Por lo general, existen diferencias importantes entre lo que un político dice y lo que en realidad hace; siempre lo que dice es mejor que lo que hace. En el caso de Domingo F. Sarmiento parece invertirse esta diferencia ya que, luego de descalificar a los gauchos, hace todo lo posible para que sus hijos tengan una educación aceptable, fundando escuelas y promoviendo las ventajas de la instrucción pública.
En oposición a Sarmiento, Perón alababa a las masas fanatizadas mientras las llenaba de odio y comenzaba con la larga decadencia económica, moral y social de la que todavía no podemos salir. Pero las masas reniegan de Sarmiento por lo que dijo mientras que alaban a Perón también por lo que éste dijo; lo que hicieron queda en un lugar secundario.
Se menciona un artículo acerca de Sarmiento:
SARMIENTO, LIBERAL PLEBEYO
Por Luis Diego Fernández
En septiembre de 1868 un maduro Domingo Faustino Sarmiento pronunció un discurso al arribar a Buenos Aires desde los Estados Unidos (donde había ocupado el cargo de Embajador designado por Bartolomé Mitre) siendo presidente electo, y señaló: “Después de una experiencia de treinta años en que he estado en la prensa, en el destierro, en el poder, se me han dicho tantas cosas que tengo una cáscara de hierro sobre mi cuerpo. Ya no me hieren los ataques de mis adversarios. Yo también he sido escritor y algunos escritos míos han abierto hondas heridas. En el fervor de la lucha de los partidos, en los momentos del combate, se esgrime como argumentos convincentes, todo lo que puede dañar, pero estos ataques no dañan al hombre honrado”.
La coraza, el cascarón o la matriz que no permiten la herida, que impiden; al final y al principio, el carozo ético, que pocos pueden exhibir con orgullo. Efectivamente, Sarmiento se especializó en descorazonar a sus enemigos y adversarios; más que su hábil, desaforada y lacerante pluma punzante, fue su resistencia, su reconversión, su colosal ambición personal que desactivaba a propios y ajenos en las reyertas que no temía afrontar con lucidez y grandilocuencia. En esta afirmación queda retratada su pluma de caudillo, su voz intemperante.
En el comienzo está el obstáculo, sin el cual es difícil que una personalidad inoxidable como la de Sarmiento emerja: sabido es que el sanjuanino no gozaba de ascendencia, padrinos, herencia, “aparatos” ni experiencia política o militar para obtener un lugar en el panorama intelectual y político porteño. Excluido de la enseñanza rivadaviana (a la que accedieron sus compañeros de la Generación del 37), Sarmiento supo conquistar su espacio con legitimidad a fuerza de escribir y publicar en la prensa.
Su afán polemista hay que verlo en el contexto: el periodismo en el siglo XIX muy lejos estaba de lo que hoy resulta, de su especificidad o pretendido profesionalismo. En aquel momento la práctica periodística se encontraba inserta con dos objetivos nítidos: ser una herramienta política e incluso partidaria, poniendo en evidencia una facciosidad clara, y, por otro lado, devenir un mecanismo de transmisión de ideas filosóficas, tal como podemos ver en el caso de El Federalista en los Estados Unidos (documento fundacional de la democracia norteamericana que suma ochenta y cinco artículos publicados en diarios de New York con la finalidad de apoyar la sanción de la constitución de Filadelfia).
Domingo Faustino Sarmiento fue un hombre con perfiles o aspectos necesarios de dar cuenta, y que en su acción periodística permiten ser vistos: su origen “pobrísimo”, según sus palabras, es la piedra fundacional. Modesto y provinciano, Sarmiento se inventó un pasado para poder insertarse en la aristocracia porteña. Self made man, constructor de sí, pragmático, de allí sus ídolos: Franklin y Lincoln.
Libertino sexual y dandi urbano que descree de la vida familiar, orgiasta y amante de mujeres libertarias. Masón y laico, agnóstico y deísta pero no anticlerical, como se cree. Una mente típica de la modernidad, proyecto que potenció y cuyo emblema innegociable siempre fue la libertad individual. Sarmiento es un hombre que merece más que nadie la expresión “se inventó a sí mismo”. Sus referentes locales fueron hombres vigorosos y con brío: José de San Martín, el General Paz y el cura Oro, quien lo educó y le enseñó sus rudimentos de lenguas clásicas.
Su combate con tinta en la prensa fue contra otra forma de vida, una batalla ética, en el fondo: una desgarradura contra sí mismo, pero más que nada, una forma de ganarse el pan. Alejarse del desierto, la incomunicación y la ignorancia de los comienzos. Su gran obra y aporte al país vienen de sus necesidades: educación, comunicaciones, modernización, cosmopolitismo, puerto, institucionalización. Todo lo que no tuvo de niño. Sarmiento encarnó, entonces, figuras polivalentes y complementarias que daban cuenta de un individuo indivisible: educador, periodista, político, padre, amante, dandi, loco, viajero, flaneur.
En el siglo XIX el escritor de prensa no era exactamente lo que podemos comprender hoy como un “periodista”, Sarmiento, en rigor, estaba urgido por una pasión política desbocada e imperiosa: indudablemente fue un hombre de prensa, donde desplegó la pluma visceral, pulsional, desafiante, corporal y aguda (llegando a escribir “dormido”). Esa escultura de sí desde la escritura y especialmente a partir del ágora de la prensa lo puede llevar a ser leído como uno de los primeros “periodistas militantes”.
El denominado “diarismo” lo colocó en espacios de combate implacable (que a veces, no pocas, lo dispusieron a “irse a las manos” y los tribunales). Firmando con seudónimos como Pinganilla, Fígaro y Figarillos, Sarmiento se compara con Larra, pero sobre todo la figura de Benjamín Franklin será la única catalizadora de su emulación. “Mi vida ha sido una lucha continua por la posición humilde desde donde principié”, afirma el cuyano en Mi defensa (1850). En otra ocasión señala en Recuerdos de provincia: “soy una planta destinada a crecer”.
Espíritu emprendedor, Sarmiento es descrito por Leopoldo Lugones de modo implacable: positivo, sensual e impetuoso, práctico y hedonista. En este sentido, la figura de Franklin o bien Franklincito, como osa presentarse a sí mismo, será un espectro recurrente de su construcción personal. Sarmiento elabora en Recuerdos de provincia una magnífica operación autobiográfica para hacerse un lugar en los sectores literarios, periodísticos y políticos porteños.
Este artificio de la subjetividad explora los límites y las posibilidades de un yo en clave montaigneana, allí donde Sarmiento alberga en su pensamiento tres corrientes que en sus intervenciones periodísticas se muestran como puntas de lanza: la Ilustración (Kant y Montesquieu), el romanticismo (Emerson y Rousseau), el positivismo (Taine, Herbert Spencer y Saint Simón). El mismo Facundo (1845) es la muestra del triple influjo y su matriz intelectual. En este sentido resulta claro que todos los modelos a los que aspiró Sarmiento fueron atravesados por constantes a la luz: autoinvención, superación y perseverancia. La bastardía intelectual y la exclusión del capital simbólico, obligó al cuyano a educarse a sí mismo y a jugar un rol central en la prensa desde sus comienzos.
El talento periodístico sarmientito explotó en su exilio en Chile. Desde Santiago y a través de El Mercurio y El Nacional (diario de propaganda liberal) azotó, golpeó y brilló. En ese marco debemos ver la producción de Facundo, del cual, según Adolfo Saldías, el propio Juan Manuel de Rosas señaló lo siguiente: “El libro del loco Sarmiento es de lo mejor que se ha escrito contra mí: así es como se ataca, señor; ya verá usted como nadie me defiende tan bien”. Carente de aparato documental, producto de la genialidad y subjetividad arbitraria de Sarmiento, Facundo también puede ser leído como producto de su pasión periodística. Bien señaló Natalio Botana: “en el siglo XIX las revoluciones las hace la prensa”. En ese sentido, el pulsar grafómano sarmientino fue deudor y fiel cumplidor de la sentencia.
La filosofía política de Sarmiento, los principios por los que aboga, ya despuntan desde sus artículos periodísticos, allí se ven sus obsesiones con marcada claridad: oscila entre un liberalismo conservador y uno progresista. Conjuga la búsqueda de orden y progreso de modo simultáneo. Según Sarmiento, los derechos individuales requieren educación pública para sacar a las masas del atraso, la ignorancia y el analfabetismo. A diferencia de Alberdi –que afirma la libertad y niega la igualdad-, Sarmiento, con Mitre, afirman del mismo modo la libertad y la igualdad expresada en las condiciones educativas igualitarias como principio.
El cuyano es feminista, así lo prueba un artículo publicado en El Mercurio de Santiago de Chile: “El grado de civilización de una nación se verifica por la posición social de las mujeres”. Y define a la mujer como “hombre de sexo femenino”. Sarmiento ama las ciudades cosmopolitas y portuarias desde las que escribe sus artículos –Buenos Aires, Valparaíso, New York, Montevideo-, contra el nacionalismo provinciano, ultramontano, aislacionista y católico que desprecia.
El pensamiento de Sarmiento, entonces, es una particular forma de encuentro del romanticismo, la Ilustración y el positivismo de fines del siglo XIX que luego se expandirá en las obras de José María Ramos Mejía, José Ingenieros o Carlos Octavio Bunge. El pensamiento sarmientino que podemos verificar en sus artículos tiene constantes que articulará en sus grandes obras: el par ontológico civilización-barbarie, cualquiera sea su acepción, articula en gran medida todo el pensamiento local en su analítica; pero también el concepto de “educar al soberano”, visto como moralización e independencia de los individuos respecto de los relatos míticos y caudillescos, mostrará su liberalismo más igualitarista, su laicismo total, su agnosticismo deísta, su cosmopolitismo. En algún sentido y con laxitud podríamos calificar a la visión política de Sarmiento como un liberalismo de izquierda.
Luego de su accidentada presidencia marcada por la Guerra de la Triple Alianza y con vectores claros –inmigración, ferrocarriles, educación pública y colonización agrícola-, Sarmiento clausura su influencia en la escena política local luego del divorcio político con Mitre y la asunción de Julio Argentino Roca. La federalización de Buenos Aires lo coloca al margen de la actividad pública. Allí es donde nuevamente reaparecerá por la pluma: crítico de la administración roquista desde El Censor (aunque la promulgación de la ley 1420 de educación pública, laica y obligatoria, termine ejecutando lo que siempre buscó).
Paralelamente dará a la luz Conflicto y armonía de razas en América (1883), su última gran obra, en algún sentido, su Facundo de madurez. Allí signará las causas del atraso argentino no en el desierto y la fisonomía del país, sino en el mestizaje y en cierto determinismo racial. Obra del ocaso, ambiciosa pero irregular (muy cuestionada), influida por el positivismo y el darwinismo, opera como el disparador de gran parte de los ensayos de “interpretación de la realidad nacional” que se verán en el siglo XX, desde Ezequiel Martínez Estrada a Héctor Álvarez Murena.
La acción periodística de Sarmiento es indisociable de su misión como educador. Juntas e irrevocables, ambas marcan la clave del proyecto integral. El Sarmiento periodista sabía que la prensa le sería una pieza capital y dramática para la construcción de su deseo y su plan de vida: hacerse un lugar en las letras y la política argentina viniendo de4sde el barro, la periferia y sin distinción. En su momento Juan Bautista Alberdi lo llamó el “Facundo de la prensa”, observación contundente en sus atributos y reminiscencias. Sarmiento no quiso ser un periodista profesional; vivió el periodismo apasionadamente como camino para lograr sus objetivos literarios y políticos. Sarmiento tuvo una visión utilitaria del periodismo (como de la vida; su pensamiento tenía rastros del liberalismo epicúreo de John Stuart Mill).
Sarmiento quiso ser, y fue, un descomunal escritor y un educador; su escritura exhibida en treinta y nueve diarios de Argentina, Chile, Uruguay, Brasil, Francia y los Estados Unidos muestra esa pulsión: el desborde de un gran liberal plebeyo. Quizá el cuyano más que un “cagatintas” fue una rotativa que nunca se detuvo: destilaba a borbotones y desde cierta emocionalidad, por un territorio simbólico y un combate arduo. Fue victorioso, de allí el orgullo de todo aquel que viene de un pasado modesto.
(De “Libertinos plebeyos”-Galerna-Buenos Aires 2015).
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