En los planes de los primeros socialistas aparecía la búsqueda de un sistema que produjera mejores resultados económicos que el capitalismo. Como ello no se logró, muchos tuvieron que adherir al pobrismo, es decir, a la errónea idea de vincular las virtudes morales a la pobreza material. Por el contrario, la pobreza excesiva tiende a que todo individuo destine su tiempo, sus esfuerzos y sus pensamientos a la lucha por la supervivencia cotidiana, muchas veces sin lograr satisfacer sus necesidades mínimas.
Esta condición de pobreza extrema resulta ideal para los gobiernos de tipo totalitario, ya que pueden ejercer un control permanente sobre toda la población, incluso haciéndole creer que es el Estado el que se preocupa por sus integrantes, y que, en la confusión, la gente termina agradeciendo a los líderes las migajas cotidianas recibidas en esas sociedades carcelarias.
Desde la Iglesia Católica, un importante sector adhiere a esta idea errónea, y suponen sus integrantes que la virtud generalizada de la población se ha de lograr mediante “la pobreza socialista” y no tanto a partir del cumplimiento de los mandamientos bíblicos. De ahí seguramente la adhesión casi explícita de Jorge Bergoglio a los regímenes vigentes en Cuba y Venezuela, principalmente.
Una síntesis de tales ideas y comportamientos aparece en el siguiente artículo:
FIDEL
Por Jorge Fernández Díaz
Un ex compañero del colegio jesuita, tan devoto como Fidel Castro, lo visitó en su hora de gloria: el triunfante revolucionario se alojaba ya en un famoso hotel de La Habana, luego expropiado a la cadena Hilton. Su amigo no pudo dejar de observar que Fidel tenía dos libros en su mesita de luz; uno flamante y sin tocar de Carlos Marx, y un ejemplar sobado de tantos estudios y lecturas: los discursos de Juan Perón.
Esto sucedía en 1959 y quien rescata el dato, para nada anecdótico, es el historiador Loris Zanatta, profesor de la Universidad de Bolonia, experto en nacionalismo religioso y populismo latinoamericano, y ahora biógrafo crítico del hombre fuerte de Cuba, a quien denomina El último rey católico. Este trabajo de acopio e interpretación resulta fascinante y muy significativo para los argentinos, puesto que la Revolución Cubana siempre apareció como una anomalía iberoamericana dentro de la vieja disputa de todos los tiempos: nacionalistas versus liberales republicanos.
Zanatta la devuelve precisamente a esa clásica dicotomía, al decretar que más allá de disfraces soviéticos y tácticas geopolíticas de coyuntura, el régimen castrista no era marxista leninista sino esencialmente populista y particularmente jesuítico. Una especie de peronismo cubano, con todas las características que muchos años después utilizaría el propio Fidel para diseñar a su imagen y semejanza el socialismo del siglo XXI en Venezuela.
Una concepción que, fuera del folclore de izquierda y los relatos míticos, tomaba paradójicamente mucho del fascismo italiano y del falangismo español. “El viaje del falangismo de los 30 al comunismo de los 50 fue común a muchos católicos latinos –explica el autor-. El enemigo era el mismo: el liberalismo laico. Y similares eran las bases éticas cristianas. 'Stalin y Cristo tronaban sobre las paredes de mi casa', recordaba Guillermo Cabrera Infante”.
Más adelante, Zanatta va al hueso: “Heredero de la cristiandad hispánica, Castro imputaba al liberalismo las fracturas morales del mundo: los Estados Unidos eran protestantes y lo predicaban, por ello los odiaba. Al universalismo liberal opuso un universalismo antiliberal de acervo católico… El comunismo cristiano de Fidel era un fenómeno hispánico”. Los católicos que no comulgaban con esta versión del cristianismo fueron encarcelados, ejecutados u obligados a una “reeducación” compulsiva.
El castrismo recibió de la Iglesia cubana el mismo apoyo inicial y después el mismo rechazo que manifestaron los obispos argentos ante el justicialismo, puesto que ambos movimientos políticos reivindicaban las reglas de la nación católica y el cristianismo primitivo, pero a la postre sobreactuaron tanto el culto a la personalidad que Castro y Perón disputaban ya la mismísima divinidad excluyente de Cristo.
Cuando la competencia llegó a su máxima tensión, y los comunistas comenzaron a ocupar poltronas preponderantes, Fidel anunció que él era el Mesías y que el episcopado y las parroquias se habían convertido en guaridas de “fariseos insensibles al dolor de los pobres”. Esa larga pulseada no impidió que Castro saludara con alegría la llegada de Jorge Bergoglio al Vaticano y a su mismísimo hogar, entre jesuitas no hay cornadas. Allí el comandante le regaló al papa Francisco el libro Fidel y la religión, que había escrito el teólogo dominico Frei Betto, donde se anuncia la reconciliación entre catolicismo y revolución, y donde se asevera que “hay diez mil veces más coincidencias” con ella que con el capitalismo.
La moral sexual y familiar de la Iglesia castrista y de la Iglesia católica eran (salvo la discrepancia sobre el aborto) idénticas, el encono antiliberal registraba el mismo voltaje, y la idea del pobrismo era absolutamente coincidente. La pobreza en Cuba fue manipulada para ser transformada en una resignación benigna y hasta en una cultura del orgullo. “El «pobre» no es para ellos el emblema del fracaso, sino la garantía de pureza espiritual y de integridad moral –apunta Loris-. Y tal era el fin de su gobierno, de su estado ético, de su catequesis de masas: salvar el alma de los cubanos antes y a la Humanidad después. El mismo fin, si se mira bien, que inspiró el espíritu misionero de la Compañía de Jesús. Como ella, Fidel ambicionaba recrear el Reino de Dios en la tierra, extirpar el egoísmo del corazón de los hombres, fundar el orden social perfecto…La pobreza de los cubanos es el fruto coherente del intento de Castro de salvarles el alma manteniéndolos al reparo del mal, de la imperfección de la historia, del pecado. Sólo la pobreza podía salvar el alma de la corrupción del dinero y al corazón, de la tentación del egoísmo”. Si no hay progreso, si las políticas son derrotadas por la realidad, hacemos de la incompetencia una virtud, compañeros: pobres somos mejores, pobres nos quiere Dios.
Los desastres económicos de Cuba y Venezuela, así como el carácter despótico de Fidel y los crímenes de lesa humanidad que produjeron sus “dictaduras populares”, han sido perdonados por la progresía ilustrada de Occidente, cuyos miembros eminentes se derretían frívolamente en presencia del comandante y su retórica seductora. Fue Castro quien alentó acciones terroristas y confraternizó con Montoneros, organización violenta a la que luego el propio Perón tuvo que combatir de manera impiadosa e inhumana; también fue Fidel quien actuó en los hechos como el ideólogo del populismo autoritario de las dos últimas décadas.
Una leyenda peronista, que Cristina Kirchner acaso podría desmentir, señala que alguna vez el nonagenario llegó a decirle: “Néstor murió, Chávez está agonizando y yo estoy enfermo; quedas tú para defender las banderas en América Latina”. Poco tiempo más tarde, Cristina declaró: “A mi izquierda sólo está la pared”. Quizá la anécdota no sea cierta, pero guarda verosimilitud porque contiene la habitual psicopatía de Castro y explica un poco la brusca radicalización de quien durante treinta años no fue más que una peronista sin ideología; alguien que aceptó el juego de la derecha feudal, tuvo a Carlos Menem como jefe político y se alió con un referente del neoliberalismo: Domingo Cavallo.
(Fragmentos de “Una historia argentina en tiempo real”-Grupo Editorial Planeta SAIC-Buenos Aires 2021).
Comentario: La economía cubana de Castro en realidad se parecía bastante a la economía soviética, y no a la economía peronista. En la Argentina nunca se prohibieron las actividades privadas, como ocurrió en Cuba. Periodistas cubanos, como Carlos Alberto Montaner, siempre caracterizaron al castrismo como una especie de stalinismo....
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