jueves, 26 de junio de 2025

La paz y el perdón

Si se contempla la historia de la humanidad, se advertirá el predominio de los conflictos y las guerras, por lo cual la paz surge como una rareza. Este es el caso de la denominada "paz romana", que abarca unos 200 años, iniciada por el emperador Octavio Augusto y finalizada con Marco Aurelio.

El cristianismo promueve el perdón, siendo la capacidad para perdonar un atributo ligado a una previa capacidad para amar al prójimo. Por lo general, muchos consideran que la actitud cristiana es débil y poco efectiva, ya que suponen que se debe adoptar la predisposición a perdonar en cualquier circunstancia, lo cual resulta imposible de lograr si previamente no se ha logrado la predisposición a compartir penas y alegrías ajenas como propias.

Uno de los requisitos para adoptar dicha predisposición radica en una previa creencia en la existencia de un Dios Creador que ha impuesto las "reglas del juego" a todo los seres humanos. Si bien esta creencia conduce muchas veces a un vulgar paganismo, mediante el cual se buscan ventajas personales a través de adulaciones varias, existe también la evidencia de que todo lo existente está regido por leyes naturales invariantes. De ahí que esta evidencia puede jugar un rol similar al de la creencia en un Dios con atributos humanos. Puede decirse que la evidencia de la existencia de leyes naturales, que rigen nuestras conductas individuales, resulta enteramente compatible con la visión que se tiene del universo observado desde la ciencia experimental.

Uno de los síntomas de la actual situación conflictiva, que afecta a muchos países, se advierte en la violencia extrema que sufren los adeptos cristianos en varios países, por el solo hecho de sus creencias; creencias que resultan favorables para el logro de la paz. Combatir a los promotores de la paz implica también favorecer la violencia.

Se menciona a continuación un artículo referido a la paz romana antes mencionada:

HABIA UNA VEZ UN EMPERADOR CLEMENTE

Por Franco Ricoveri

Hoy les voy a contar una historia impresionante para compensar la cantidad de cosas feas que estamos viendo: vivimos en un mundo en el que los poderosos odian, insultan, desprecian, y hasta torturan y asesinan. Las crueldad que vemos hoy casi no tiene comparaciones en la historia, así que necesitamos algún ejemplo lindo para ver qué se puede cambiar.

El personaje que miraremos hoy es Octavio César, llamado Augusto, el primer emperador de Roma. Quizás el más grande y poderoso. En sus tiempos, hace dos mil años, nació y vivió Nuestro Señor Jesucristo. A su lado, los poderosos de hoy, son pequeñas e insignificantes hormigas... o cucarachas. Piensen que todavía llamamos al mes de Agosto en su honor… Él trajo la paz a Roma después de años de guerras civiles. Su época fue un período de oro al que llamamos el siglo de Augusto.

En una de sus primeras acciones, después de una batalla en la que consolidó su poder, en lugar de desatar su venganza sobre sus vencidos, les extendió su mano y perdonó. No los humilló; les ofreció cargos en su administración, demostrando que su victoria no era sólo militar, sino moral.

Plutarco, un gran escritor, remarcó que, consciente de las heridas que había dejado la guerra civil, sabía que sólo la unidad sanaría a Roma. Cada acto de clemencia era una semilla para la estabilidad. Al reconciliarse con sus enemigos, transformó a sus viejos adversarios en aliados y amigos. El escritor remarca que su clemencia fue un “ornamento de su victoria”, un faro que iluminó el amanecer de una Roma unificada. La verdadera grandeza no está en aniquilar al enemigo, sino en darle una oportunidad para mejorar.

A pesar de haber traído paz y prosperidad a su pueblo, abundaban las envidias y los rencores. Un día descubrió que uno de los suyos, un joven llamado Lucio Cornelio Cinna, conspiraba para asesinarlo. Imaginen el dilema: la lógica del poder dictaba que debía castigar a Cinna con la muerte, así se hacía con todos los traidores. Pero Augusto dudó. ¿Qué creen que hizo? - les pregunté a mis nietos.

- ¡Lo metió preso!- dijo uno sin dudar.

- Augusto estaba muy preocupado. Su esposa, Livia, lo vio y le dio un consejo que cambiaría el curso de la historia:

“La crueldad no hace amigos, y los tiranos viven rodeados de enemigos. El perdón, en cambio, transforma a los enemigos en amigos y asegura la lealtad”.

Augusto, al día siguiente, mandó llamar a Cinna. Cuando el joven llegó, lo invitó a pasar y lo condujo a un lugar secreto. Lejos de todo. Solos. Él esperaba su sentencia de muerte. En esos tiempos, ni siquiera era común ponerlos presos. Se sentaron frente a frente y Augusto, con gran calma le dijo: “Cinna, ¿por qué me traicionas? Te he honrado, y planeas mi ruina. ¿Por qué me obligas a tener que castigarte?” Fueron palabras de un hombre superior. Magnánimo, es decir, alguien que tiene un alma grande.

Cinna en principio negaba todo… pero Augusto le fue contando uno a uno los detalles de su traición. Con quiénes se había reunido, qué ambicionaban... Desnudó su alma, pero sin darle lugar al odio, al contrario… “Vive, Cinna, y sé mi amigo”, le dijo al final, extendiendo su mano, la misma con la que hubiese podido firmar su sentencia de muerte. Augusto, al perdonarlo, no sólo salvó la vida de Cinna, sino que se liberó a sí mismo de las cadenas de la venganza y sembró una semilla distinta en un mundo cansado.

El emperador no actuó así por debilidad, sino por una fortaleza que pocos comprenden: la de dominarse a sí mismo. Cinna, abrumado, quedó transformado; su lealtad, renació no por temor, sino por gratitud. Y se convirtió en uno de los hombres más leales a Augusto. Este perdón, grabado en la historia, nos habla de la grandeza de un hombre que no se dejó encandilar por su poder. Así fue que el perdón no sólo salvó una vida, sino que fortaleció el Imperio. Y también, no menor, nos habla de la importancia de saber escuchar los consejos que nos dan los que nos aman.

TIRANÍA DE LOS RESENTIDOS

Alguna vez les conté que hoy el resentimiento nos gobierna por todos lados: estamos bajo la tiranía de los resentidos. De esa gente que quiere ser astuta, pero son sólo cobardes, mentirosos. Construyen sus propias realidades y se las creen; se rodean de gente insegura para dominarlas; nunca olvidan un agravio, real o imaginario y no les importa que todo se derrumbe a su alrededor.

El remedio, les decía, es el agradecimiento y el perdón. Esta historia se la contó Séneca, un filósofo romano, al pésimo emperador Nerón, de quien hablamos una vez. Le quiso mostrar el camino sin salida que estaba tomando. Nerón no lo oyó y terminó muy mal. Lo malo siempre termina peor.

Augusto, al perdonar a Cinna, mostró que la verdadera fortaleza no radica en la capacidad de castigar, insultar o mentir, sino en la de perdonar y transformar. Es lo opuesto. Sólo el perdón puede abrir un camino hacia un futuro mejor y una verdadera unión. El emperador supo curarse de las crueldades de su juventud con el antídoto de la clemencia, supo “ser lo que debía ser”. Los hombres de hoy lo necesitaríamos, pero parece que para alcanzarlo tendríamos que cambiar sobre todo a todos nuestros políticos.

-¿Y después qué le pasó a Augusto?– me dijo la que siempre espera un final feliz y sabe que me distraigo con facilidad cuando nombro la palabra: “políticos”.

- Gobernó hasta viejo. Sus últimos años fueron difíciles. Por culpa de un mal general perdió batallas y hombres, lo que fue una espada que le traspasó el corazón. Se vistió de luto dejándose crecer la barba y el pelo, como signo de su dolor. El último día de su vida pidió un espejo y se miró atentamente. Ahí se afeitó, se cortó el pelo, se vistió elegantemente y llamó a sus amigos preguntándoles: “¿No les parece que hice bien mi papel?” Todos le dijeron que sí. “Bueno, creo que la actuación terminó y ya pueden aplaudir”.

Así murió el más grande de los emperadores romanos. Tenía 76 años. Había cumplido su misión y merecía ese aplauso.

(De www.laprensa.com)

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