Si bien los distintos totalitarismos tienen muchos puntos en común, sus fundamentos o sus justificativos, son distintos. Así, para justificar sus objetivos, el nazismo invoca mitologías de tipo racista, mientras que el marxismo-leninismo emplea leyes históricas de dudosa validez. En el caso de los totalitarismos latinoamericanos, el vínculo que los une es el sistema político, económico y religioso propuesto por los jesuitas, al menos en la descripción que de ellos brinda Loris Zanatta.
La síntesis que presenta el mencionado autor contempla primeramente a Juan D. Perón, luego a su discípulo Fidel Castro y posteriormente al discípulo de éste, Hugo Chávez. Finalmente, como heredero de la ideología jesuita aparece Jorge Bergoglio, que simpatiza y apoya todos los regímenes que coinciden con sus ideas. La gravedad, en este caso, no es que alguien que se autodenomine como cristiano acepte estos totalitarismos, sino que Bergoglio supone que el propio Cristo es el que habría promovido estos perversos sistemas.
La ideología en cuestión presenta los siguientes puntos básicos:
a- Unanimidad
b- Jerarquía
c- Corporativismo
d- Estado ético
La unanimidad impide el disenso, siendo una unanimidad propuesta e impuesta desde la jerarquía de quienes gobiernan un grupo o el Estado. Podemos decir que se trata de la desigualdad esencial requerida para establecer cualquier tipo de totalitarismo. Esta desigualdad esencial es oscurecida por gran cantidad de eslogan supuestamente a favor de la igualdad. En realidad sería una sub-igualdad compuesta por los sectores alejados del poder, o que ocupan el rango jerárquico inferior. Es el Reino del hombre sobre el hombre.
Debemos distinguir la “unanimidad objetiva”, como la que deriva de la ciencia experimental, una vez que una teoría es verificada suficientemente, de la “unanimidad subjetiva”, derivada de la máxima jerarquía de un sistema totalitario; unanimidad que se trata de imponer a toda la población, surgiendo la categoría de “enemigo”, “traidor a la patria” y otros calificativos semejantes asociados a quienes no acepten la unanimidad subjetiva que viene “desde arriba”. Cuando “arriba” significa Dios, entonces se comete el más grave sacrilegio posible.
Todo comenzó con las misiones jesuitas:
LAS MISIONES JESUITAS
Por Loris Zanatta
Donde más se aproximó la utopía religiosa de la cristiandad hispánica a un acabado sistema de gobierno y organización social fue, entre los siglos XVII y XVIII, en Paraguay, en las misiones jesuíticas con los guaraníes: un Estado teocrático, han escrito muchos, un Estado ético-cristiano. No es cuestión de evaluar sus pros y sus contras: la tradición católica las exalta, aquella iluminista las demuele; esto explica ya bastantes cosas. En todo caso es útil examinar su espíritu, contenido, efectos: jamás como aquel caso, en efecto, encontramos aislados, como en un laboratorio, los elementos que, unidos entre ellos, forman la genealogía del “populismo jesuita”.
A partir del primero: el unanimismo. En las misiones, autoridad política y religiosa se fundían, ley y fe eran todo uno. Economía, familia, comercio, moral; todo era tributo a Dios. El fin no era el buen gobierno o la prosperidad material sino el estado de perfección, la salvación de las almas, el “hombre nuevo” invocado por los Padres de la Iglesia. Y para que el mundo externo no resquebrajara la homogeneidad del pueblo, para que la historia no contagiara su pureza moral, había que excluirlo: por lo tanto la autarquía de las misiones; la autarquía que reencontraremos en los “populismos jesuitas”.
El orden de las misiones funcionaba “a guisa de mecanismo” y era jerárquico: los padres jesuitas eran la cabeza del organismo, una casta un poco humana y muy divina que educaba al pueblo y lo disciplinaba a través de la fe. Sólo a los guaraníes más devotos y confiables les cedían el encargo de velar sobre las costumbres morales de todos los demás. Hételos así regulando en el detalle la vida de las misiones, la pública y la privada, la moral y la material: cómo construir las ciudades y cómo comportarse, cuáles los productos a cultivar y cuáles danzas permitir; para “ahuyentar el egoísmo del corazón de los hombres” había que “hacer desaparecer las diversidades individuales, formar una raza homogénea”.
Unánimes y jerárquicas, las misiones eran comunidades corporativas: cada grupo tenía su función específica, cada función implicaba precisos deberes; todos juntos formaban un cuerpo donde cada uno tenía su lugar, también los “últimos”, sustraídos así al peligro del abandono: en ello consistía la “justicia social”, futuro tótem de los “populismos jesuitas”.
Sobre todo ello se recortaba el Estado ético con sus muchos instrumentos: escuela, trabajo, religión, ritos, liturgias, coros, teatros; usaba la religión para los fines del Estado y el Estado para los fines de la religión. La justicia se basaba en la confesión del pecado. El delito no era “ilegalidad” sino “culpa moral”; el castigo, incluso el más extremo, era la “penitencia”; la comunidad “reeducaba” a la célula enferma que no se uniformaba, o bien la expulsaba.
La flor en el ojal del Estado jesuita era la educación de los niños, desde la más tierna edad. Entre todas las artes que les enseñaban, la predilecta era la militar, la más adecuada para inculcar las más preciadas virtudes de la cristiandad hispánica: disciplina, obediencia, espíritu de sacrificio, heroísmo, vocación de martirio; virtudes, veremos, caras a los “populismos jesuitas”. Si era necesario, los religiosos daban el buen ejemplo guiando a la guerra al ejército de la misión.
¿Y el enemigo? ¿El demonio tentador? ¿El dinero, el vicio? Para salvar almas y cuerpos, para extirpar la hierba mala del egoísmo y nivelar las condiciones de cada uno, los misioneros prohibieron la propiedad privada, madre de todo pecado: abolida la concupiscencia, borrada la competencia para destacarse, las almas puras de los guaraníes podían volar ligeras al Reino de los cielos. Moneda y comercio privado fueron limitados, trabajo y viviendas comunitarias incentivados: comunismo evangélico.
Cualquiera sea el juicio sobre lasa misiones, son obvias progenitoras de los “populismos jesuitas”. No sólo anticiparon sus trazos, sino también los efectos. Aquello que los jesuitas más apreciaban en los guaraníes era “el espíritu de imitación”. Disciplina y obediencia eran las virtudes más cultivadas; independencia e innovación las más desalentadas; el “árbol del conocimiento no podía crecer en el paraíso jesuita”. Faltó así el estímulo para producir, crear, mejorar; tales pulsiones eran pecados de egoísmo que ensuciaban las almas a los ojos de los religiosos y de Dios.
Fagocitado por la comunidad, a la que se le demandaba su sustento, el individuo no tenía ningún estímulo para el trabajo. Al conocer las misiones, los españoles se persuadieron que los guaraníes fueran “tan serenos frente a la muerte porque la vida nunca les había ofrecido ningún cambio”; la “perfección” del Reino no contemplaba el progreso. ¿La pobreza preservaba la virtud? ¿Salvaba a las almas del vicio? Viva la santa pobreza, advertían los jesuitas.
Los jesuitas del Paraguay quisieron cambiar y mejorar la naturaleza humana. Pero la “naturaleza” se vengó: “cuerpo sin médula”, las misiones “se aflojaron sobre sí mismas”; educados en la “minoridad perpetua”, los súbditos no se volvieron ciudadanos y los menores, hombres. La pretensión de crear el Estado perfecto desembocó en la construcción de “una obra artificial” privada “de fuerza motriz interior”, incapaz de sostenerse sin “la dirección del artífice”. El único motivo de su obediencia, decían los jesuitas de los guaraníes, “es la religión”. La evolución es como una religión, gritarán a coro los “populismos jesuitas” incitando al pueblo a abrazar su fe.
(De “El populismo jesuita”-Edhasa-Buenos Aires 2021).
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