¡A mi tío Juan lo mataron en 1977, señorita!- gritó Tiago de repente, en medio de las miradas de asombro de sus compañeros.

- ¡Ah! ¿Cómo fue eso Tiago?- preguntó la maestra, curiosa y entusiasmada por escuchar una historia real que la sustrajera un momento de la monotonía de su propio relato y de la necesidad misma de sostenerlo.

-¡Tenía tres años; lo mataron los montoneros, señorita, esos hijos de puta!

El rostro de perplejidad de la maestra contrastaba ahora con un murmullo en el que se mezclaban expresiones de asombro y algunas risitas de los compañeros de Tiago. El asombro era por la muerte de un niño de tres años. Las risitas se debían a la palabrota con la que Tiago había calificado a los asesinos.

Tiago Alejo Barrios no era un niño que acostumbraba decir malas palabras. Era, más bien, el modelo de alumno aplicado, con 9,50 de promedio y, a la vez, muy amigable en el aula.

¡Un tío de tres años! ¡Muerto hace más de treinta! Esto también sonaba raro. Siempre parecen extrañas ciertas situaciones que se generan en esas familias numerosas, en las que un tío resulta menor que el sobrino. Pero al menos ambos viven y crecen juntos. Se hacen adultos juntos, y las escasas diferencias de edad se emparejan, se borran con el tiempo. Porque casi todo se borra con el tiempo. En este caso, no. Juan, el tío de Tiago, quedó congelado en sus tres años, cuando todavía no había tenido ni la oportunidad de pisar la escuela primaria; cuando ni siquiera llegaba a ser uno de los tantos chicos que estaban ahí, haciendo ruido, aunque cada vez menos, según iban dándose cuenta de la pose tiesa, contracturada de la maestra, igual que una liebre encandilada que de un momento a otro puede salir corriendo en cualquier dirección. Y eso era, precisamente, lo que la maestra quería hacer: salir corriendo en cualquier dirección, escapar de lo que estaba escuchando, sin tener que dar una respuesta –o confesar una ausencia de respuesta-.

-Tiago, vení afuera un momento- dijo finalmente la maestra. Salió del aula y avanzó unos metros por el corredor semicubierto de la escuela, un tramo suficiente para que los demás no escucharan. Tiago se levantó del asiento y fue apurado tras ella.

-Tiago, no podés hablar aquí de eso.

-No quise decir una mala palabra, señorita, pero me salió, les tengo muchas bronca a esos asesinos- se disculpó Tiago. Sus compañeros también creyeron que la maestra lo sacaba del aula por su palabrota.

-No estoy hablándote de la mala palabra, Tiago. No podés nombrar a gente que hayan matado los montoneros- explicó la maestra, con alguna violencia interior por lo que creía que tenía que decir.

-Pero es que era el hermano de mi papá… y lo mataron…

-Te creo, Tiago, pero no podés decirlo acá. Entrá de nuevo a la clase- concluyó la maestra, más asustada que el niño.

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