domingo, 3 de noviembre de 2024

El nacimiento de la religión universal

Cuando decimos que algo tiene validez universal, asociado a cuestiones humanas o sociales, seguimos con el antiguo concepto derivado de la visión por la cual se consideraba que el sistema planetario solar constituía el “universo”, siendo nuestro planeta el centro del mismo. En la actualidad deberíamos decir que algo tiene validez planetaria, en lugar de universal. Por el contrario, las leyes naturales estudiadas por la ciencia experimental, como la física, siguen teniendo validez universal, y no sólo planetaria.

Por lo general se valora al judaísmo por el hecho de haber promovido el monoteísmo, como un paso importante en la religión. Pero no menos importante ha sido el cristianismo al promover una religión universal (o planetaria). En realidad, toda religión que sea compatible con las leyes naturales debe tener esa universalidad, por cuanto tales leyes resultan válidas para todo habitante del planeta. Ese es el primer requisito para considerar que una religión ha de ser verdadera, de lo contrario se trataría de una construcción de tipo subjetivo.

El nacimiento del cristianismo se debe a la conjunción de varios factores, de lo contrario no habría podido instaurarse. En primer lugar provenir de una religión monoteísta, como la judía. Luego habría de lograr instalarse en un sitio favorable para su difusión, como lo fue el Imperio Romano. Para ello debió ser compatible con las ideas morales aceptadas en Roma, como fue el caso del estoicismo. Ello implica que una religión, o cualquier ideología de adaptación al orden natural, no dependen sólo de sus propiedades intrínsecas, para su posterior difusión, sino también del “terreno favorable” en donde se la hace conocer.

Estos aspectos han sido considerados por Ángel Ganivet, quien, considerando a España como parte de la Roma imperial, escribió: “Cuando se examina la constitución ideal de España, el elemento moral y en cierto modo religioso más profundo que en ella se descubre, como sirviéndole de cimiento, es el estoicismo; no el estoicismo brutal y heroico de Catón, ni el estoicismo sereno y majestuoso de Marco Aurelio, ni el estoicismo rígido y extremado de Epicteto, sino el estoicismo natural y humano de Séneca”.

“Séneca no es un español, hijo de España por azar: es español por esencia; y no andaluz, porque cuando nació aún no habían venido a España los vándalos; que a nacer más tarde, en la Edad Media quizás, no naciera en Andalucía, sino en Castilla”.

“Toda la doctrina de Séneca se condensa en esta enseñanza: No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa, en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir; y sean cuales fueran los sucesos que sobre ti caigan, sean de los que llamamos prósperos, o de los que llamamos adversos, o de los que parecen envilecernos con su contacto, mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre”.

“Sin necesidad de buscar relaciones subterráneas entre las doctrinas de Séneca y la moral del cristianismo, se puede establecer entre ellas una relación patente e innegable, puesto que ambas son como el término de una evolución y el comienzo de otra evolución en sentido contrario; ambas se encuentran y se cruzan, como viajeros que vienen en opuestas direcciones y han de continuar caminando cada uno de ellos por el camino que el otro recorrió ya”.

“Por esto la moral cristiana, aunque lógicamente nacida de la religión judaica, era negativa para los judíos, puesto que, dando por terminada su evolución religiosa, les cerraba el horizonte de sus esperanzas y les condenaba a recluirse dentro de una religión acabada ya, perfecta y, por lo tanto, inmutable; así como la moral estoica, fundada legítimamente sobre lo único que la filosofía había dejado en pie, sobre lo que subsiste aún en los periodos de mayor decadencia, el instinto de nuestra propia dignidad, era negativa tanto para los griegos como para los romanos, porque derivaba del esfuerzo racional, pretendía construirlo todo sin el apoyo de la razón, por un acto de adhesión ciega, que andaba tan cerca de la fe como la moral cristiana andaba cerca de la pura razón”.

“Los que se maravillan de la rápida y al parecer inexplicable propagación del cristianismo, debían de considerar cómo, destruida la religión pagana por la filosofía y la filosofía por los filósofos, no quedaba más salida que una creencia que penetrase, no en forma de símbolos venidos a la sazón muy a menos, sino en forma de rayo ideal, taladrando e incendiando; y los que se espantan ante el sangriento holocausto de los mártires innumerables, debían de pensar que así como la muerte de Jesús era una condición profética, esencial, necesaria y complementaria de las doctrinas de los Evangelios, así también el martirio de muchos cristianos era el único medio eficaz de propaganda. Sin su sacrificio, Jesús hubiera sido un moralista más; y sin el sacrificio de los mártires, el cristianismo hubiera sido una moral más, agregada a las muchas que han existido y existen sin ejercer visible influencia” (De “Idearium español”-Editorial TOR-Buenos Aires 1947).

En realidad, el cristianismo no es, o nunca hubiese sido, “una moral más”, ya que puede considerarse como la moral natural apta para la supervivencia individual y colectiva de los seres humanos, si bien aparece en forma implícita en otras éticas aparecidas a lo largo de la historia. Ello se debe a que existen sólo cuatro posibles actitudes emocionales básicas, y sólo una de ellas es la que nos acerca a nuestra adaptación al orden natural.

Si a alguien le ocurre algo bueno o algo malo, y somos capaces de compartir esa alegría o ese dolor, hemos adoptado la actitud del amor. Si cambiamos alegría ajena por dolor propio y dolor ajeno por alegría propia, hemos adoptado el odio. Si solamente nos interesan nuestros estados de ánimo, y somos indiferentes a lo que le sucede a los demás, hemos adoptado el egoísmo, y si tampoco nos interesa demasiado lo que nos ocurre a nosotros mismos, hemos llegado a la indiferencia. Adviértase que no existen otras posibilidades, si bien hemos de tener en cuenta que nuestra actitud está conformada con distintos porcentajes de dichas componentes emocionales básicas.

La “elección” de una de ellas, como la actitud cooperativa e igualitaria del amor al prójimo, es independiente de si la ética que la promueve ha venido de lo alto, de Dios, de la historia o de donde venga; la dificultad no reside en su origen, sino en las formas en que se la desvirtúa o se la reviste de misterios o embrollos de palabras, que parece ser la afición más valorada por teólogos y filósofos.

1 comentario:

agente t dijo...

Toda actividad humana no puede eludir una vertiente ética, pero sería mejor que la esa ética tan necesaria no se basara, siquiera parcialmente, en una doctrina de carácter dogmático, sólo en parte defendible desde una postura racional, y que además tiene una historia tan terrible detrás.